Aunque sería deseable que este libro tuviera éxito, ya que presenta a la opinión pública española un enfoque pragmático de la transición energética inhabitual en nuestro debate público, ojalá que la editorial que lo publica descarte seguir titulando de manera tan prolija: no hace falta dejar tan claro que uno quiere vender. Máxime cuando el libro se defiende solo sin semejante manierismo: si bien se nota a ratos que está construido a partir de los materiales acumulados por el autor en los últimos años, entre los que se cuentan conferencias públicas y artículos de opinión, el volumen resultante posee la coherencia necesaria para despertar el interés del ciudadano preocupado por la transición energética en curso. Y tanto mejor si el lector es empresario o decisor político; pocos debates contemporáneos se han visto tan contaminados por la ideología o el wishful thinking. Si queremos hacer las cosas bien, el pragmatismo defendido en estas páginas resulta más que aconsejable.
Su autor, Nemesio Fernández-Cuesta, no es precisamente un recién llegado. Técnico comercial y economista del Estado, fue secretario de Estado de Energía y Recursos Minerales en el primer ejecutivo de Aznar, además de desempeñarse luego como asesor empresarial de UPyD y ocupar distintos cargos en Repsol. De casta le viene al galgo: su padre fue ministro de Comercio en las postrimerías del franquismo y llegó a ser presidente de Petronor. De ahí que su aproximación a la transición energética se caracterice por el realismo: Fernández-Cuesta se hace cargo de la complejidad del problema que supone reemplazar los combustibles fósiles y no pierde de vista la necesidad de conjugar innovación tecnológica, legitimidad política, justicia social y eficiencia administrativa. ¡Casi nada! A diferencia de lo que sucede con los teóricos que apuestan por diseños utópicos o defienden el ucase coercitivo como única herramienta para la descarbonización, el autor sabe que las sociedades –liberales o no– son mecanismos delicados en los que no pueden imponerse por decreto cambios de gran escala.
Su punto de partida es inequívoco: hay que reducir la cantidad de dióxido de carbono acumulado en la atmósfera. Fijado este objetivo general, ha de evitarse la tentación de vincularlo a otros de diferente naturaleza: si el problema está en el co2, encontremos la manera de reducirlo eficazmente sin pedir al mismo tiempo el final del capitalismo o el abrazo de la autarquía neorromántica. Nada impide a quienes prefieren ir por ese camino defender su posición en la esfera pública o la arena electoral; la deshonestidad radica en afirmar que no puede hacerse la transición energética sin transformar nuestras sociedades por completo. Demasiado a menudo se invierten los términos: quienes desean acabar con la democracia liberal o el capitalismo se sirven de la causa climática como pretexto argumental. Dado que todavía somos mayoría quienes creemos que la libertad personal es un valor irrenunciable y que solo la prosperidad hace posible la distribución justa de la riqueza, concentrémonos en reducir las emisiones para hacer que la sociedad liberal sea sostenible sin por ello dejar de ser liberal.
Para desplegar sus argumentos, sostenidos en todo momento por los últimos datos disponibles, Fernández-Cuesta divide su libro en cinco partes: la primera describe el problema y la segunda expone la solución; en las demás se ocupa de analizar los medios a través de los cuales esa solución habría de aplicarse: la política, las finanzas, los actores. Fiel a su idea de que la descarbonización exige un recto entendimiento del cambio climático, el autor dedica las páginas necesarias a explicar con afán didáctico qué son los combustibles fósiles, de dónde proceden y por qué han sido predominantes en el curso de la modernidad: en 2023, señala, nada menos que el 80% de la energía consumida en el mundo procedía de combustibles fósiles. Sucede que al consumo de energía debemos nuestro desarrollo económico; renunciar a la energía, pues, es inviable.
Pero las cosas son complicadas: las emisiones de dióxido de carbono también se incrementan si se deseca un humedal o se tala un bosque. En una medida variable según los casos, la vegetación absorbe el dióxido de carbono; y lo mismo hacen los mares. Y, a estos efectos, un tejado negro no es lo mismo que uno blanco: reflejar la luz del sol evita la concentración de calor y ayuda a reducir el calentamiento. Es algo que también hacen las nubes; según se nos explicaba hace pocos meses, la reducción del azufre en el combustible de los barcos ha reducido la cantidad de nubes bajas que estos generan, lo que a su vez incrementa la temperatura del mar. Aunque no se trata de una hipótesis demostrada, sirve para poner de manifiesto la complejidad del sistema climático y las dificultades epistémicas con que nos enfrentamos al estudiarlo.
Bajo estas condiciones, de lo que se trata es de reducir el co2 acumulado en la atmósfera; no hay más. Para el autor, la solución está en la tecnología; y tiene razón. Sin embargo, no se trata de decidir por anticipado qué tecnologías son las apropiadas, como hace la Unión Europea cuando señala al coche eléctrico como el destino ineludible de la industria automovilística, sino que procede crear el marco regulatorio y financiero que permita el buen funcionamiento de un mercado competitivo y orientado hacia la innovación. ¡Más Schumpeter y menos planes quinquenales! Ese habría de ser también el criterio para el uso del dinero público: si se electrifican los usos domésticos de la energía, señala por ejemplo Fernández-Cuesta, ¿tiene sentido subvencionar el aislamiento térmico de los edificios? No en vano, suele cometerse el error de ayudar con dinero público a los consumidores con mayor renta, pese a que lo único razonable es limitar los pagos directos –a ser posible por adelantado– a quienes menos recursos tienen para hacer su propia transición energética. Ni que decir tiene que estas ayudas son imprescindibles para evitar la percepción de que el cambio climático lo pagarán sobre todo quienes menos tienen; una percepción que, como es natural, incrementará el voto en favor de los partidos menos proclives a acelerar la transición energética. Fernández-Cuesta es realista: iremos más despacio de lo que habíamos creído. Porque tiempo es lo que necesitan las tecnologías, los reguladores, las administraciones públicas, las empresas y los consumidores. El lector encontrará en el libro una discusión detallada de las tecnologías disponibles, así como de sus limitaciones y obstáculos.
Menos entretenido es el capítulo dedicado a la política climática europea, que recibe las críticas del autor por su carácter dirigista y autolesivo: aunque haya empezado por fin a introducirse cierta mesura en la regulación comunitaria, el influjo del ecologismo radical estaría poniendo en riesgo la competitividad de la industria continental y con ello –aunque no siempre sepa verse– la popularidad de la causa climática. El encarecimiento previsto en los billetes de avión, por ejemplo, compromete el vigor del sector turístico español; apostar por el coche eléctrico sin poseer ninguna ventaja competitiva se antoja un error garrafal. En líneas generales, Fernández-Cuesta prefiere la aproximación estadounidense: de una parte, libertad de mercado en el marco de una regulación que no discrimina entre tecnologías; de otra, créditos fiscales a diez años para incentivar la inversión privada y subvenciones directas a familias de renta media y baja. Habrá que ver si el gobierno federal mantiene este enfoque durante la presidencia de Donald Trump.
Su regreso al poder es asimismo un obstáculo para la aplicación del sano pragmatismo geopolítico defendido por el autor: sugiere que nos olvidemos de las multitudinarias conferencias sobre el clima y busquemos en cambio el acuerdo entre los pocos actores –Estados Unidos, China, India, Unión Europea, Japón y Corea del Sur– que concentran el 60% de las emisiones; si a ellos se suman los petro-Estados –Australia, Canadá, Sudáfrica y Colombia–, ya se alcanza el 80% de las emisiones mundiales. España tiene una buena oportunidad: como subraya Fernández-Cuesta, buen conocedor del paño nacional, el aprovechamiento del sol y el viento pueden convertirnos en un país con abundante energía barata siempre y cuando se hagan bien las cosas. Eso, claro, está por verse; como casi todo lo demás. La buena noticia es que este libro oportuno y didáctico permitirá a cualquier ciudadano saber a qué atenerse en las décadas venideras: no es poca cosa. ~