El lector tiene la posibilidad de acceder con esta versión de Silvia Acierno y Julio Baquero de El pintor de la vida moderna, de Charles Baudelaire (1821-1867), no sólo a una buena traducción sino a una edición crítica cuidadosa e informada, bilingüe, de uno de los textos capitales del poeta de Las flores del mal. De hecho, el modelo creo que está en las ediciones de la Pléiade: prólogo informado, notas, variantes, bibliografía. Escrito entre 1859 y 1860 y publicado en 1863, el motivo –¿quizás el pretexto?– fue su amistad con el pintor Constantin Guys (1802-1892), cuyas obras y procedimientos nos son descritos en varios de los capítulos. La hipótesis de los editores es que el error de Baudelaire estuvo al elegir a un pintor e ilustrador espontáneo que en realidad era un artista mediocre. No pensó, por ejemplo, en Manet. Pero la importancia de estos textos radica en lo que desvelan por ellos mismos, y que se halla de manera destacada en los apartados “El artista, hombre de mundo, hombre de la muchedumbre y niño”, “El dandy” y, de manera central, “La modernidad”. Sin duda lo que expresa en “La mujer” nos permite conocer mejor la misoginia de Baudelaire, émula de su maestro (en esto y en política) Joseph de Maistre, pero no deja de ser un aspecto que tiende hacia la biografía y no hacia el espíritu del tiempo que se inauguraba. Los editores se hacen eco de la opinión de que Baudelaire no es el padre de la crítica moderna sino el hombre de profundas intuiciones, de estilo apodíctico y apasionado, alguien que no desarrolla las ideas sino que las va dejando sobre el texto en una acumulación impresionista. Pero si no fue un Sainte-Beuve, creo que fue algo más valioso: un escritor extremo y lúcido, que reivindicó la crítica interesada (y por lo tanto, consciente de la imposibilidad final de la objetividad) y que quiso unir a la inspiración del poeta la lucidez de la crítica. Por esto Valéry lo elogió, él que iba a hacer de la lucidez crítica su Beatriz. Baquero y Acierno nos recuerdan que en su crítica artística acostumbra a destacar, a la manera de su maestro Sainte-Beuve, la personalidad del artista por encima, a veces, de las cuestiones formales y del lenguaje pictórico, lo cual nos llevaría a conocerlo mejor a él pero menos a la pintura de su tiempo. Baudelaire fue un poeta romántico que abrió las puertas al simbolismo. Los románticos fueron revolucionarios o reaccionarios. Nuestro poeta pertenece a estos últimos. Sin embargo, es un poeta que abre caminos, que supo ver en la gran ciudad, en la multitud, y en el individuo perdido en ella, lo que Ortega llamaría el tema de su tiempo.
Insertado en el romanticismo, Baudelaire cree en la idea de las correspondencias: el universo es un libro de pilares vivientes en el que oye un acorde, así sea débilmente. Ese neoplatonismo es uno de los lados de la tradición hermética que llega hasta el surrealismo y que Octavio Paz señala con agudeza en varios momentos de su fundamental ensayo Los hijos del limo (1974), y también en “Baudelaire como crítico de arte” (una ausencia en el estudio y en la bibliografía de esta obra, así como De Baudelaire al surrealismo (1933) de Marcel Raymond, que, por cierto, tiene que ver con el citado libro de Paz). Llegamos a la modernidad. ¿Qué es? Hugo Friedrich pensó que la modernidad de Baudelaire implicaba una renuncia a toda tradición (Paz habla de la “tradición de la ruptura” que engendra en cada acto su tradición). Y Robert Jauss hace hincapié en la novedad como el valor central del nuevo arte: la belleza transitoria frente a la eterna, exaltada por el clasicismo. Lo nuevo es, a un tiempo, bizarro, extraño, inquietante.
Vayamos a Baudelaire mismo: de manera clara acentúa, en la reivindicación del arte nuevo, el tiempo presente. Lo bello posee una composición doble: “lo eterno e invariable” y “un elemento relativo y circunstancial”. Este último es imprescindible para apreciar al primero. Esta dualidad, nos aclara, corresponde a “la dualidad del hombre”. El dualismo que se resuelve en el arte implica una noción abstracta, espiritual, y otra concreta, corporal, forjada en lo efímero, en lo contingente, pero que sin duda el arte logra trascender al tiempo que se garantiza su vitalidad. La novedad de la que hablaba Jauss es la señal del presente sin el cual el arte tiende a la abstracción. “Uno no tiene derecho –afirma el poeta– a despreciar o prescindir de ese elemento transitorio […] Suprimiéndolo se cae inevitablemente en el vacío de una belleza abstracta e indefinible”. Más: “Casi toda nuestra originalidad se debe a la marca que el tiempo deja en nuestra sensaciones”. Quien ha desarrollado, a comienzos del siglo XX, esta idea con profundidad filosófica ha sido Antonio Machado a través de sus heterónimos Abel Martín y Juan de Mairena, pero es una relación que hasta ahora, que yo sepa, no ha sido estudiada. Machado habló no tanto de la sensación del tiempo (para apartarse del simbolismo) como de la intuición del mismo, sin la cual las imágenes y metáforas serían un trasiego de abstracciones. Volver a Baudelaire es volver a nuestros orígenes, es hacer del gran poeta y tantas veces crítico lúcido, nuestro presente. ~
(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)