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Entre los trece y los quince años casi no leo nada, salvo cómics (El Hombre Araña, que ahora puedo leer en inglés, sigue siendo mi favorito). ¿Será en parte por eso que recuerdo esta época como una etapa más bien sosa? Curso la secundaria, pero sin mayor entusiasmo; la escuela y el estudio han dejado de ser la motivación que eran en la primaria. Por primera vez, además, me cuestan trabajo algunas materias, como la química o la informática. Veo demasiada televisión (mi serie favorita es Los años maravillosos, que cuenta retrospectivamente la adolescencia de un joven norteamericano, Kevin, y sus amigos Paul y Winnie Cooper) y juego Nintendo y Sega.
Creo que buena parte de la retrospectiva grisura de esos años tiene que ver con que no he descubierto todavía mi vocación de lector y no tengo realmente ningún otro interés genuino. Me limito a pasar el tiempo y aburrirme lo menos posible. La niñez, con sus aspectos luminosos y oscuros, ha terminado, y la juventud, como etapa de renovación y definición, no ha empezado aún. La falsa etimología de adolescente como aquel que adolece o le falta algo sería en este caso cierta. Sin embargo, todo está a punto de cambiar. Es 1992, annus mirabilis.
Un día, Alfonso –el amigo con el que jugaba futbol y que ahora estudia Letras– llega a casa con un libro, La tumba de José Agustín, e insiste en que lo lea. Alfonso había descubierto la literatura en la preparatoria con García Márquez y ya desde entonces, antes de salir a jugar futbol y para exasperación mía y de Valentín, nos obliga a escuchar el inicio de Cien años de soledad o algún otro pasaje. Lo aguantamos solo porque sabemos que la lectura del fragmento es la condición para salir a jugar. A partir de entonces y durante algunos años muy intensos, Alfonso, que tuvo un papel decisivo en mis primeras lecturas, se aparecerá constantemente en mi casa con un libro y la frase: “Lee esto” o “Tienes que leer esto”.
En mi habitación he dispuesto un rincón en el piso con cobijas, almohadas y cojines en el que me gusta tirarme a leer, escuchar música, tomar siestas o no hacer nada, simplemente ver el techo. Allí, echado, leo La tumba. Me gusta. Nada qué ver con Alicia, el Quijote o Sherlock Holmes. El protagonista es un adolescente, como yo, aunque ciertamente tiene una vida mucho más ajetreada que la mía. La novela despierta mi curiosidad y pregunto en casa si no tendremos otro libro del autor. Sí tenemos: De perfil (Joaquín Mortiz, México, 8ª edición, 1980).
Es un libro grueso (355 páginas), con el lomo verde, muy arrugado, y una pintura abstracta en la portada, una especie de óvalo, mitad color verde claro y mitad puntos negros, con una raya negra partiéndolo a la mitad. La Serie del Volador, con su formato de bolsillo y lomos de colores, se convertirá en una de mis primeras colecciones fetiche (luego vendrán los Libro Amigo de Bruguera, El Ojo sin Párpado de Siruela, Panorama de Narrativas de Anagrama, El Acantilado y mucho después la Bibliothèque de la Pléiade, la Biblioteca Adelphi, The I Tatti Renaissance Library…). Desde luego, a mí no me han tocado las épocas doradas de la colección, los años sesentas y setentas, pero en la casa había varios y todavía podían conseguirse fácilmente en librerías de uso. Allí leeré, además de José Agustín, a José Emilio Pacheco, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Gustavo Sainz, Sergio Galindo, Carlos Fuentes, y buena parte de la mejor narrativa mexicana de la época.
“Detrás de la gran piedra y del pasto, está el mundo en que habito”. Así empieza De perfil, y el mundo que habita su protagonista no es muy diferente al mío. Tal vez esa es la principal novedad que me aporta el descubrimiento de José Agustín: la literatura puede tratar de realidades como la mía y personas como yo. No era el caso, obviamente, de Alicia, el Quijote o Sherlock Holmes. El personaje de la novela está a punto de entrar a la prepa, yo estoy a punto de entrar a la prepa; se siente un “arrinconado”, yo también, y está ansioso de que le empiecen a ocurrir cosas, igual que yo y todo adolescente. Desafortunadamente, yo no me voy a acostar con Queta Johnson, la vocalista de la banda los Suásticos, como sí hace el narrador, pero sus peripecias servirán en otras ocasiones de reflejo de las mías o de vehículo de mis fantasías.
De perfil se convierte de inmediato en mi clásico adolescente. Busco y leo otros libros de José Agustín (Ciudades desiertas, El rock de la cárcel, entre otros), pero ninguno tiene el efecto de este. Me gusta, sobre todo, la primera mitad (justo hasta que se acuesta con Queta), y algo menos el resto, con los líos de política estudiantil y algunos experimentos verbales que me desconciertan. Me divierte el lenguaje coloquial, desenfadado, los diálogos ágiles e irónicos (“Hola –dijo, secamente, Voz Aflautada. / –¿Quién habla? / –Adivina. / –Me muero por hacerlo, ¿será, acaso, el fantasma de las nueve y media?”), los juegos de palabras (como aquel personaje de nombre Hacedor de Plática/Hacedor de Cháchara/Hacedor Didioteces/Hacedor de Innúmeras Estupideces…), etc. En aquel entonces no advierto ni valoro la notable precocidad narrativa del autor, que publicó La tumba a los diecinueve y De perfil a los veintidós (claro, yo tengo dieciséis, así que no me asombra, ni siquiera reparo en ello). Me temo, sin embargo, que no se es tan precoz impunemente, pues a la edad en que la mayoría de los novelistas comienza a escribir sus mejores obras, en sus treintas o cuarentas, José Agustín parecía agotado.
Al mismo tiempo, como ya recordé, empiezo a cursar la preparatoria. Asisto al antiguo Colegio Preparatorio de Xalapa, mejor conocido como prepa Juárez, que cuenta con una extraordinaria y vetusta biblioteca, con largas mesas de madera e imponentes libreros, en donde, de hecho, pasaré la mayor parte del poco tiempo que estaré ahí. Yo, que había sido un estudiante modelo y bien portado, de pronto empecé no solo a desinteresarme de la escuela, sino francamente a rebelarme. Faltaba a clases y, si entraba, era más que nada para cuestionar y exhibir al profesor. Solía sentarme hasta atrás, naturalmente, haciendo ostensible mi desdén por todo lo que ocurría en el salón. Comprensiblemente, más de un maestro comenzó a alucinarme y no tardé en ser catalogado como conflictivo. Solo los profesores de Lógica e Historia, en cuyas clases mostraba un genuino interés, me tenían cierta simpatía, y quizá el de Física, al que un día sorprendí leyendo Dublineses de Joyce y al que desde entonces traté con consideración.
Empecé por esa época a usar el cabello largo y, en una ocasión, el director –gordo y calvo– me paró en el pasillo y exigió que me lo cortara si no quería que me prohibieran la entrada. Otro día, la orientadora vocacional de la escuela, devota lectora de libros de autoayuda, en especial de Og Mandino, autor al que nos recomienda fervientemente, me manda llamar a su oficina y pregunta si quiero que me echen de la preparatoria y ser un fracasado. Yo, que había sido un niño amable y sociable, me convertí en un adolescente hosco y áspero, aun para estándares adolescentes. Encuentro a la mayoría de mis compañeros aburridos y estúpidos y no me molesto en ocultarlo. No sé cómo, sin embargo, me las arreglo para hacer un amigo, David, con quien comparto lecturas y música (somos devotos del rock clásico y particularmente de Eric Clapton), y estamos convencidos de que la preparatoria se divide en dos grupos: nosotros dos y el resto. Naturalmente, una de las primeras cosas que hice fue obligarlo a leer De perfil. Después de la prepa, coincidiríamos parcialmente en la universidad, él estudiando Antropología y yo Letras, pero entonces nos limitamos a saludarnos cuando nos topamos. Luego no supe de él en veinte años, pero hace poco, de vuelta en Xalapa, me lo topé, apenas cambiado. Quedamos de tomar unas cervezas y previsiblemente acabamos en la madrugada en mi casa escuchando Savoy Brown y Eric Clapton. Este capítulo de rock y literatura está dedicado al amigo perdido y reencontrado.
Tengo la impresión, no sé si equivocada, que se sigue menospreciando un poco la obra de José Agustín. Incluso algunos lectores que se acercaron a la literatura con sus novelas luego eligen omitirlo u ocultarlo de sus biografías lectoras: “empecé leyendo a Valéry…”. De perfil es, de hecho, una novela adolescente y juvenil, que se disfruta en esa etapa como no creo que pueda ser disfrutada después, pero no veo por qué una obra que habla directamente a la adolescencia, como hay otras que hablan a la infancia o a la vejez, deba ser puesta en un segundo plano. Mi autobiografía de lector no estaría completa sin ella.
(Xalapa, 1976) es crítico literario.