Jorge Herralde, el Ășltimo mohicano

El fundador de Anagrama, editorial que cumple cincuenta años, encarna una forma de entender la literatura que tal vez se extinguirå con él.
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Jorge Herralde no es un simple editor, sino una leyenda. Una leyenda con una cara luminosa y deslumbrante, y otra hermética e irónica. Un día en la vida de un editor no es un libro de confesiones, pero contiene discretas confidencias. Anagrama es una de las editoriales que mås ha aportado a la cultura española. Su labor ha enriquecido a varias generaciones, publicando a autores esenciales o descubriendo vastos continentes, como la obra de Roberto Bolaño.

Sin embargo, lo mĂĄs interesante del libro de Herralde no es la crĂłnica de los hallazgos y las penalidades de la editorial, objeto de secuestros e insidiosas censuras durante los años del franquismo, sino el punto de vista literario y humano. Un dĂ­a en la vida de un editor es el autorretrato de un hombre que nos escamotea su intimidad, pero que desliza –tal vez inadvertida, maliciosamente– ciertas revelaciones. Ese murmullo de fondo imprime una coherencia que parecĂ­a inconcebible en una obra tejida a base de retales y fragmentos.

ÂżQuĂ© nos cuenta Herralde de sĂ­ mismo? De entrada, nos advierte de la supuesta insignificancia del libro que tenemos entre las manos: “los libros de editores o sobre la ediciĂłn interesan muchĂ­simo a poquĂ­simas personas”. Ya se sabe que la modestia es el tributo que la vanidad rinde al decoro. Herralde no ignora la trascendencia de su figura, pero sabe que en “un paĂ­s de cabreros” (por utilizar las palabras de Juan MarsĂ©) los editores y los autores apenas ocupan un espacio marginal. DespuĂ©s de esta aclaraciĂłn, nos refiere que suele levantarse a las nueve y media. En una sociedad que madruga, siempre es gratificante toparse con hĂĄbitos bohemios. Herralde se justifica tibiamente, alegando que nunca apaga la luz antes de las tres o las cuatro de la mañana. He de admitir que esa rutina despierta mi simpatĂ­a, pues siempre he considerado que los noctĂ­vagos son criaturas subversivas, espĂ­ritus rebeldes e inconformistas.

No me sorprende que Herralde confiese escribir a mano: “Me quedĂ© en la era del bolĂ­grafo”. En la era digital, escribir a mano no es signo de inadaptaciĂłn, sino una forma de resistencia contra una sociedad que ha sacrificado el buen hacer al vĂ©rtigo de la inmediatez. Herralde suele reservar las horas que preceden al sueño para los diarios y las memorias. Siente especial aprecio por los diarios de Gide, un autor injustamente olvidado por la posteridad. Lejos del chisporroteo banal de lo Ășltimo y novedoso, Herralde puebla la tierra de nadie que separa la vigilia del sueño con un clĂĄsico intempestivo y sumamente incorrecto. Enredado de lunes a viernes en viajes, presentaciones, congresos, entrevistas y otras tareas similares, se recluye en casa los fines de semana. BolĂ­grafo en mano, lee manuscritos, retrasando la hora de comer hasta las cuatro o las cinco de la tarde. Decididamente, sus costumbres no son las de un empresario, sino las de un vĂĄstago de Jean Floressas des Esseintes que disfruta viviendo Ă  rebours.

“Partidario de la felicidad”, Herralde confiesa excesos puntuales con el tequila y el vodka, pero no es Carlos Barral. Carece del impulso autodestructivo de los alcohĂłlicos. Saludablemente anticlerical, estudiĂł con los Hermanos de la Doctrina Cristiana, donde coincidiĂł con Luis Goytisolo. Se hicieron amigos de inmediato. Obligados a asistir a la misa de los jueves, los dos permanecĂ­an sentados cuando sus compañeros formaban una fila para comulgar. Durante las postrimerĂ­as del franquismo, Herralde se bañó en las aguas del trotskismo, el maoĂ­smo, el anarquismo y el guevarismo. Anagrama surgiĂł en 1969 como una editorial comprometida con el ensayo de izquierdas, revolucionario y anticapitalista. Un dĂ­a en la vida de un editor incluye fotografĂ­as del joven Herralde participando en manifestaciones contra la dictadura. Con el pelo largo y levemente ondulado, parece un integrante de Deep Purple o Pink Floyd. No es menos interesante la fotografĂ­a en la que aparece paseando con Patricia Highsmith, que fuma con gesto neurĂłtico. Con un cigarrillo en la mano, Herralde tiene un situado a medio camino entre el hĂ©roe existencialista y el devoto seguidor de las enseñanzas de Carlos Castañeda.

Entre los libros prohibidos por la censura, Herralde cita los Cantos de Maldoror, de Lautréamont, y Sobre el hachís, de Walter Benjamin. En cuanto a los éxitos, destaca La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Me pregunto si su fervor por un autor que se suicidó al no encontrar editor esconde un inconsciente propósito de expiación por los originales rechazados. Me atrevo a aventurar que Herralde es un espíritu demasiado pagano para experimentar nefandos sentimientos de culpa. Ese mismo talante explica su elogiable compromiso con los derechos de la mujer, la libertad sexual y su oposición militante contra el neoliberalismo y la globalización. Hincha del Barça, sería excesivo atribuirle la etiqueta de antisistema, pero estå claro que no se siente cómodo con los vientos reinantes: populismo, nacionalismo, capitalismo salvaje.

Su sentido del humor le mantiene alejado de cualquier dogmatismo. Su prosa elegante y ecuĂĄnime delata cierto dandismo atemperado por el humor. Su magnĂ­fico ensayo sobre Wodehouse, Evelyn Waugh y Tom Sharpe acredita su anglofilia, un vicio que prohĂ­be cualquier concesiĂłn a la solemnidad o el adoctrinamiento. No es su Ășnico vicio. ApropiĂĄndose de unas palabras de Valery Larbaud, se declara adicto al “vicio impune” de la lectura. QuizĂĄs por “una anomalĂ­a genĂ©tica”, su entusiasmo por el libro nunca ha declinado. Descendiente de una familia bilbaĂ­na de empresarios metalĂșrgicos, solo cree en la “felicidad imperfecta”. No fantasea con la inmortalidad ni con quimĂ©ricas resurrecciones, pero no le habrĂ­a molestado ser Diderot, Gutenberg o Espartaco. No oculta su admiraciĂłn por Messi y Obama, ni su consternaciĂłn por la trĂĄgica muerte de los inmigrantes que huyen de la miseria y la guerra. Si tuviera que escoger un epitafio, copiarĂ­a el de Marcel Duchamp: “Se mueren los otros”.

Lector de Sartre en su juventud, no reconoce otra patria que la lectura. Eso sĂ­, ama Barcelona y no se imagina viviendo en otro lugar. Su interpretaciĂłn de la realidad cabe en una frase de Bolaño: “El mundo estĂĄ vivo y nada vivo tiene remedio y esa es nuestra suerte.” Herralde nos hurta la caja negra de su biografĂ­a, pero nos dice suficiente para conocerlo. “Novelista al revĂ©s”, segĂșn Adam Thirlwell, reivindica su “legĂ­tima rareza” (RenĂ© Char) como editor y como escritor ocasional. Un dĂ­a en la vida de un editor es una obra imprescindible para conocer los avatares de la cultura española durante el Ășltimo medio siglo. AdemĂĄs, nos brinda la oportunidad de aproximarnos a un hombre apegado al decoro y proclive a la ironĂ­a, que ha trasladado a sus textos autobiogrĂĄficos la enseñanza fundamental de la buena literatura: nunca hay que contarlo todo. Jorge Herralde es el Ășltimo mohicano. En el mundo de la ediciĂłn, encarna una forma de entender la literatura que tal vez se extinguirĂĄ con Ă©l.

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es crĂ­tico literario.


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