“El resplandor de la madera” de Héctor Aguilar Camín

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La virtud de evocar
Héctor Aguilar Camín,  El resplandor de la madera,  Alfaguara, México, 1999, 470 pp.

Tal vez sea que el esplendor de la Novela de la Revolución dejó una impronta adánica para la literatura del siglo XX mexicano: el mundo se nombra como una encarnación de las fatigas de los poderosos. O al revés, podría ser que la fascinación ante nuestra oligarquía  fuera algo esencial que encontró la forma de ser narrado gracias a los escritores del periodo revolucionario. El caso es que con la publicación simultánea, en 1911, de La majestad caída, de Juan A. Mateos, y Andrés Pérez, maderista, de Mariano Azuela, inició un ciclo literario que encontró su centro en los libros de Martín Luis Guzmán sobre la vida de los guerrilleros en Palacio y la extraña adaptación de sus maneras de campaña a los salones. Hay mucho de inquietante, por lo que tiene de revelación de una forma monolítica de ver al mundo, en este tránsito: con La sombra del caudillo pasamos de la Novela de la Revolución Mexicana a la de la Revolución Institucional.
     El relato político integra en el país un género particular, distinto del thriller de este tipo en otras latitudes. De Fuentes a Loret de Mola, de Agustín a Spota, una buena cantidad de autores ha utilizado esta curiosa épica de la corrupción como una forma literaria específica en que se desarrollan tramas y reflexiones distintas a la pura antropología de los encumbrados. Como las obras policiacas o de ciencia ficción en la narrativa estadounidense, la novela mexicana de oligarcas es vasta y tiene lenguajes, referentes y tics privados que la hacen una corriente más o menos marginal y ciertamente saludable dentro de la tradición.
     El resplandor de la madera, de Héctor Aguilar Camín, pertenece —como sus novelas anteriores— a este género: en lo hondo cuenta la historia de un trepador que confunde su grosera inmoralidad con una forma del heroísmo, y cuya pertinencia literaria radica en que lidia con el poder y sus agentes gracias al ingenio odiseico que le permite desplazarse por las zonas grises del sistema. En la superficie, el libro relata una saga familiar en la que tres generaciones —abuelo, padre, nieto— representan el drama del eterno retorno del fracaso financiero en las puertas mismas de la riqueza. La novedad del libro radica en que está nutrido por la imaginería yuppie de nuestro fin de siglo, tan pobre de hombradas: los personajes en ascenso no son militares venidos a caciques, sino comerciantes que se hicieron empresarios; sus aliados en lugar de matones son abogados y tecnócratas.
     La obra está estructurada en dos relatos estilística y argumentalmente independientes: uno cuenta la vida de Mariano Casares, el abuelo fundador de la dinastía a principios de siglo, y el otro la del nieto que la continúa en sus postrimerías. Ambas narraciones se enlazan en la biografía del padre, que ve sus esplendores en los años cincuenta. Aunque el ardid formal es más bien pobre —abochorna un poco que el prefacio proponga que las historias se pueden leer en orden o por separado—, funciona gracias al oficio del autor, notable por la ligereza y gracia con que hilvana lo que va contando y una hábil distribución de las anécdotas, que mantienen en suspenso al lector hasta la emotiva integración de los tiempos y espacios dispares en que sucede el libro.
     Lo más interesante de El resplandor de la madera es el raro talento de Aguilar Camín para escribir con donaire de dos maneras completamente distintas y hasta opuestas: la historia del patriarca de los Casares está narrada en un lenguaje lleno de ambición poética y la de su nieto en otro, seco, directo y efectivo. El ejercicio es un inteligente alegato sobre el mecanismo de la evocación, que emparenta los funcionamientos de la memoria y lo narrativo: lo que se recuerda está siempre estilizado porque la distancia temporal impone armonías humanas en el mundo material, inabarcable y crespo.
     Es en el tono realista en el que el autor muestra más sobre los poderes de su prosa, no tanto porque esté mejor logrado, sino porque la gesta más o menos legendaria de Mariano Casares remite sin consuelo al estilo tantísimas veces imitado de Gabriel García Márquez.
     No pertenece Aguilar Camín al grupo de los que necesitan medrar de una escritura probada para alcanzar el éxito —Sepúlveda, Allende, Esquivel. Tampoco es un joven preso de la admiración a un modelo —pienso en La eternidad por fin comienza un lunes, la primera novela de Eliseo Alberto. Parece más bien que cierto tipo de fábulas, las que se proponen inventar la fundación americana de América —eso es Macondo y eso es el pueblo de Carrizales en El resplandor de la madera: una villa cuyo nacimiento borra el pecado original de la Conquista—, no pueden prescindir del tono garciamarquiano porque Cien años de soledad, más que una novela, ya es una mitología: un sistema de relatos arraigado tan profundamente en la consciencia que impone pautas incluso retóricas a quien pretende narrar desde sus cercanías.
     En su justamente célebre The Anxiety of Influence, Harold Bloom propuso una teoría de la imitación: la medida del genio por la habilidad de los grandes escritores para vencer a sus influencias. Los aventajados copian y caen frente a sus predecesores gigantescos, pero al hacerlo —como el Lucifer de Milton— crean un mundo literario propio: un infierno. No hay en El resplandor de la madera suficiente combustible para un ardor estilístico de largo plazo. Esto no le resta legibilidad al libro, que a cambio sí representa un engranaje de buena factura en la dispareja tradición de la novela política mexicana, a la que hay que acercarse a sabiendas de que, salvo en casos excepcionales, lo que concede es entretenimiento. –

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