Daniel Gascón

La “acción robusta” de Pedro Sánchez

Desde su llegada al gobierno, ha sido considerado un presidente débil. Haber generado esa percepción en sus rivales es quizá su mayor virtud.
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Hace unos años se habló de un artículo de John Padgett y Christopher Ansell sobre la figura de Cósimo de Medici, cuyo liderazgo inauguró la larga dominación de los Medici en la Florencia del Renacimiento. En él, los autores describen a un personaje que se desenvuelve con ambigüedad, nunca muestra a las claras sus intenciones y consigue anular a sus adversarios sembrando la división entre ellos, o bien asegurándose de que las facciones rivales solo pueden interactuar a través de él.

Así, podemos imaginar aquella red de relaciones dependiente de Cósimo como una telaraña en la que él se movía con agilidad mientras sus oponentes quedaban atrapados. Este estilo de mando permitía a Cósimo desplegar al máximo su capacidad de maniobra y reducir la de sus contrincantes, que además encontraban serias dificultades para anticipar su toma de decisiones. Padgett y Ansell lo denominaron “acción robusta”.

El liderazgo de acción robusta ha sido atribuido desde entonces a muchos gobernantes, autócratas o demócratas. También en España, especialmente a los gallegos, valga el tópico (valga de ejemplo este estupendo texto de Xavier Máquez sobre la acción robusta de Franco). No obstante, el ejercicio de la acción robusta es inseparable del contexto en el que se produce, siendo los entornos fragmentados y condicionados por el conflicto político o económico especialmente propicios para el fenómeno.

Nuestro país experimentó en 2015 la quiebra de un orden bipartidista imperfecto que ha dado paso a un sistema de pluralismo parlamentario. La mayor heterogeneidad política inauguró nuevas posibilidades de acuerdo, sumas de poder alternativas a las viejas mayorías rocosas que se sucedían en el poder con gobiernos monocolor autosuficientes o aliados puntualmente con el nacionalismo periférico. En la práctica, sin embargo, el equilibrio bipartidista ha devenido en un nuevo equilibrio de bloques. Además, el modelo multipartidista ha introducido actores e incertidumbre en la competición, y eso ha contribuido al enconamiento del debate. Por último, la sucesión de dos graves crisis en el transcurso de una década ha acelerado la dinámica.

La crisis actual tiene algunas particularidades que la diferencian de cualquier otra a la que haya hecho frente un gobierno democrático en España. Por un lado, nos encontramos ante una epidemia de origen exógeno que ha golpeado a todos los países. Por otro lado, la magnitud de la tragedia humana desborda el sufrimiento social que tiene lugar en las crisis económicas convencionales. El alcance global y la gravedad del suceso lo han colocado en el centro de la atención mediática a lo largo del último año.

Núcleo de un gobierno mal avenido

La pandemia se declaró en España con el primer gobierno de coalición de la democracia al frente del Ejecutivo. Se trata de una alianza que desde el comienzo ha estado marcada por la mutua desconfianza entre los socios del acuerdo, competidores por el voto de la izquierda. Son conocidas las desavenencias entre los ministros más técnicos u ortodoxos, independientes o socialistas, y la parte del Consejo de Ministros ocupada por Podemos, volcada en tareas de comunicación y activismo, o cuya visión política se sitúa en los márgenes del establishment.

La precaria cohesión interna se consigue en el interés compartido de continuar en el gobierno, y la acción política sale adelante, a duras penas, por intervención del presidente. Sánchez es el núcleo de un gobierno mal avenido en el que los choques entre las facciones en conflicto se dirimen con su intervención. Sobrevuela las tensiones del Consejo de Ministros, repercutiendo el desgaste de las discrepancias en los titulares de los ministerios. Puede que esta división se perciba desde fuera como debilidad, pero impide que se articulen alianzas alrededor del presidente, lo cual, en último término, blinda su poder.

Y otro tanto sucede con los socios externos de la coalición, un grupo ideológica y geográficamente heterogéneo en el que el Ejecutivo se apoya para asegurar su investidura o aprobar los presupuestos: Sánchez se ha erigido en el líder necesario que garantiza el avance de la agenda política de las formaciones periféricas. Así, como Cósimo de Medici, Sánchez ha hecho del gobierno una telaraña de relaciones en la que se desenvuelve con soltura mientras otros se enmarañan.

Además, como Cósimo, Sánchez ha conseguido que aliados y adversarios encuentren serias dificultades para anticipar sus movimientos. Pero allí donde el de Medici cultivaba la inconcreción y soslayaba el compromiso, el presidente ha construido su acción robusta sobre un estilo que presenta diferencias respecto a aquel. Sánchez no rehúye las declaraciones contundentes ni omite sus intenciones o su posición sobre cualquier cuestión. Tampoco es desconocido su objetivo: conservar el poder. Sin embargo, los demás actores han comprendido que sus afirmaciones pueden ser corregidas en el plazo de unas horas, de modo que resulta casi imposible predecir qué decisión adoptará, con quién pactará o cuánto tiempo se prolongará esa alianza. Todas las opciones están abiertas para Sánchez, al que su tortuosa relación con la palabra dada no parece pasar factura en tiempos de precoz caducidad informativa.

De fondo, la pandemia. Los españoles se cuentan entre los europeos que peor valoran la gestión de la crisis sanitaria y económica que ha hecho su gobierno. No obstante, el origen exógeno del virus y su alcance global contribuyen a mitigar la atribución de culpas, mientras los focos mediáticos se centran en los responsables políticos. Concentrar la atención mediática somete a presión, pero también genera indudables ventajas. Pablo Casado, que debiera representar la alternativa a Sánchez, lleva meses desaparecido. El presidente del PP ni siquiera es el líder que recibe mayor atención mediática en su partido. El foco está en el poder ejecutivo y los días de cogobernanza han elevado la voz de los gobiernos regionales. De este modo, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ejerce como oposición oficiosa, mientras Casado languidece en un Parlamento preterido y privado de sus habituales funciones de fiscalización.

Sánchez ha entendido bien la importancia de recibir la atención de los medios en una crisis exógena. Prueba de ello es su elección del ministro de Sanidad, Salvador Illa, como candidato socialista en las próximas elecciones catalanas. Se explica así la paradoja de que el partido cuya gestión desaprueba mayoritariamente la ciudadanía continúe liderando las encuestas: tener el foco importa.

Además, la posición del gobierno se ve reforzada por el clima de polarización. Tampoco aprueban los españoles la elección de socios de Sánchez, pero esta es una falta para la que se busca justificación en la ausencia de opciones mejores, en el juicio de la alternativa como peor y en el oscurecimiento de los defectos propios, cuando no en la socialización de culpas. Si se pacta con el nacionalismo ha de señalarse fuera otro nacionalismo más pernicioso. Si se pacta con el populismo, aparecerán de súbito populismos nuevos. Porque aliarse con nacionalistas o populistas deja de ser grave si todos los demás también son nacionalistas o populistas.

La polarización es un momento político caracterizado por el alejamiento de los cercanos y la interdependencia de los lejanos. El alejamiento de los cercanos consolida los apoyos en torno a dos bloques rocosos y previene la fuga de votantes: en el centro se yergue un muro infranqueable que impide el acuerdo entre moderados. Al mismo tiempo, la existencia de los lejanos se señala como una amenaza que favorece la movilización electoral. El gobierno llama a frenar el “fascismo” que encararía Vox y que vendría de la mano del PP, mientras los de Abascal se nutren del rechazo al ejecutivo “socialcomunista”. En la práctica, ambos son el combustible reactivo del otro y, por tanto, se necesitan.

Desde su llegada al gobierno, Sánchez ha sido percibido como un presidente débil. Sin embargo, haber generado esa percepción en sus rivales es quizá su virtud más robusta.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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