Foto: FashionPPS

Tina Turner, semidiosa reticente

La muerte de Tina Turner, con la recapitulación mediática de su trágica vida, lleva a una pregunta: ¿puede la deificación ser tan deshumanizante como la demonización?
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Hace más de una semana murió Tina Turner e hice diversos intentos infructuosos por transmitir una sola idea: la deificación es tan deshumanizante como la demonización. Es inevitable que tengamos filias y fobias, pero resulta extraño ver cómo estas, con mucha frecuencia, nacen de una narrativa que se acomoda a nuestras necesidades y expectativas.

Los obituarios de todos los medios hablaron del inicio trágico de la vida de Tina Turner y su lucha de superación constante (incluso frente a las enfermedades, de las que una acabó con su vida), aun cuando no exista quien haya oído alguna vez su música y conociera la menos el lado más álgido de esa historia. Algo me incomodaba de leer en cada medio la misma narración. Mi malestar no tenía que ver con el relato en sí, sino con que la mayoría de las notas necrológicas hablaran insistentemente de algo que la misma Tina Turner hizo lo posible por callar, y no por miedo a la opinión pública, sino por algo más profundo. En el documental Tina, de 2018, la cantante revela que si algo le pesó a lo largo de su vida profesional fue esa insistencia por saber de lo que a ella tanta vergüenza le producía: haber sido durante la mitad de su vida sujeto de abuso, desde el abandono en la infancia, la relación fría y mercantilista de su madre con ella, hasta su conversión en objeto plano y llano por parte de su pareja, Ike Turner, y todas las formas de violencia que incluyó esa relación.

La vergüenza que declara Tina Turner en el documental se parece menos al temor de ser juzgada como una mujer débil que a lo que expresó con tanta crudeza Primo Levi en Si esto es un hombre: “Quienes han experimentado el encarcelamiento (y, mucho más en general, todos los individuos que han pasado por experiencias crueles), se dividen en dos categorías bien diferenciadas, con raros matices intermedios: los que se callan y los que hablan. Ambos tienen razones válidas: callan los que sufren más profundamente ese malestar que, para simplificar, he llamado ‘vergüenza’”. La vergüenza viene de haber sido reducido a un objeto, a un no ser humano, a una cosa.

La admiración por la persona y por la artista nació en el punto en el que la vergüenza se expuso al mundo: si bien Tina Turner ya gozaba de fama junto a Ike, el divorcio le costó todos sus bienes, la imposibilidad de cantar los hits por los que era reconocida (y con los que podría haberse recuperado económicamente) y la responsabilidad de mantener sola a los hijos de la pareja. De ese divorcio lo único que le quedó fue el nombre.

El nombre mismo fue una imposición, en su momento, por parte de Ike Turner; una manera de apropiarse del talento de la mujer que le había permitido alcanzar el éxito comercial y a quien necesitaba mantener aferrada por medio de un lazo indisoluble como –en teoría– el familiar. Se sabe que Tina no lo supo de inmediato: es decir, que Anna Mae Bullock no supo que se había convertido en Tina Turner hasta que lo vio en un cartel promocional. Su nueva identidad, o nombre artístico si se lo ve con buenos ojos, le cayó de sorpresa.

La inteligencia le hizo ver que ese activo, no elegido, era el mayor atributo del que podía apropiarse, ahora intencionalmente, para construir algo desde la ruina.

Las biopics y las notas inspiradoras evitan los puntos aburridos. Todos leemos el momento en que un ídolo toca fondo, se convierte por un momento en un humano y luego, elevado por quién sabe qué fuerza sobrenatural, regresa al Olimpo. El interludio es aburrido, así que se omite. En la narrativa de Tina Turner, dos décadas de maltrato incesante se reducen a unas pocas imágenes fuertes. En las biopics y notas no hay estrés postraumático. En ningún momento se revelan las interminables noches de una artista desvalijada que recurre a Las Vegas y participa en cualquier show de televisión (incluyendo uno completamente olvidable de preguntas y respuestas) para pagar las cuentas. 

Cuando la oportunidad llegó, lo hizo en una forma que no resultó agradable. En las entrevistas que conseguía su mánager para reintroducirla al mundo de los vivos aparecía la incómoda pregunta sobre Ike Turner: ¿siguen juntos? ¿Cómo se llevan? ¿Está feliz de verte volver a los escenarios? Los gestos incómodos de Tina parecían alimentar el morbo. Al mánager se le ocurrió la solución: contarlo todo. Se organizó una entrevista con la revista People en la que Tina Turner sacaría los trapos al sol frente al editor de música Carl Arrington. Su publicación, en 1981, reveló la historia que tanta vergüenza le causó hasta su edad madura: las razones de la separación, el consumo de Ike Turner, su violencia, la pesadilla. En teoría eso debía ser suficiente para dejar atrás aquellos episodios. 

Sospecho, aunque esto no deja de ser una conjetura, que por eso “What’s love got to do it” fue un éxito, con frases tan estridentes y obvias de despecho y escepticismo como “what’s love, but a second-hand emotion?” o “who needs a heart when a heart can be broken?”. Ella detestaba la canción (no era rock, sino pop), pero el timing fue perfecto: la fusión entre una versión conmovedora de la canción (existe una previa) y su historia personal la llevaron más lejos de lo que imaginaba. 

No niego la admiración a las cualidades que le confieren a una persona la posibilidad de atravesar las dificultades y renacer fortalecida, como lo hizo ella. Pero me pregunto si el éxito habría llegado, o cuánto tiempo habría tardado, de no ser por la historia personal que reveló. Y esto me lleva al siguiente pensamiento: si para ir lejos hay que traicionar incluso lo más privado, lo que nos protege del dolor. Porque es indudable que cada nueva versión de esa misma historia (como su biopic de 1993, que no quiso ver) no hizo más que hacerla revivir un trauma considerable. (Al final, no olvidemos, incluso el estoico Primo Levi acabó con su vida). Me pregunto por qué las notas no hablan más sobre sus cualidades artísticas, qué hizo que su voz fuera particular, que su manera de interpretar produjera emoción; qué fuerza invisible se apoderaba de los escenarios y la música a través suyo.

Finalmente, me pregunto si reducir a un artista a sus cualidades y circunstancias para deificarlo no es igual que sobreponer a la obra las acciones y forma de pensar de un artista, que llevan en el caso opuesto a la cancelación. Es decir: si ese ideal perdido en la religión se ha depositado en simples humanos atribulados, a los que pedimos perfección, inspiración y desgarramiento para satisfacer esa ausencia frente a las dificultades de la vida. Quizá resulta tan deshumanizante convertir a alguien en un objeto de humillación como en uno de adoración, en particular si ese alguien no buscó explotar su pasado para construir una nueva narrativa de sí mismo como superhéroe. ~

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es editora y periodista. Es editora de redes sociales de Letraslibres.com.


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