¿De verdad podemos saber cuál es el lado correcto de la Historia? Todos creemos estar situados en él. No he conocido a nadie que afirme: vivo en el lado equivocado, salvo los cínicos, pero su palabra poco vale. Todos creemos que los que no piensan como nosotros están equivocados, pobres, viven en el error, no se han dado cuenta. Hay espíritus lúcidos (Koestler, Paz) que reconocieron haber vivido equivocados, una vez que abrieron los ojos (“el bien, quisimos el bien”). Qué difícil es saber de qué lado vive uno. Los que asesinaron a Julio César (“¿tú también, Bruto?”) fueron considerados durante siglos héroes que acabaron con la vida del tirano, hoy Marco Bruto es considerado un traidor, un magnicida. Los comunistas de la era de Lenin creían vivir en la tierra prometida (“he visto el futuro y funciona”, dijo Lincoln Steffens luego de visitar la Rusia soviética).
¿Soy progresista o reaccionario por oponerme al gobierno? Reaccionario para unos, progresista para otros. El reaccionario de hoy puede ser visto mañana como progresista, y viceversa. Lo mejor sería ver la propia posición con algo de escepticismo: Al apoyar a este personaje o a esta idea, ¿no estaré cometiendo un error? Si la Historia, vista hacia el futuro, no tiene guion, tampoco lo tiene para el pasado. ¿Los conquistadores españoles actuaron bien porque insertaron a los pueblos americanos en la historia del mundo o actuaron mal porque acabaron con una civilización diferente? ¿Cuál es el centro a partir del cual juzgamos? Objetivamente no existe ese centro. Mi lugar “correcto” en la Historia puede cambiar sin que yo me mueva debido a que alguien cambió las coordenadas que servían de referencia. Vivir en el error a sabiendas debe ser insoportable. Borges cuenta la historia del bárbaro que al ver los capiteles y las columnas de la ciudad romana se cambió de bando y luchó hasta la muerte del lado de Roma. Los conversos son ejemplo de personas que se dan cuenta de que viven en el error y rectifican, aunque hay muchos casos de conversiones forzadas o de conversiones por interés o por miedo. Todos creemos estar en el lugar correcto (¿si no por qué estaríamos ahí?). Es como un mecanismo de defensa frente al mundo, con la excepción de espíritus notables (“en tu lucha contra el mundo, ponte del lado del mundo”, escribió Kafka). Ahora mismo, al escribir esto, ¿lo estoy haciendo desde el error o desde el lado correcto de la Historia?
Quien sí lo sabe, o quien sí cree saberlo, es Federico Guzmán Rubio, autor de El miembro fantasma, volumen de crónicas-ensayos, de crónicas que también son ensayos. La última de las cuatro crónicas que reúne este libro cuenta un viaje a Buenos Aires. Rubio visita las instalaciones de la esma, ayer centro de detenciones y torturas, hoy lugar donde los argentinos han erigido un sitio para la memoria, para que no se olviden los años oscuros de la dictadura; y también se da tiempo para visitar, con algo de placer culposo, la Villa Ocampo, casa de Victoria Ocampo, el alma de Sur.
Literatura y política son los ejes de este libro. En Villa Ocampo Guzmán recuerda, claro, a Borges y lo llama reaccionario (“no me cabe duda de que Borges era reaccionario”). Rescata una anécdota que yo desconocía. Es sabido que Borges apoyó en sus inicios a la junta militar encabezada por Videla (también lo hizo Sabato, a quien nadie llama “reaccionario”), menos conocido es que ese apoyo se fue diluyendo hasta el punto en que Borges recibe en su departamento a dos madres de desaparecidos, las escucha, les cree y cambia de opinión. El 13 de mayo de 1980 publica una carta en Clarín en la que expresa su solidaridad “con el reclamo que formulan padres, hijos, cónyuges, hermanos y allegados para que se publiquen las listas de los desaparecidos y se informe sobre el paradero de los mismos”. La carta, dice Guzmán, “muestra una conversión absoluta en la imagen que Borges tenía de los militares”. Aceptar el error e intentar repararlo “son acciones […] excepcionales entre los hombres”. A partir de ese momento, escribe Guzmán, Borges “hablará mal de la dictadura en cualquier ocasión que se le presente”. La historia no acaba ahí. Guzmán Rubio la complementa con otros hechos, más significativos. Un año antes de irse a Suiza “al muere” (para decirlo con una expresión borgiana), Borges acude a una sesión del Juicio a las Juntas Militares en la que el exdictador Videla “estaba sentado en el banquillo de los acusados”. En esa sesión testificó Víctor Basterra, un hombre ejemplar que, gracias a su extraordinaria memoria y valor, ayudó a condenar a muchos criminales de la dictadura. Guzmán Rubio, con muy buen tino, hace un juego literario en donde Basterra cumple el papel de Funes, el hombre que lo recordaba todo. Luego de esa larga sesión, Borges publicaría días después uno de sus últimos textos: “Lunes 22 de julio de 1985”, en el que da voz a Basterra. Del inmenso tomo Borges, en el que Bioy Casares recogió sus diálogos, Guzmán Rubio destaca que Borges le dijo a Bioy que “cualquiera puede equivocarse, pero es necesario rectificar”. Borges lo hizo, puntualiza Guzmán, “cuando la dictadura aún gobernaba”, debido a lo cual “Borges, a su manera y dentro de sus posibilidades, murió a cielo abierto y acometiendo, en el bando correcto”. Borges murió, entonces, a juicio de Guzmán Rubio, no como un vil reaccionario sino del lado correcto de la Historia. Esto, ha de suponerse, habla bien de Borges, pero también del cronista: Guzmán Rubio no se ve como un reaccionario, él también cree hablar desde el lado correcto de la Historia, habla desde el progresismo, desde una autoconferida autoridad moral en donde se ha querido situar para contar la historia de las revoluciones en América Latina. Esta historia, que cierra su libro, recorre en espíritu cada una de sus páginas. Soy de los buenos, de los que queremos un mundo mejor (en otros tiempos habría dicho: soy un cronopio), del otro lado están los reaccionarios, los burgueses, los neoliberales, los asesinos de la esperanza, los que odian la cultura y quisieran desaparecerla. Debe ser un alivio tener la certeza de saberse del lado de los buenos.
Borges murió en el bando correcto, dice Guzmán Rubio. ¿Cómo olvidar el mensaje que Borges, Bioy y otros enviaron a Díaz Ordaz para solidarizarse con el presidente luego de la matanza de Tlatelolco? De esas palabras no se arrepintió. Guzmán Rubio cuenta también otra anécdota. Poco después de que Borges recibiera a las madres de los desaparecidos y publicara su carta, caminaba por la calle cuando un coronel lo increpó: “Usted está ofendiendo a las fuerzas armadas.” Borges alzó su bastón y contestó: “Soy ciego, pero no cobarde, retírese inmediatamente o no respondo de mí.” Está anécdota Guzmán Rubio también la sitúa en el lado correcto de la Historia. Pero existe otra anécdota, muy semejante. Borges daba clase en una universidad norteamericana. De pronto un joven interrumpió la clase para pedir que todos salieran porque iba a dar comienzo una manifestación en apoyo a una de las tantas revoluciones latinoamericanas. Borges se negó a dar por terminada su clase. El joven increpó a Borges (no a nombre de las fuerzas armadas sino de la Revolución), y este tomó a ciegas un libro de su escritorio, hizo ademán de arrojárselo y le dijo palabras muy semejantes a las que le dijo al coronel. Supongo que esta otra anécdota coloca a Borges en el lado oscuro de la Historia, en contra de la Revolución. Porque El miembro fantasma es un libro a favor de la Revolución y los que están en contra, ya se sabe, son reaccionarios.
El libro recoge cuatro crónicas: una sobre El Salvador, otra sobre Uruguay y dos sobre Argentina. En los cuatro casos va en busca de las huellas “que la Revolución dejó”. Va tras las huellas del fmln salvadoreño, de los tupamaros uruguayos y de los montoneros argentinos. Va tras las huellas de esos fantasmas. Ya se sabe: en los tres países había gobiernos más o menos disfuncionales, injustos, los guerrilleros se levantaron en armas, los militares reaccionaron con inusitada violencia, se desató el combate, las guerrillas fueron aplastadas por el ejército, se instauraron dictaduras castrenses y, años después, se establecieron democracias en los tres países. Ninguno de los movimientos sociales confiaba en la democracia como vía para modificar la realidad. Para Guzmán Rubio hacer la Revolución estaba justificado (aunque en ningún caso hace el análisis de las sociedades antes de los movimientos armados), los revolucionarios se movían “por ideales”, y todos querían un mundo mejor. No lo dice con claridad, pero querían acceder a un mundo mejor a través de la violencia armada. Está el caso de los tupamaros (“es difícil no sentir simpatía por los tupamaros”, dice Guzmán), ya que al principio eran como Robin Hood, robaban a los ricos para repartir entre los pobres. Cierto, como también lo es que a los simples robos de alimentos siguieran los robos de bancos, los secuestros y los asesinatos. En Alemania grupos terroristas se inspiraron en los tupamaros para realizar atentados contra la población civil. Recuerda Guzmán que el mundo estaba fascinado con los tupamaros, tanto que hasta Costa-Gavras filmó una película inspirado en ellos (Estado de sitio). Recuerdo a propósito una anécdota en la que Gravas contaba que su película se exhibió en muchos países. Cuando se proyectó en un país africano, al momento en que la cinta mostraba al ejército reprimiendo a los guerrilleros, el público aplaudió, para el total desconcierto del director. Y es que no es claro cuál es el centro que determina el lado luminoso y el lado oscuro de la Historia.
Guzmán Rubio viajó a El Salvador, Uruguay y Argentina en busca de “la Revolución que no fue”. El autor nació en 1977. Quizá por ello está ausente de su libro otro fantasma, el de la guerra sucia que emprendió el gobierno mexicano con saña para eliminar a los grupos guerrilleros que surgieron después de la matanza de 1968. El proceso fue parecido: democracia disfuncional, guerrilla, represión, con una gran diferencia: en México el proceso no terminó en dictadura militar. Más aún: uno de los artífices de la guerra sucia (Manuel Bartlett) es hoy miembro prominente del gobierno, sin que se le haya hecho ningún reclamo desde la izquierda. El proceso es más complejo aún. Al comienzo del gobierno actual, presidido por Andrés Manuel López Obrador, el encargado de la Memoria Histórica (papel importantísimo en un gobierno del cambio), Pedro Salmerón, pidió que se reivindicara a los guerrilleros de la Liga 23 de Septiembre. Lo despidieron por su despropósito. Recientemente, en una reunión para organizar un memorial que recuerde a las víctimas de la guerra sucia, el gobierno invitó a un militar como orador, el cual pidió que se incluyeran los nombres de los soldados muertos, para absoluto escándalo de las víctimas.
El miembro fantasma es un libro político y literario. No le hago justicia si dejo de mencionar la parte literaria. Son notables las páginas que el autor dedica a Felisberto Hernández, Carlos Quijano y Silvina Ocampo. Son en cambio muy débiles las páginas en las que se examina a los movimientos revolucionarios. Se le olvida señalar (un verdadero fantasma de este libro) que en todos los casos se trataba de movimientos de inspiración marxista, que su horizonte no era la democracia sino la dictadura del proletariado; soslaya el autor que de haber ganado muy probablemente habrían sumido a sus países en dictaduras sangrientas, como de hecho sucedió en las dos únicas revoluciones que sí triunfaron: Cuba y Nicaragua. En estos países no se instauró la esperanza, no se erigió un mundo mejor. Se levantaron cárceles donde se torturan a los disidentes, de forma no muy diferente a las dictaduras de derecha que se erigieron en Uruguay y Argentina.
Recomiendo mucho la lectura de El miembro fantasma. Su prosa es fresca, clara, aunque su memoria es selectiva y un poco ingenua. Sus atisbos literarios son lo mejor del libro. Nadie sabe si uno vive o piensa en el lado correcto de la Historia. Federico Guzmán Rubio cree que sí es posible saberlo. La Historia es una pesadilla, dijo Joyce, de la que quisiera despertar. ~