Inicia el quinto año de gobierno de Andrés Manuel López Obrador con un panorama desolador en materia educativa. A los retos mayúsculos derivados del cierre de escuelas y la educación a distancia durante casi dos años, a causa de la pandemia de covid-19, se suma una errática política educativa.
Ya había retos al inicio del sexenio. La información de que se disponía hasta 2018 –obtenida de las hoy inexistentes pruebas del Plan Nacional de Aprendizajes (Planea), que realizaba el también extinto Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación– indicaba que entre los estudiantes que cursaban sexto de primaria, 5 de cada 10 tenían un dominio insuficiente de los aprendizajes del currículo en el campo de Lenguaje y Comunicación, y 6 de cada 10 en Matemáticas.
Estos datos representaban, incluso antes de la pandemia, la crónica de un desastre anunciado: el desinterés o eventual abandono escolar. Además, mostraban el fracaso del sistema educativo para garantizar el derecho a la educación, sobre todo si se toma en cuenta que uno de los principales fines de cualquier sistema educativo es que las y los estudiantes aprendan.
El origen socioeconómico, medido a partir del capital cultura de las familias y del entorno de la comunidad, es un fuerte predictor del éxito o, en su defecto, del fracaso escolar. Sin embargo, la escuela y lo que ocurre en ella puede contribuir a que origen no sea destino. Por ello, las decisiones de política educativa integrales y bien pensadas ayudan a que la educación sea relevante, pertinente y equitativa, entre otras cosas, y que sirva como una vía para la movilidad social.
Aunque en el discurso de inicio de este gobierno, plasmado en la reforma educativa de mayo de 2019, se colocaron como objetivos prioritarios la mejora de los aprendizajes y de la equidad del sistema, lo hecho no parece abonar a la consecución de dichos objetivos. La educación no ha sido una prioridad de esta administración y no se han desplegado intervenciones de política orientadas a mejorar la calidad de la oferta educativa, ni siquiera a partir de la emergencia ocasionada por la pandemia. En lugar de ello, se ha insistido en acusar al pasado de todos los males del sistema, y se han implementado intervenciones de política poco efectivas, como la estrategia Aprende en casa, durante el periodo de confinamiento a lo largo de 2020 y 2021.
La política educativa no solo ha sido errática, reduccionista y de tinte electoral, sino que ha incumplido incluso la promesa de revalorización magisterial que acompañó la campaña presidencial y el inicio del gobierno de López Obrador. En los últimos cuatro años el presupuesto para el rubro de desarrollo profesional docente se ha visto seriamente mermado: tan solo en 2020 tuvo un recorte de 60.1 por ciento. La actual administración también ha desaparecido programas como Escuelas de tiempo completo, que operaba desde 2007 y que había sido muy bien evaluado por sus impactos en la mejora de los aprendizajes, con argumentos falaces, como un supuesto combate a la corrupción.
Resolver el complejo abanico de problemas educativos requiere de un conjunto amplio y articulado de intervenciones en distintos ejes. Sin embargo, tenemos una política educativa que consiste en otorgar transferencias en efectivo a las familias a través del programa La Escuela es nuestra –para que estas y no los docentes definan las necesidades de las escuelas–, y a los jóvenes con el programa de Becas para el bienestar Benito Juárez, pese a que existe evidencia contundente de que la deserción escolar se explica no solo por la falta de recursos económicos, sino por la escasa pertinencia y relevancia de la oferta educativa.
Aunque hoy no contamos con información pública oficial a nivel nacional sobre el estado de la educación durante la pandemia, una evaluación realizada por la Universidad Iberoamericana revela que en 2021 hubo una pérdida importante de aprendizajes entre las y los estudiantes de educación básica y media superior. Se estima, además, que luego de la pandemia más de medio millón de esos estudiantes dejaron de asistir a la escuela, siendo el preescolar el nivel más afectado, con una disminución en su matrícula de 13%.
En una coyuntura tan compleja se esperaría un despliegue de acciones de política con presupuestos suficientes, enfocadas en recuperar a los estudiantes que se fueron de la escuela y en disminuir el rezago de aprendizajes. En su lugar, se proponen intervenciones distractoras, como la propuesta de nuevo marco curricular para la educación básica 2022, que promete sentar las bases de un sistema educativo inclusivo, equitativo y de excelencia. Pero en el documento aún no oficial del citado marco no se reconoce que la crisis educativa es un problema sistémico, que no puede resolverse sin acciones integrales de transformación del sistema educativo.
En materia educativa, en esta administración no terminaremos mejor de como empezamos. Mientras no haya un conjunto de acciones articuladas encaminadas a la mejora de la calidad de la oferta educativa –de todos sus procesos y componentes– y no se haga nada para atenuar la extrema politización del sistema educativo, que intercambia el apoyo de líderes por carteras y plazas, poco podremos esperar de la política educativa.
Cada vez falta menos para que suene la chicharra y finalice este gobierno. Pero falta mucho –y quizás hoy más– para hacer realidad la garantía del derecho a una educación de calidad. ~
Académica de tiempo completo en el Departamento de Educación de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México. Coordina la Maestría en Investigación y Desarrollo de la Educación y el Faro Educativo de la IBERO, un espacio para la observación y análisis de las políticas educativas.