La aritmética del sectarismo en el Estado de México

La elección del Estado de México puede leerse como una muestra más del fraude electoral priista, o como la conjugación de una institucionalidad que encumbra gobiernos de minoría y la ceguera política de la izquierda para mantener en el poder a un partido castigado en las urnas. Resolver esta diferencia de interpretaciones será crucial para la elección de 2018.
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Imagínese que usted es un periodista extranjero asignado a cubrir la elección del Estado de México porque la redacción de su medio escuchó por ahí que la contienda local podría ser un buen indicador de las tendencias de la elección presidencial de 2018 y usted es el único reportero que medio habla español. En los días previos al domingo electoral, apenas pudo darse una embarrada de información fácilmente accesible sobre el panorama político en la entidad. Así se enteró de que el PRI nunca ha perdido la gubernatura del estado y que su élite local es uno de los mayores semilleros de cuadros a nivel nacional. También se enteró de que en el área metropolitana de la Ciudad de México la izquierda y la derecha han encabezado gobiernos municipales, pero nunca han podido traducir ese apoyo municipal en una plataforma estatal.

El lunes por la mañana, revisa usted los datos de la elección y se da cuenta de la historia increíble que tiene en sus manos. La izquierda recibió un apoyo histórico, superior a todas las expectativas; el PRI se desplomó como castillo de naipes y, sin embargo, volverá a gobernar el estado por los próximos seis años. Para tratar de entender el enigma, en las pocas horas que le quedan antes de abordar el vuelo de regreso a su país usted consigue una entrevista con un dirigente de Morena, el partido de oposición que obtuvo 30% de la votación, apenas por debajo del PRI. Usted sabe que lo que sus lectores se preguntarán es cómo es posible que un partido pueda gobernar una entidad, país, ciudad, lo que sea, cuando dos terceras partes de los electores han votado en su contra.

El dirigente de Morena, sin embargo, está menos interesado en responder a esa pregunta que en dejar en claro que este proceso electoral es idéntico a los demás porque el PRI ha vuelto a robarse el voto y a escamotear la voluntad de los ciudadanos. Y como ejemplo le muestra unas fotos que alguien subió a Facebook donde dice “#fraude!! #fraude!! #fraude!!” –aunque usted solo alcanza a ver unas cartulinas con números y círculos– y también unos videos que “comprueban el fraude sin lugar a dudas” –si bien usted solo ve a una señora sentada afuera de una casilla y escucha un diálogo al que no le encuentra sentido–. Cuando usted le hace notar a su entrevistado que, con o sin anomalías, una coalición de partidos de izquierda habría barrido con el PRI, el dirigente prorrumpe en una carcajada tan estruendosa que hasta le salpica saliva en la cara y le dice que no, para nada, el PRD no es de izquierda, sino un palero, arrastrado, lamebotas, comparsa y otros adjetivos que usted debe luego buscar en su app de traducción porque su español no le da para tanto y menos con este slang de los mil demonios.

Ya en el avión, a la hora de comenzar a teclear el artículo sobre la elección mexiquense, usted todavía no sabe cuál es la historia que puede contar. ¿Esta elección es otra muestra de la inevitabilidad del fraude electoral priista y el desamparo de los ciudadanos o es una historia inverosímil en la que una institucionalidad desfasada, que encumbra gobiernos de minoría, y la extrema miopía política de la izquierda se conjugan para mantener en el poder al partido al que los ciudadanos han castigado tan contundentemente en las urnas? ¿En qué medida estas dos lecturas son compatibles? Usted no quiere ignorar la perspectiva de la oposición local, pero tampoco puede darle la espalda a lo que los números fríos le están diciendo con toda claridad.

 

Este pequeño ejercicio de la imaginación tiene por objeto resaltar, de manera muy simplificada,  dos diferentes lecturas de la elección mexiquense y proponer, con todo el dramatismo posible, que de la resolución positiva de esta diferencia de perspectivas dependerá la posibilidad de derrotar al PRI en 2018.

Los partidos que representan a la izquierda electoral mexicana obtuvieron casi el 50% de los votos en la pasada elección para gobernador del Estado de México. Este porcentaje es dos veces mayor que el máximo histórico del PRD en la entidad, el 24.25% conseguido por Yeidckol Polevnsky frente a Enrique Peña Nieto, quien ganó con el 47.5% de los votos, en 2005. Por su parte, el PRI mexiquense tuvo su peor resultado electoral en la historia local, con apenas 33% de la votación, apenas un poco más de la mitad del porcentaje que Eruviel Ávila recibió en 2011.

Ahora bien, Morena es una agrupación política en la que el agravio electoral tiene un papel fundacional. Está en su ADN y por ello sus militantes parecen incluso gozar con la posibilidad de inundar las redes sociales con denuncias de fraude tan genéricas que hasta parecen prefabricadas.

Como en toda elección, es un imperativo ético y legal documentar y perseguir delitos electorales, pero también es una prioridad política precisar, con toda la honestidad intelectual posible, los factores verdaderamente determinantes en la elección. El 5 de junio hubo en el Estado de México una insurgencia electoral como nunca se había visto. Pero esta insurgencia no encontró un cauce ganador debido a las reglas electorales que no alientan la conformación de coaliciones amplias con vistas a una segunda vuelta cuando no existe una clara mayoría, así como a la falta de estatura política de los dirigentes de Morena y el PRD, que no lograron forjar esa alianza ni siquiera ante el panorama propicio que se iba perfilando.

Si Morena continúa siendo el partido centrado en la denuncia del fraude, seguramente se encontrará desempeñando ese mismo papel en 2018. Sin embargo, hay señales muy significativas de que el partido podría ir asumiendo una nueva perspectiva. Compárese la reacción inicial de Andrés Manuel López Obrador, instalado en la ortodoxia del discurso del fraude, con la postura completamente distinta del dirigente cuando la aritmética electoral se fue asentando; es evidente que no cabe en sí de júbilo al hacer las cuentas del enorme avance electoral de su partido.

¿Es posible que López Obrador se haya dado cuenta de la inevitabilidad del gradualismo? Es probable, pero no existen señales de que esa nueva conciencia se pueda traducir en una actitud menos soberbia e intransigente a la hora de plantearse alianzas. En todo caso, el protagonismo debe ser de los ciudadanos, quienes clara y contundentemente se levantaron contra el PRI en la elección del Estado de México, así como en Veracruz y Coahuila, y ahora tienen la posibilidad de imponer la unidad a las expresiones sectarias que se resisten a levantar la mira.

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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