La primera versión en español de Hamlet nos llegó a finales del siglo XVIII por la mano traductora de Leandro Fernández de Moratín. Dramaturgo también, escribe un prólogo en el que lo mismo celebra las virtudes de la obra, que critica lo que a él le parecen graves defectos. Habla de “accidentes inoportunos”, “episodios mal preparados e inútiles” y de “diálogos groseros capaces de excitar la risa de un populacho vinoso y soez”. Moratín dice que Shakespeare complica sin necesidad los nudos, y “los rompe de una vez, no los desata, acumulando circunstancias inverosímiles que destruyen toda ilusión”. Como traductor, dice que debió descifrar un estilo a veces “desaliñado y torpe, otras oscuro, ampuloso y redundante”.
Llega entonces el famoso quinto acto en el cementerio. “Alas, poor Yorick!” Moratín, moralista de pobre poesía, nos dice: “¡Y qué imágenes amontona el autor! Horrendas, repugnantes, asquerosas, ridículas. Y qué estilo tan ajeno del decoro trágico… ¿Puede darse cosa más impertinente, más necia y soez?”. Moratín traduce la escena porque ahí está, pero no le cabe duda de que mejor sería omitirla, no solo por su grosería, sino porque se escapa del tema principal, porque ninguna necesidad hay de filosofar sobre la muerte. Celebra que Garrick, el mismo de cambiadme la receta, haya suprimido el pasaje en su puesta en escena, pero cuenta que, aunque el corte “fue aprobado por los hombres de juicio”, recibió castigo en la taquilla del vulgo.
Buena parte de los ataques a Don Quijote vienen por una vaga idea de unidad y una regia pereza ante tanta página. Preferible es la brevedad que la belleza, la papilla que el filete. ¿Por qué insertar la novela de El curioso impertinente? ¿Por qué tan larga la intervención de la pastora Marcela y Grisóstomo? ¿Por qué los largos versos que se intercalan por aquí y por allá? ¿Por qué, en vez de otra aventura de capa y espada, don Quijote ha de recetarnos el discurso sobre armas y letras? Mas no se preocupen por eso, pues la propia RAE promueve mutilar toda esa palabrería inservible y así acercar la obra de Cervantes “al gran público”. ¿Pero de qué sirve un Quijote trunco? ¿Quiere usted ver un partido de futbol o solo el resumen con las “mejores jugadas”?
Una de mis novelas preferidas, Los hermanos Karamazov, está llena de digresiones. Quienes fomentan la desidia mental gustarían que Dostoievski no hubiese incluido el episodio del Gran Inquisidor ni la historia que cuenta Grushenka sobre la cebolla. La muerte y pestilencia del starets Zósima le hubiese ofendido a Moratín y sin duda habría pedido echarla fuera de la novela.
Quienes se sienten poco atraídos por la filosofía o la historia, ¿qué pueden hacer con Guerra y paz? Para ellos hay, por supuesto, ediciones muy tijereteadas que convierten la novela en un relato de intrigas amorosas.
Doctor Zhivago es una rapsodia azarosa de eventos que desazonó a los amantes de historias coherentes y uniformemente tejidas, sin cabos sueltos. Es la novela de un poeta con más corazón de músico que de arquitecto.
En la escena tercera del quinto acto de Las bodas de Fígaro, Beaumarchais presenta el pasaje más relevante de la obra, tanto así que una frase de ahí extraída le dio el grito de guerra al periódico Le Figaro: “Sans la liberté de blâmer, il n’est point d’éloge flatteur”, y claro que un elogio no elogia donde no hay libertad de criticar. Casi puedo pensar que Beaumarchais escribió todo el argumento para justificar el momento en el que Fígaro suelta su monólogo sobre la sociedad y la libertad, sobre todo la libertad de expresión. Pero resulta que mi edición en español se salta todo esto porque traductor y editor lo habrán considerado paja o mera filosofía o palabrería social que desvía el argumento del asunto central: las picantes intrigas amorosas. A Fígaro lo censuraron para que no criticara la censura.
El procedimiento que hoy mejor se acostumbra para mutilar las obras de inteligencia y convertirlas en lamidas e inanes bazofias para el “gran público” es trocarlas por una versión fílmica.
Mal siglo para el Lazarillo de Tormes.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.