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La espina de los días, fósil

Cualquiera que transcriba sus sueños sabe que cuanto más se cultive el hábito, más fácilmente se recuerdan. Hay que tener un cuaderno en la mesilla, para ponerse a escribir estando todavía en el tren de vuelta.
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Soñar me encanta y, cuando me meto en la cama, la perspectiva de una nueva e inminente aventura renueva el placer del día o bien puede salvarlo, cuando ya a esas horas se ha revelado como poco interesante. Incluso cuando me despierto por una pesadilla, cuando llego a calmarme me alegro o asombro de que los seres vivos, no sé hasta qué círculo de sofisticación evolutiva, soñemos; tengamos asegurado un rato de fuga estrafalaria de utilidad desconocida. No sé cómo se podría demostrar que sea falsa la vieja idea de que llevamos dos vidas paralelas, y que cada vez que soñamos retomamos una de ellas donde la dejamos la noche anterior, igual que hacemos cada mañana con la vigilia. Pero tampoco sé cómo podría desarrollar un yo soñante que le diese más enjundia a lo soñado, quizá que acercase su textura de necesidad a la de la vida cotidiana, que parece más traída por los pelos. Pero por qué iba a desear eso. Por supuesto lo que me gusta es acordarme, o más exactamente es en el recuerdo del sueño donde puedo reconocer el placer de soñar.

Tengo la costumbre de apuntar lo que he soñado nada más despertarme. Tengo además la tendencia a interrumpir de pronto mis costumbres y a dejar pasar semanas antes de retomarlas. Cualquiera que transcriba sus sueños sabe que cuanto más se cultive el hábito, más fácilmente se recuerdan. Hay que tener un cuaderno en la mesilla, para ponerse a escribir estando todavía en el tren de vuelta. Si lo primero que se hace es coger el teléfono, el sueño se desvanece. Mi letra en esos cuadernos es muy mala, porque echo mano del cuaderno cuando estoy todavía en la cama y no tengo dónde apoyarlo, así que lo apoyo en el aire (aunque ahora pienso que esa postura es muy apropiada, bachelardianamente hablando, para transcribir los sueños). Pero esas páginas en las que apunto los sueños son casi el único sitio donde sigo desarrollando un pensamiento a mano. 

A lo largo de mi vida he dado una función distinta a esa costumbre. Traté de seguir el método de la imaginación activa tal como lo explica Barbara Hannah: en la vigilia, tratamos de mantener una conversación con un personaje que ha aparecido en el sueño, para que no se desvanezca y nos ayude a internarnos en el inconsciente. Creo que también sirve para aprender a mantener cierta confianza en la vida en las épocas o los momentos en que todo parece brumoso y nos sentimos como ingrávidos. A modo de oráculo, para distinguir qué es lo que nos importa de una situación, cuando no alcanzamos a reconocerlo. Para distraernos del pensamiento analítico y para practicar el análisis enloquecido, otra actividad encantadora por lo inútil. Dicen que no sirve para mantener una conversación porque a nadie le interesan otros sueños que los suyos, pero yo recuerdo imágenes de sueños ajenos que me han contado. Para tomar decisiones desastrosas basadas en mensajes indescifrables. Para especular con que, así como aparentemente lo que vivimos influye en lo que soñamos, también se da la influencia inversa. Para aceptar que las cosas se escapen antes de revelar todo su secreto. Y cuando se relee un cuaderno de sueños de años pasados, para dar con la espina dorsal de los días, fósil.

Hace poco saqué de debajo de la cama una caja donde guardo, entre otras cosas, muchos de esos cuadernos. Llevaba meses sin apuntar lo que soñaba y por tanto olvidando a diario la vida nocturna, apenas recordando a algún personaje. Pero en cuanto dejé de descansar encima del registro de mis sueños pasados, volví a recordar los nuevos, que llegaban armados y vistosos como óperas despampanantes, como liberados de un peso teórico. Así que fui a comprar el cuaderno que necesitaba, primero probando en las tiendas que encontraba por el camino, aunque me pareció que han desaparecido muchas papelerías, hasta llegar por fin a mi segundo proveedor preferido. Cuando volvía dando un paseo al sol me topé con unos puestos de libros de segunda mano. No había muchas cosas interesantes, pero uno de los modestos lomos blancos era la biografía de Max Brod de Kafka en la edición antigua de Alianza, así que lo saqué. Por un prurito ahorrador y porque ya no me caben los libros ni debajo de la cama y porque presumí que el librero no aceptaría tarjetas, devolví el tomo a su sitio. Pero entonces miré en la cartera y encontré un billete de diez euros, y recordé que desde hace tiempo tengo un billete de diez, nuevo y bien planchado, en un ejemplar de La muralla china, también de Kafka y también en Alianza, que no recuerdo cómo llegó allí y que todavía no había gastado. Entendí que Franz me estaba regalando el libro que le escribió su amigo, así que me lo llevé.

Kafka escribió El proceso, que adaptó Orson Welles, que dirigió también Ciudadano Kane, que transcurre en una mansión llamada Xanadú, que recordó en un poema (“In Xanadu did Kubla Khan…”) Samuel Taylor Coleridge, que escribió lo del hombre que al despertar tras haber soñado que estaba en el Paraíso encontraba que tenía aún la flor en la mano, así que quizá apuntar los sueños me haya servido para comprender lo incomprensible que había ahí y que anima todo esto.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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