Dime cuándo abandonas la lectura de un libro y te diré cómo eres

Desde los que se obligan a terminar todos los libros que empiezan hasta quienes los descartan sin miramientos al menor disgusto: una clasificación de los lectores según qué tan abandónicas son sus costumbres.
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Hace poco hablamos por aquí, un poco lateralmente, de la peliaguda cuestión de cuándo abandonar la lectura de un libro. Por un lado, teniendo en cuenta todo lo que hay para leer, reivindicamos el derecho “a no terminar un libro”, incluido entre los “Derechos del lector” proclamados por Daniel Pennac. Pero también, por el otro, elogiamos el esfuerzo de aburrirse un poco con ciertas lecturas: ese es, en ocasiones, el precio que se debe pagar para acceder a la satisfacción final. El caso es que, me pareció, el asunto merecía que fuéramos un poco más allá.

De modo que, a partir de las respuestas a una pequeña consulta que hice entre amigos y conocidos, me animé a establecer una clasificación de los lectores en función de cuándo abandonan la lectura de un libro. Sepan disculpar, si son tan amables, las arbitrariedades en las que me he permitido incurrir.

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Un primer grupo lo constituyen los que podríamos llamar los lectores obligados: aquellos que se fuerzan a llegar al final aunque el libro no les guste. La mayoría, además, podrían englobarse en el subgrupo de los obligados culposos: no dejan los libros porque esto les produce “una especie de culpabilidad ridícula”, como expresó alguien. Otra persona calificó esta imposibilidad de abandonar un libro como “una maldición”.

La culpa a veces se deriva del costo del libro. Tanto si se pagó mucho dinero por él como si resultó muy difícil de conseguir, pareciera que no se puede abandonar así como así. En otros casos, el factor determinante es que la obra haya llegado como una recomendación puntual por parte de alguien cuya opinión se respeta mucho. “Me hace pensar que soy yo quien no lo sabe apreciar o no lo comprende, y eso me hace persistir más de lo necesario”, me señaló alguien.

También podríamos hablar de los obligados críticos. Para ellos, el esfuerzo de acabar un libro es el precio que pagan para después poder criticarlo con absoluta legitimidad. “Siento que no soy justa si no le doy todas las oportunidades”, me dijo una amiga. Otro subgrupo es el de los obligados escritores: quienes nos dedicamos al oficio de la escritura sabemos que hay ciertos libros que hay que leer, o haber leído, al menos para saber qué no hacer. También están los obligados saltadores, que llegan hasta el final del libro saltando partes, leyendo en diagonal, omitiendo la lectura de fragmentos cada vez más extensos a medida que aumenta el desagrado o el desinterés. Quizás la subcategoría más simpática sea la de los obligados ilusionados: la gente que sigue adelante con la expectativa de que en algún momento la cosa mejore. Aunque esto también podría verse como miedo de perderse algo bueno por no haberle dado las suficientes oportunidades. ¿Cuánto placer nos perderíamos si abandonásemos las historias al primer disgusto?

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El segundo gran grupo es el de quienes abandonan los libros sin miramientos. Llamémoslos abandonadores. En cuanto descubren que lo que están leyendo no los atrapa, no los entusiasma, les hace perder el interés o, en el peor de los casos, está mal escrito, los dejan y ya. Hay abandonadores intuitivos: “En un momento determinado sé que ese libro no merece mi tiempo”, me dijo un lector. No creo que nadie abandone un libro a causa de un detalle puntual, pero un error, un cliché, una incoherencia, un rasgo demasiado presuntuoso o simplemente advertir el propio aburrimiento pueden ser la gota que rebalsa el vaso de la lectura.

Luego están los que, a falta de un nombre mejor, podríamos designar como abandonadores estadísticos: gente que tiene sus propias reglas –más o menos flexibles– acerca de cuántas páginas (hay quienes hablan de cincuenta, otros más generosos que dicen cien, otros tan exigentes que con quince les basta), o cuántos capítulos, o qué porcentaje (suele andar entre 20 y 30) le dan como oportunidad al libro para merecer su lectura. Que la historia se pueda poner buena en la página siguiente al ultimátum es un riesgo que estos lectores eligen correr.

Por otra parte, no creo exagerada la expresión abandonadores compulsivos para aquellos que padecen una especie de trastorno psicológico que los motiva a empezar muchas cosas y luego dejarlas inconclusas. Un problema vinculado con la ansiedad y el temor a que las cosas se terminen.

El caso es que muchas personas destacan que fueron asumiendo una actitud cada vez más abandónica con el paso del tiempo. La razón parece evidente: cuantos más años tenemos, más conscientes somos de que nuestra vida es finita y que las horas que le dedicamos a un libro son horas que no le dedicamos a ningún otro…

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El tercer grupo es, a mis ojos, el más interesante: el de quienes establecen tal relación con los libros que su lectura fluye con tanta naturalidad como un río sobre su cauce. No se me ocurre otro modo de llamarlos que naturalistas (acepto sugerencias). A veces “el libro me abandona a mí”, me dijo un lector. Ocasiones en que, al volver al libro, uno tiene que volver muchas páginas atrás para retomar su lectura. O cuando lo ve donde lo ha dejado tras la última sesión de lectura y se da cuenta de que prefiere seguir con otra cosa. O algo que les ocurre a quienes suelen leer varios libros a la vez: simplemente se olvidan de uno de ellos.

Algunas personas tienen rituales de lo más curiosos. Una chica me dijo que, cuando abandona el libro, le deja el señalador entre sus páginas. “Como una mancha”, agrega. “Y los dejo fuera de mi biblioteca. En algún lugar bien visible, como para que tomen sol y maduren cual fruta verde. Sí, no tiene ninguna lógica, pero creo que deposito en ese acto algo de esperanza”. Otra persona me reveló su “estrategia mágica”: “Escondo el libro lejos de mí. Si reaparece de la nada, sin que lo busque, es una señal. No importa si el libro es malo: tendrá algo que decirme”.

No faltan los que les atribuyen a los libros cualidades humanas, o comparan la relación con ellos con relaciones de pareja. “Es un proceso sin reglas definidas –me dijo un lector–. Como con una novia: uno no planea dejarla tal día. Las cosas se van dando solas, hasta que de repente te encontrás buscando otra… o con otra”. Una conocida me dijo que, como lee varios libros a la vez, “no le cuesta hacerse la distraída” cuando quiere abandonar alguno. Otra, que se da cuenta de que “no da para más” cuando la sola idea de agarrar el libro le da bronca. Y otra, que hay ciertos libros que le parecen tan malos que los lee enteros de la rabia que le dan. Y reflexiona: “Evidentemente, al menos en un primer momento, debo haber tenido algo en común con esos libros que tanto odié pero que decidí terminar de todos modos. Quizás era un odio mutuo y los libros también querían que todo terminara pronto”.

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Toda esta taxonomía, claro, no está hecha de compartimentos estancos. La mayoría de nosotros hemos sido algunas veces lectores obligados y otras abandonadores, con todas sus variantes, y muy a menudo naturalistas… Y también esperanzados, que es la categoría que he querido dejar para el final. Consiste en no considerar el abandono de ningún libro como definitivo. Podemos apartarlos de nuestro camino, regalarlos, sacárnoslos de encima. Pero ¿quién sabe si no querremos volver a ellos algún día? No sabemos qué será de nosotros, en qué nos convertiremos, por el abismo de qué contradicciones nos deslizaremos, qué nos irá a gustar. Como me dijo un amigo muy querido: “Creo que no abandono nunca los libros. Los ‘estoy leyendo’ para siempre”. Me parece –incluso cuando se trata de libros que no nos gustaron nada de nada– una visión positiva. Una alternativa optimista.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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