Feministas en la brecha

El feminismo debe dar cabida a la inmensa mayoría de mujeres y hombres que comparten sus fines, sin excluir a nadie por razones partidistas.
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Un estudio de YouGov realizado el pasado año investigó las actitudes hacia el feminismo en siete países europeos, y los resultados del trabajo fueron muy reveladores. A un tercio de los encuestados se les preguntó si eran feministas. Las respuestas fueron variadas y no demasiado triunfales: por abajo, solo un 8% de los alemanes aseguró ser feminista; por arriba, un 40% de los suecos se identificó como tal.

A un segundo grupo de entrevistados se les formuló la pregunta añadiendo una aclaración: “Una definición de feminista es una persona que cree que hombres y mujeres deberían tener iguales derechos y estatus en la sociedad, y recibir un trato igualitario en todos los sentidos. ¿Es usted feminista?”. Cuando se ofrecía la definición, los resultados experimentaban una notable progresión: los alemanes seguían siendo los más reacios a llamarse feministas, pero mejoraban su puntuación hasta alcanzar el 42% de los encuestados. Por su parte, los suecos continuaban siendo los más feministas, con un 70% de los entrevistados reivindicándose como tales.

Al tercio restante de participantes de la muestra se le ofreció la definición de feminismo omitiendo la etiqueta: “¿Cree que hombres y mujeres deberían tener los mismos derechos y estatus en la sociedad y recibir el mismo trato en todos los sentidos?”. En la parte inferior de la horquilla, el 80% de los alemanes respondió afirmativamente, mientras, en el otro extremo, el 91% de los finlandeses dijo estar de acuerdo. De media, los europeos consultados se mostraron abrumadoramente favorables a la definición de feminismo que eludía el término feminismo.

Estos resultados ofrecen una lectura pesimista y otra optimista. Del lado negativo, nos sugieren que el feminismo se ha convertido en un fenómeno que suscita controversia y polarización, y despierta un cierto rechazo o suspicacia en sectores de la sociedad amplios. Este hecho bien merece una reflexión.

Sin embargo, la buena noticia es que, si atendemos a los fines, la causa por la igualdad entre mujeres y hombres genera un consenso transversal muy mayoritario, de modo que no podemos catalogar como machistas reaccionarios a todos los que expresan dudas sobre el feminismo y, al contrario, cabe albergar esperanzas realistas de progresión en el camino hacia la igualdad.

Llegados a este punto tal vez quepa hacerse una pregunta. ¿Tiene sentido que los feministas rivalicemos por imponer nuestro marco y tratar de patrimonializar la causa de la igualdad frente a grupos de ideología distinta? ¿O debemos, por el contrario, ensanchar los márgenes del feminismo para dar cabida a la inmensa mayoría de mujeres y hombres que comparten sus fines, sin excluir a nadie por razones partidistas? Soy de la opinión de que esta segunda alternativa nos permitiría progresar más rápidamente como sociedad hacia el fin compartido de la igualdad.

Hay muchas formas de entender el feminismo. Hay quien piensa que el mayor obstáculo a la igualdad es la amenaza de violencia o abuso, físico o sexual, contra las mujeres. Hay quien cree que debemos poner el foco en la autonomía individual y la capacidad de decisión, en combatir la coerción que pueda impedir a la mujer vivir una vida libre. Hay quien considera que debemos poner la carga sobre la representación y la visibilización de la mujer. Hay quien prefiere volcarse sobre el lenguaje y los símbolos, porque el lenguaje y los símbolos configuran nuestro universo de referencias y actitudes. Hay quien considera que la igualdad se persigue en la calle y quien estima que los cambios se impulsan desde las instituciones. Hay muchas formas de ser feminista.

Sin restar importancia a ninguna de las dimensiones anteriores, mi mayor preocupación, cuando de perseguir la igualdad se trata es la cuestión material. Un feminismo materialista es un feminismo liberal, pues la emancipación, la capacidad de elegir, la posibilidad de ser libre están directamente relacionadas con el aspecto económico y laboral. Creo que los valores y las ideas dominantes en una sociedad son el reflejo de las relaciones que caracterizan la estructura económica y productiva. En este sentido, pienso que estaremos mucho más cerca de la igualdad de estatus y de la plena emancipación el día en que mujeres y hombres, en tanto que trabajadores, reciban el mismo trato.

Sabemos que la brecha salarial que padecen las mujeres está directamente relacionada con la maternidad. La diferencia salarial no afecta a las mujeres más jóvenes. Sin embargo, conforme se acerca el momento de tener el primer hijo, las carreras de mujeres y hombres siguen evoluciones muy distintas. Entre los 30 y los 40 años ellos experimentan una gran progresión económica y profesional. En esa misma década crucial, las mujeres ven cómo aparece y se ensancha una brecha salarial que ya no se cerrará en todo el curso de su vida laboral, y que tendrá consecuencias sobre la remuneración y el bienestar en su jubilación.

En esta misma década, las mujeres son mucho más proclives a dejar su empleo para atender el cuidado de familiares, a solicitar reducciones de jornada, a pedir excedencias o a renunciar a su proyección laboral. En todos los casos, las estadísticas señalan de forma sistemática que más del 90% de las mujeres que toma estas decisiones querría poder trabajar más horas.

Por tanto no se trata, como sugieren algunos críticos del feminismo, de una decisión voluntaria. El argumento, à la Peterson, que identifica diferencias en las preferencias de hombres y mujeres que radicarían en sus caracteres biológicos tiene limitaciones. En primer lugar, porque demostrar que una desigualdad obedece a preferencias ancladas en nuestros genes exige que todas las demás variables que pueden participar en ese efecto se mantengan constantes. Controlar todas las variables que pueden estar interviniendo en la desigual situación laboral de la mujer es, sin duda, complicado; pero hay una que destaca de forma evidente por encima del resto: la regulación laboral.

Con frecuencia se suele señalar que la igualdad formal, esto es, la que se refiere a las leyes, ya ha sido alcanzada, quedando pendiente ahora la conquista de la igualdad efectiva. Es una idea que yo pondría en cuarentena. Es cierto que nuestra Constitución de 1978 proclama la igualdad en su artículo 14, pero existe toda una legislación que continúa generando desventajas profesionales y económicas a las mujeres. La normativa laboral establece que las trabajadoras podrán disponer de una baja por maternidad de 16 semanas, un permiso que en el caso de los trabajadores varones era de dos semanas hasta la última legislatura, en la que Ciudadanos consiguió ampliarlo hasta las cinco semanas actuales, en una progresión cuyo fin último es la convergencia con la baja por maternidad.

En todo caso, todavía persiste un tratamiento laboral diferenciado de la maternidad y la paternidad, y esta diferencia genera dos tipos de efectos. Por un lado, supone un hándicap para las mujeres a la hora de competir profesionalmente: las señala como empleados potencialmente más costosos y con una disponibilidad e implicación menores. Por el otro, una legislación que trata desigualmente a los trabajadores atendiendo al género es una legislación que está generando expectativas a los ciudadanos sobre cuál es el papel de hombres y mujeres en la sociedad, sugiriendo que el rol de ellas es la crianza y el de ellos la provisión económica, perpetuando, en último término, la desigualdad de estatus. Las preferencias no se configuran en el éter, sino en un marco social e institucional preexistente.

Sin controlar al menos esta variable, los argumentos que justifican la desigualdad en la preferencia no tendrán mucho valor. En este sentido, disponemos de alguna evidencia interesante: en las parejas formadas por dos mujeres la penalización de la maternidad desaparece a los cuatro años del nacimiento del hijo, mientras que, para las parejas heterosexuales, en las que el hombre y la mujer reciben un tratamiento legislativo diferenciado, esa brecha es mayor y se perpetúa en el tiempo.

Pero no es el único problema que presenta la apelación a la preferencia. Si la desigualdad laboral respondiera a una elección voluntaria que entronca con nuestros genes, estas diferencias en las preferencias deberían ser universales y mantenerse constantes, inmutables en el tiempo. Sin embargo, un vistazo a la historia y al mapa del mundo nos permite descartar esta hipótesis rápidamente. Ni las preferencias profesionales de las españolas de hoy son las mismas que las de la generación de nuestras madres o abuelas, ni son comparables a las de mujeres que aún hoy viven en sociedades económica y políticamente alejadas de nuestros estándares de desarrollo.

La tesis biologicista exigiría el concurso de alguna mutación genética para explicar el cambio en las preferencias de las mujeres operado en España en el transcurso de una generación, y caería peligrosamente en el argumento racista para explicar la disparidad de preferencias de las mujeres por países y regiones. Pero no ha sido la biología, sino el cambio económico y productivo el que ha transformado la estructura social y, con ella, la cultura y las preferencias femeninas.

Además, no deja de ser contradictorio que los mismos que defienden la voluntariedad de la diferencia acudan al determinismo genético para explicarla: qué paradoja, la de apelar a la libertad y a la biología al mismo tiempo. Y no solo eso: las diferencias biológicas, cuya existencia y reflejo en la conducta humana es indubitable, no pueden constituir un argumento normativo, ni informar sobre la deseabilidad de una situación. Al menos desde Norbert Elias sabemos que “el proceso de la civilización” pasa por el desarrollo de instituciones coercitivas que ponen coto a nuestros instintos biológicos (la violencia o las voliciones sexuales son un ejemplo), precisamente porque sabemos que nuestros genes producen comportamientos que, hemos convenido, son socialmente, éticamente, censurables. En definitiva, el argumento biológico no responde a la pregunta que da sentido a la democracia liberal: ¿En qué sociedad queremos vivir?

En resumidas cuentas, garantizar la igualdad de oportunidades profesionales para mujeres y hombres pasa por repartir los costes asociados al nacimiento de un hijo, pero para ello no basta con garantizar la igualdad de trato legislativa. Las políticas de conciliación durante los primeros años de vida del hijo serán cruciales no solo para repartir los costes de la reproducción, sino para conseguir que tener un hijo no conlleve una penalización profesional ni suponga una barrera económica de acceso que acabe perjudicando a las mujeres.

Para ello es crucial invertir en políticas de conciliación para las que España está a la cola de Europa, atendiendo especialmente a la racionalización de horarios y la universalización de la educación de cero a tres años. La escolarización temprana es crucial para combatir las desigualdades que ya aparecen en las primeras etapas del desarrollo y que se perpetuarán en la edad adulta. Sin embargo, el elevado coste de guarderías y escuelas infantiles hace que muchas familias no se las puedan permitir. La alternativa, cuando no se puede contar con la ayuda de los abuelos, es, muchas veces, la renuncia profesional no voluntaria de la mujer, previamente señalada por la legislación como el miembro de la pareja sobre el que han de recaer las tareas de crianza.

Las políticas de conciliación no solo ayudarán a combatir la brecha salarial que padecen las mujeres, sino que permitirán mejorar nuestros preocupantes índices de natalidad y abrirán las puertas de la paternidad a muchas parejas jóvenes a las que la excepcionalidad del mercado de trabajo español, que los condena a la precariedad y la inestabilidad laboral, impide poner en marcha un proyecto de familia.

Este 8 de marzo sigue habiendo muchas y buenas razones para las reivindicaciones feministas, pero su consecución estará más lejos si algunos grupos muestran más interés en apropiarse del movimiento que en progresar en la consecución de los fines que enarbola. Casi todos somos feministas, incluso si muchos no saben lo que significa feminismo. Alegrémonos por ello y ensanchemos las fronteras del feminismo para seguir avanzando juntos hacia la igualdad.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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