Un trastorno propio de este país, de Ken Kalfus

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Después de The Commisariat of Enlightenment (2003), su magnífica novela sobre la muerte de Tolstoi, el escritor norteamericano Ken Kalfus se ha sumado, con Un trastorno propio de este país, al numeroso grupo de escritores dispuestos a narrar la tragedia del once de septiembre y sus secuelas traumáticas. A estas alturas, hay para escoger en la forma en que los novelistas han entramado los hechos: el arco dramático va desde la versión trágica de Don DeLillo (El hombre del salto) hasta la ingenua de Jonathan Safran Foer (Tan fuerte, tan cerca). En buena parte de estas novelas, lo que predomina es el tratamiento reverencial, solemne, del tema; quizá no se tiene la perspectiva suficiente para ser irreverente. Quizá hace falta que pase un buen tiempo para que alguien haga con lo ocurrido lo que hizo Joseph Heller con la Segunda Guerra Mundial en Trampa 22. Hasta ahora, el mejor ejemplo es The Zero (2006), la brillante sátira de Jess Walter. Se agradece, entonces, que Kalfus se haya decidido por la comedia negra.

Un trastorno propio de este país tiene un comienzo prometedor: Joyce se entera de que dos aviones se estrellan contra el World Trade Center y, como su marido Marshall tiene su despacho en el piso ochenta y seis de una de las torres, se alegra ante la posibilidad de que él haya muerto; en ese momento, ella y Marshall se hallan enzarzados en un divorcio feroz. Pero Marshall se salva, y a partir de ese momento asistimos, de manera paralela, a la lucha a muerte entre Joyce y Marshall –con sus dos hijos pequeños, Vic y Viola, en el medio–, y a los intentos desesperados de los Estados Unidos por lidiar con el ataque terrorista. Son muchas las novelas que han extraviado el camino intentando una analogía fácil entre lo que ocurre en un microcosmos y lo que significa para toda una sociedad (digamos, las luchas de una familia como sinécdoque de la desintegración de un país); por eso, la perspectiva elegida por Kalfus es peligrosa: ¿debe el lector encontrar una relación directa entre el divorcio de una pareja y la relación de Estados Unidos con el mundo?

Por suerte, Kalfus no carga las tintas, y si bien el divorcio y la guerra contra el terror siguen su propia, retorcida lógica, la fuerza de la analogía se debe a que ésta se mantiene implícita durante casi toda la novela. A veces, estos mundos se tocan y todo se torna explícito, como cuando, en una de las escenas más cómicas, Marshall sigue las instrucciones de un sitio web en árabe y se convierte en un “hombre bomba” dispuesto a detonarse junto a Joyce y sus hijos; los cartuchos de dinamita no explotan y Joyce, solícita, trata de ayudarlo; al fracasar en su intento, ella convierte eso en una razón más para su desprecio: “Nunca llegas hasta el final en nada; eso es lo que te pasa”.

Kalfus tiene una mirada aguda para captar la atmósfera de un país confundido por el ataque. Joyce se viste de gris y negro porque ahora los estadounidenses viven en “tiempos serios” y “la moda no se llevaba esos días”. Los restaurantes afganos en Nueva York cuelgan banderas estadounidenses a la entrada para demostrar su patriotismo. Los agentes del FBI están por todas partes, revisando bolsos y carnés de conducir; uno de ellos dice: “No hay que quedarse de brazos cruzados, tiene que parecer que hacemos algo”. Una amiga de una amiga de Joyce se acuesta con desconocidos; es el “‘sexo del terror’. Ahora, todo el mundo necesitaba algo: liberación o restitución, o tan sólo un reconocimiento de que sus vidas habían cambiado”. En ese clima, sí se pueden entender las diversas estratagemas urdidas por Joyce y Marshall para hacer daño al otro como parte inevitable del “divorcio del terror”.

A medida que avanza la novela, el tono de comedia se entremezcla con una narración más solemne. Con la inminencia de la guerra en Irak llega la inminencia del divorcio. Joyce, una vez divorciada, ya no puede acordarse de cuáles eran las razones que habían motivado la separación. La guerra se gana con facilidad, Marshall comienza a trabajar en otra empresa. Y Kalfus, entonces, decide abandonar su tono satírico y demuestra, en un final deplorable, que a él también la reverencia ante el dolor le puede ganar la partida: Osama Bin Laden ha sido atrapado. La gente sale a festejar a las calles y se dirige a la Zona Cero: “El inmenso vacío del agujero abierto en la ciudad se llenaba de enardecida algarabía y de sueños humanos”. Uno entonces recuerda a Safran Foer, que hace que en su novela Tan fuerte, tan cerca Oskar Schell, el niño protagonista, quiera, sentimental él, que la flecha del tiempo cambie de dirección para que los muertos del World Trade Center vuelvan a la vida. A la hora de narrar los hechos relacionados con el once de septiembre, a los novelistas norteamericanos, incluso a los de comedia negra, todavía les tiembla el pulso: resulta tentador que tanta tragedia desemboque en una muy obvia y freudiana fantasía de cumplimiento de un deseo. ~

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(Cochabamba, 1967) es escritor. Su libro más reciente es Los días de la peste (2017).


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