Nuestro Estado de bienestar es un buque magnífico, pero a la deriva. Presta servicios de primer nivel mundial en sanidad, educación o pensiones, fundamentalmente, pero no sabemos a dónde se dirige. No hay rumbo a corto plazo por la ausencia del instrumento de navegación más esencial de una democracia avanzada: los presupuestos generales del Estado. Tanto a nivel nacional como, de manera creciente, a nivel autonómico, las administraciones prorrogan las cuentas públicas del año anterior.
Sin embargo, peor que la poca planificación a corto plazo es la ausencia de una hoja de ruta a largo plazo. ¿Qué Estado de bienestar queremos en cinco o diez años? ¿Uno que, siguiendo la tendencia actual, vaya gastando paulatinamente más en nuestros mayores y menos en nuestros jóvenes? ¿Y uno que, como sucede en los países de nuestro alrededor, en lugar de contentar a la ciudadanía sea una máquina para fabricar votantes populistas? ¿Cómo es posible que los Estados de bienestar más generosos de la historia de la humanidad sean los que produzcan el mayor descontento social de la historia de las democracias? Para evitar que el Estado de bienestar degenere en España en un Estado de malestar, necesitamos repensar el gasto público, tanto en términos de su redistribución –quiénes son los destinatarios de determinado beneficio– como de su distribución, que debería ser menos burocrática y basada en la confianza, en lugar de sospechar por principio del beneficiario.
Nuestros servicios públicos, tan frecuentemente denostados, siguen puntuando muy alto en las comparativas internacionales, pero vamos perdiendo posiciones. El estudio que periódicamente realizamos en la Universidad de Gotemburgo para la Comisión Europea, basado en más de 135.000 encuestas a ciudadanos de más de 200 regiones, muestra que, en los dos servicios nucleares del Estado de bienestar, educación y sanidad, España ha vivido unas primeras décadas del siglo XXI de ensueño (aunque a muchos les parecieran una pesadilla). En términos comparados con las regiones de otras naciones europeas, los ciudadanos de la mayoría de nuestras comunidades autonómicas consideraban que la imparcialidad, ausencia de corrupción y calidad de los servicios sanitarios mejoraba año a año. Ciertamente, había alumnos aventajados como Navarra y el País Vasco, en gran parte porque estas regiones disponen de una financiación privilegiada; por supuesto, eso no puede explicarlo todo, dado que otras, como Cantabria, también se han desempeñado con éxito.
Pero, en los alrededores de la pandemia, algo empieza a torcerse. De nuevo, en términos relativos con otras regiones europeas, en las españolas, incluyendo también el País Vasco, empezamos a detectar un cierto estancamiento. En las percepciones de calidad de gobierno ya no vamos acortando distancia con los países más avanzados de Europa, como Dinamarca. La realidad es que los menos avanzados, como Portugal, República Checa, Eslovenia o Estonia, han acortado su distancia con España o nos han superado directamente.
El problema no es tanto nuestra posición –todavía alrededor de la media europea– sino la tendencia. Lo importante de las percepciones que los ciudadanos tienen sobre el funcionamiento de los servicios públicos no es tanto el nivel real como la tendencia observable. En aquellos lugares donde, a pesar de tener unos servicios decentes, cunde la sensación de que las cosas van a peor, que los consultorios médicos y las escuelas cierran o se deterioran, proliferan las opciones antidemocráticas. Pocos factores explican mejor el voto a formaciones populistas en Francia o Italia que la percepción de declive en los servicios esenciales del Estado de bienestar.
Ambos países gastan mucho más que los países del norte de Europa, las naciones icónicas del Estado de bienestar. Desde hace ya unos años, el gasto público, como porcentaje del PIB, ya no está encabezado claramente por Suecia, Dinamarca o Noruega, pioneros en el desarrollo de coberturas básicas sanidad, educación, pensiones, cuidados a mayores y dependientes. Están siendo superados por Francia, Italia, Bélgica y, paralelamente, Grecia y España siguen escalando posiciones. Ahora bien, ¿cuál es el razón para que estas naciones del sur (de tradición napoleónica en cuestiones administrativas, lo que implica una fuerte presencia burocrática, detalle no menor) tengan un gasto equiparable –incluso en algunos casos ya superior– al de los países escandinavos cuando, objetivamente, belgas, italianos, franceses, españoles o griegos tienen una paleta de servicios públicos más reducida?
La razón es que no hemos reflexionado sobre los costos. Nos hemos puesto a aumentar las partidas presupuestarias, olvidándonos de que, para ampliar algunos derechos, debemos limitar o acotar otros. No hemos debatido públicamente y con seriedad sobre la necesidad de reajustar los bienes y servicios públicos en el contexto de unas sociedades cambiantes. Por ejemplo, en sanidad –con la tecnología biomédica avanzando hacia tratamientos extremadamente especializados y caros– no podemos sostener un sistema de centros médicos y hospitales pensados para tratar enfermedades comunes que no exigen equipamiento de primera generación. Dicho en palabras simples, toca cerrar o redimensionar muchos pequeños hospitales de comarca y centralizar la asistencia hospitalaria en unos pocos centros altamente tecnificados. Es lo que ha venido ocurriendo en el norte de Europa desde hace años, pero parece casi imposible en un contexto político-mediático como el español: ¿qué funcionario público se atreve a cerrar el servicio de ginecología de un hospital pequeño sabiendo que, al día siguiente, se le echará encima la oposición, los medios de comunicación y, posiblemente, tenga una manifestación a las puertas del centro hospitalario o un escrache en su domicilio?
Se multiplican las preguntas. ¿Tiene sentido pagar pensiones tan generosas, probablemente las mejores del mundo, cuando los jóvenes del país cobran menos que el jubilado medio, deben dedicar más de la mitad de sus ingresos al alquiler y no se emancipan de casa hasta los 30 años, cuando la media europea es de 26 y en los Estados más avanzados de 18? Lo que ocurre es que los jubilados representan una gigantesca bolsa de votos, mientras los jóvenes –como bien explican José Ignacio Conde-Ruiz y Carlotta Conde Gasca en La juventud atracada. Cómo un electorado envejecido cercena el futuro de los jóvenes– son una fracción menguante del electorado. Pero esto también sucede en otros países; en realidad, existen motivos específicos en España –como en Francia, Italia, Grecia o Bélgica– que explican que nuestro gasto público esté tan sesgado hacia las necesidades de nuestros mayores, en detrimento de otros grupos sociales más vulnerables como son, efectivamente, los jóvenes y las personas y, sobre todo las familias, con bajos ingresos. Recordemos que, a pesar del relativamente destacado gasto público y el hecho de ser una de las economías con mejor rendimiento del mundo en estos momentos, España es uno de los países con más niños y niñas viviendo en riesgo de pobreza.
¿Qué tienen en común los jóvenes y las personas de todas las edades (madres solteras en especial) con pocos recursos? Pues que ambos son outsiders del sistema político-económico. El origen de nuestro Estado de bienestar es, como el de la mayoría de países europeos, contributivo; es decir, el Estado español empezó a dar servicios a quienes podían contribuir con la economía: pensiones, bajas por enfermedad, sanidad para los trabajadores y sus familias, hasta llegar a los servicios públicos actuales. La cuestión es que, desde ya hace mucho, algunos países del norte de Europa empezaron a reemplazar este modelo contributivo por uno universalista. Es decir, el Estado ofrece unos servicios públicos a todos, con independencia de si contribuyen a la economía formal o no. Por ejemplo, bajas por paternidad para todas las personas, independientemente de si están en el mercado laboral o no, o pensiones no contributivas.
La mayoría de los países han ido transitando en esta dirección, generalizando las ayudas a toda la ciudadanía. España, sin ir más lejos, tiene pensiones no contributivas, aunque su cuantía es ridículamente pequeña, sobre todo si la comparamos con la generosidad de las pensiones máximas. Urge aquí, a mi juicio, enfrentar un gran problema. Nos hemos llenado la boca con la “universalización” del Estado de bienestar y, hasta cierto punto, hemos universalizado muchos servicios; de hecho, en España estamos ofreciendo una paleta de servicios públicos a un número mayor de personas. Como ejemplo, tenemos los recursos destinados a las personas en situación de dependencia (condición en la que una persona necesita ayuda significativa para realizar actividades básicas de la vida diaria); aunque la implementación ha sido lenta y deficiente, requiere de ingentes recursos.
Hemos adoptado lo mejor de los sistemas universalistas –todos los servicios para todas las personas–, pero intentando mantener lo mejor de los sistemas contributivos, como la proporcionalidad de las ayudas. Por supuesto, las cuentas no salen. Pongamos el ejemplo de las bajas laborales por maternidad y paternidad o enfermedad. En los países nórdicos llegan a todos los ciudadanos, pero aquellos que ganan más en sus respectivos empleos solo disponen de una cuantía limitada por día. De hecho, la inmensa mayoría de la ciudadanía cobra lo mismo –pongamos unos 2.000 euros al mes– por estar en casa cuidando de sus hijos. Eso permite una redistribución de las ayudas: los trabajadores y trabajadoras más pobres, además de la gente en paro, disfruta de un poder adquisitivo óptimo si está de baja. Pero quienes más ganan, pierden bastante. Por el contrario, en países como España, las cuantías de las bajas en estos casos no están tan severamente limitadas, por lo que quienes tienen ingresos mayores siguen disfrutando de su renta y quienes apenas llegan a fin de mes siguen padeciendo. Esto tiene implicaciones anecdóticas que son más importantes de lo que parece: en un parque infantil sueco o danés se juntarán padres y madres de las diferentes clases sociales y todos llevarán la misma merienda para sus hijos, quienes vestirán ropa de la misma calidad. Mientras, en España los padres y madres con alto nivel de ingresos enviarán a sus hijos al parque con la asistenta.
Creo que, desde el punto de vista de la justicia social, el futuro del Estado de bienestar pasa por el universalismo. Aplaudo todas las ayudas universales que se nos anuncian e implementan, sin olvidar que cada universalización exige un recorte de los beneficios de las clases medias y altas, pensiones y bajas laborales menos generosas y eliminación de las profundamente regresivas desgravaciones fiscales. Lo primero es muy fácil de hacer políticamente; de hecho, no hay semana que no se nos ponga sobre la mesa una “universalización” de un servicio; lo segundo, en la España actual, es política ficción.
Víctor Lapuente es catedrático de ciencia política en la Universidad de Gotemburgo. Su libro más reciente es "Decálogo del buen ciudadano. Cómo ser mejores personas en un mundo narcisista" (Península, 2021).