La ciudad sin nombre contra el Estado

Cómo las películas del oeste muestran los orígenes del orden político.
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Las películas del oeste son, a menudo, un escaparate colorista a los orígenes del orden político. Con algunas variaciones, el western da cuenta del conflicto que es inherente a las sociedades de frontera que están realizando el tránsito hacia la organización estatal moderna. Todo ello envuelto en los valores de la lealtad, el honor y la amistad.

El caso de los Estados Unidos no deja de ser particular, pues, a diferencia de los procesos de construcción nacional que tienen lugar en Europa, aquí no se trata de la transformación de una monarquía anterior, ni de la evolución, desde una sociedad estamental, hacia una burocracia moderna.

Estados Unidos es una región vasta y ampliamente despoblada a la que, en parte huyendo de imposiciones monárquicas y religiosas, en parte en busca de fortuna, llega un grupo de colonos. La expansión de la frontera hacia el oeste da cuenta de los movimientos de un limbo que reproduce la tensión entre el orden y lo salvaje, entre la ley y la arbitrariedad.

Así, en las películas de vaqueros es posible discernir esa protoorganización política en la que las caravanas y los asentamientos de colonos todavía se encuentran inmersos en lógicas que rayan lo tribalista. Los conflictos que afrontan tienen que ver con la competencia con otros grupos humanos, con la escasez de recursos y también con la escasez de mujeres, tal como sucede en la tribu. Y son precisamente estas contrariedades las que espolean la formación del Estado.

Todos estos dilemas sobre el orden político y otros más sobre las convenciones sociales quedan retratados en La leyenda de la ciudad sin nombre. La última película de Joshua Logan, rodada en 1969, es una comedia musical irregular, que resulta innecesariamente larga y, al mismo tiempo, no encuentra tiempo para perfilar adecuadamente la complejidad y profundidad de sus personajes. Clint Eastwood aparece ensombrecido por la actuación de un Lee Marvin que le sobrepasa ampliamente en aristas, y también por la siempre brillante, resuelta e imprevisible Jean Seberg.

No obstante, la película refleja muy bien el conflicto en la frontera que precede a la organización estatal y también adelanta algunos de los debates morales y sociales de nuestro tiempo. La ciudad sin nombre es fundada por un grupo de colonos que subsisten de la explotación de un filón de oro. Se trata de una comunidad que vive al margen del Estado, en la que los hombres dictan sus propias normas, habitualmente ajenas a la moral convencional. El oro les retribuye prosperidad económica, pero no resuelve todos los problemas. El principal de ellos tiene que ver con la escasez de mujeres.

Un día llega al campamento minero un tipo mormón casado con dos mujeres y que arrastra una onerosa deuda. Con el fin de poder saldarla, decide entonces vender a una de sus esposas al mejor postor, que resultará ser un borracho de nombre Ben Rumson. Pero la adquisición de Elizabeth traerá nuevos problemas a la comunidad. Saberse dueño de la única mujer en varios kilómetros a la redonda hace de Rumson un marido celoso, violento y paranoico, lo cual obliga a encontrar una solución.

Desinhibidos de toda coerción legal o moral, los habitantes del campamento deciden entonces secuestrar una diligencia de prostitutas que se dirige a una población vecina. Satisfecha la escasez de mujeres, la comunidad experimentará un despliegue sin precedentes: su llegada conducirá al crecimiento de una verdadera ciudad, en la que se alzarán nuevos edificios, hoteles, burdeles y salones en los que se juega y se bebe. La ciudad sin nombre conoce un progreso económico sin precedentes, pero es también un progreso construido sobre una espiral de vicios y excesos.

Mientras tanto, Clint Eastwood se ha enamorado de Elizabeth, lo cual amenaza su sociedad y su amistad con Ben Rumsom. Sin embargo, los tres encuentran una solución en la que todos se sienten cómodos: Elizabeth será la esposa de ambos, en una suerte de relación poliamorosa que la ciudad vive sin escándalo.

Hasta que, un invierno, la ciudad sin nombre se ve obligada a acoger a un grupo de colonos que, viajando desde el este, se han visto sorprendidos y atrapados por la nieve. Los Rumson alojarán en su casa a una familia de profundas convicciones cristianas que les pone en la tesitura de tener que ocultar su condición de trío amoroso. Así, Elizabeth le pide a Ben que abandone la casa familiar mientras sus huéspedes permanezcan allí, desatando un nuevo conflicto.

La llegada del invierno también había coincidido con el agotamiento de los recursos mineros, que ya no son suficientes para abastecer a una ciudad que ha crecido tanto. Pero Rumson y su Socio (Clint Eastwood), aliados con varios hombres del pueblo, trazan un sistema de túneles que, desde la casa de uno de ellos, llega hasta el subsuelo de los distintos casinos de la ciudad, con el fin de recoger todo el oro en polvo que, cada noche, los ebrios jugadores derraman y desperdician entre las tablas de madera del suelo.

El resultado, claro, es cataclísmico. La ciudad sin nombre, construida sobre la lujuria y el vicio, colapsa bajo los túneles de la avaricia y queda reducida a escombros. Y el poliamor se rompe de tanto usarlo. El final de la película tiene una inevitable lectura moral, pero también cabe interpretarlo en términos de reacción contra el progreso. La comunidad minera, prístina, libérrima, alejada de la contaminación moralista del Estado, de sus convenciones sociales opresoras y de sus imposiciones normativas, comienza su decadencia en el momento en el que decide poner rumbo a la nación, en el que se embarca en un proyecto de crecimiento capitalista y demográfico que genera escasez de recursos y el conflicto por alzarse con ellos. De nuevo, un ejemplo más de las tensiones propias de las comunidades que están completando su tránsito hacia el Estado.

Al final de la película, Clint Eastwood se queda con Jean Seberg, ya establecidos como pareja al uso, y Lee Marvin abandona la ciudad en busca de un nuevo filón de oro. La frontera continúa avanzando, inexorable y decidida, hacia el oeste.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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