Max el politólogo. Un viaje peronista

Max el politólogo viaja a Buenos Aires con un grupo de errejonistas para aprender del peronismo y respirar la realidad nacional-popular de primera mano.
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Nunca antes había visto un cielo tan celeste. En el horizonte, las nubes blancas pintaban cómplices los colores de la bandera Argentina. Max se disponía a pronunciar unas palabras desde un atril situado en la mismísima Plaza de Mayo. Frente a él, el pueblo peronista lo vitoreaba, alegre, festivo. Era el último evento del pack viajes El Corte Inglés que lo había llevado de excursión a Buenos Aires junto a un grupo de jóvenes errejonistas. Había sido elegido para lanzar un mensaje de fraternidad en nombre del movimiento nacional y popular de la Madre Patria. Pero traicionado por el subconsciente se quedó sin habla.

– ¡Dale, pibe! ¡Decí algo, che! –lo jaloneó uno de los organizadores desde abajo del escenario.

Max, repasando mentalmente el folleto freudiano que le habían dado antes de pasar al váter de la cafetería donde había desayunado, buscaba explicaciones en su foro interno: “¿Es esto un gatillazo?”

– ¡GALLEEEEEGO! ¡GALLEEEEEGO!

¡Este chabón es más boludo que las palomas! ¿Por qué no habla? –protestó el organizador pidiendo explicaciones con la mirada a sus compañeros.

Las banderas ondeaban con fuerza. El pueblo rugía. Le tiraban bragas, calzoncillos,  choripanes y camisetas del Boca Junior con el 10 en la espalda. Pero sin sentir emoción alguna, Max solo pudo concentrarse en recordar dónde había empezado todo…

– Papá, ¿nosotros somos peronistas?

– ¡Maríaaaaa! -gritó Rogelio sin levantar la vista del periódico- ¡Tu hijo se droga!

– Venga, papá, ¿somos o no somos peronistas?

– Nosotros somos felipistas, Max. Fe-li-pis-tas.

– Eso es, Max -comentó su hermana Silvia desde el sofá-, fe-li-pis-tas, con F de felación a las eléctricas.

Corría el invierno de 2019. Max llevaba dos años y medio de políticas en lo que para entonces aún llamaba “la dictadura epistemológica de la Carlos III”. Todavía no había digerido del todo no haber podido estudiar en Somosaguas. A pesar de ya haberse encariñado con las técnicas cuantitativas y que el palabro contrafáctico no le sonara a medicamento contra el estreñimiento, en cuanto se enteró que un grupo de jóvenes errejonistas de la Complutense haría un viaje a Buenos Aires no se lo pensó dos veces.

– Pues el mes que viene lo averiguaré. Me voy con unos colegas a Buenos Aires.

– ¿De viaje de Ecuador? – preguntó Silvia.

– Viaje de mitad de carrera. Llamándolo Ecuador estás banalizando la soberanía andina, y seguramente criminalizando a algún pueblo indígena.

– ¿Es necesario irse tan lejos? -preguntó Rogelio.

– Sí. Estoy confundido. Un poco de peronismo y dulce de leche seguro que me ayudan a ver las cosas más claras. Necesito saber si soy puta o militante.

María, su madre, le dio una colleja en la nuca. De las que dejan marca.

Max, en la mitad de su carrera -como en la mitad de la vida- estaba atravesando una crisis vital. Aún no sabía quién era ni quién quería ser. La lucha incansable entre sus dos almas -la científica y la política- lo mantenían en un perpetuo estado de insatisfacción. En sus discusiones políticas con amigos en ocasiones se dejaba llevar por el calor de sus ideales y sacudía las manos como en una asamblea del 15M. En otras, se le avinagraba el gesto y se empantanaba en un escepticismo analítico tan eterno como desesperante.

Le costó un par de días conseguir la aprobación de sus padres, pero al final coincidieron en que un viaje exótico sería una buena pausa antes de continuar con el sufrimiento académico. También en que le ayudaría a abandonar esa nueva costumbre de dormir abrazado a la iguana de su compañero de piso.

Su padre, en el fondo, sentía cierta culpa por haber condicionado el destino de su hijo al manipular la solicitud de universidades. “Tenía miedo que se convirtiese en una especie de Miguel Urbán o algo así” -le confesaba a María en la intimidad-. Aunque no entendía del todo la obsesión de su hijo por convertirse en un politólogo famoso, tuitero y tiktoker. “No lo sé, María. Debe ser una tara generacional, como con la derecha y Mario Conde. Pero mira, no se le puede poner puertas al campo. Con suerte le sale mal y al menos acaba rehabilitado como Ramón Espinar. Ahora regenta una inmobiliaria, ¿no?”

El grupo de errejonistas se dio cita en la T1 del aeropuerto de Barajas. Aunque no se habían visto aún todos las caras, llevaban semanas intercambiando mensajes por un canal de Telegram creado para la ocasión: Jóvenes Irradiados.

Quitando a Max y a la prima de uno de los miembros del grupo, todos estudiaban políticas o sociología en la Complutense, aunque no eran compañeros de clase. De hecho, Max percibió en el chat una brecha entre gramscianos y perturbados del todo. Los primeros eran mayoría. Los segundos, liderados por Irene y Joaquín -más inclinados a la praxis que al intelecto-, se dedicaban poco más que a hacer comentarios sarcásticos en el grupo. Max se unió a ellos.

-Hola Irene. Hola Joaquín. ¿Qué tal vamos? ¿Estamos todos? -saludó Max al acercarse al mostrador de embarque.

-Vamos de culo. Nos acaban de avisar que la primera actividad será asistir a un taller titulado Cómo casi ganar elecciones leyendo a Laclau en diagonal -contestó Irene.

-Nosotros contraprogramamos, Max -dijo ahora Joaquín-. Apenas aterrizamos nos plantamos en el barrio más pobre para respirar la realidad nacional y popular de primera mano.

Aeropuerto Internacional Ezeiza, Buenos Aires, Argentina.

Max se acercó al mostrador de información. Se dirigió a un hombre con la camiseta del Newell’s Old Boys:

– Disculpe, ¿podría decirme por dónde coger un taxi?

– Y pibe, como no sea por el tubo de escape…

Cumpliendo su promesa, Irene, Max y Joaquín se escindieron del grupo de gramscianos. Joaquín propuso ir a la única villa miseria de la que había oído hablar: “A Villa Fiorito, por favor. Ahí se crió Maradona” -le comentó a sus compañeros-. El taxista, que se presentó como Licenciado Marcelo Garibotto, psicólogo y especialista en la culpa introspectiva por amamantamiento pre-infantil en el pensamiento lacaniano, sugirió como destino la famosa Villa 31:

– Si quieren vivencias peronistas, ahí les rompen el culo seguro.

– ¿Es cierto que en las villas el pueblo se autoorganiza en torno al poder matriarcal para la provisión de bienes y servicios? -preguntó Irene.

– Sí, volvieron las manzaneras -contestó el Licenciado-. Son mujeres, cabeza de familia, a las que el gobierno les encarga repartir alimentos y productos de primera necesidad entre la gente más pobre del barrio. Que son todos. Además de recaudar votos para las siguientes elecciones.

– Eso se ajusta a la definición de clientelismo político de Susan Stokes -apuntó Max.

-Eso es peronismo, querido. Cuando nacés en la Argentina te dan un diploma de pelotudo con el chupete y los pañales. Llevamos décadas gobernados por una manga de ladrones y seguimos chupando.

– Discúlpeme, Licenciado -intervino Joaquín-, está siendo muy injusto con la transformación social que trajeron Néstor y Cristina. El problema son los oligarcas, las multinacionales, los medios, pero el pueblo está ganando la batalla por la hegemonía.

El taxista frenó en seco, les pidió que se bajasen del coche y los mandó a la concha de la lora.

-Quizás nos estaba haciendo una recomendación turística -comentó Joaquín.

Llegaron andando al mercado de la Villa 31. En el camino dos personas con la camiseta del Vélez Sarsfield les pidieron dinero. Una de ellas les amenazó apuntándoles con un empanada de carne en la mano. El bullicio de la gente les recompuso el ánimo.

– En los mercados populares se respira democracia directa ya -suspiró Irene. Mirad, allí junto al puesto de frutas y verduras parece haber una asamblea -gritó su sesgo de confirmación.

Efectivamente, en la verdulería el pueblo estaba discutiendo. La gente se agolpaba junto a una señora ataviada con varias bolsas de la compra. Vestía la camiseta del San Lorenzo de Almagro. Al parecer exigía al verdulero que le bajara el precio de las remolachas:

– Pero no seas conchudo, si esta mañana las tenías 50 pesos más baratas.

– Es la inflación, señora. Y a mi no me insulte que soy un trabajador.

Alguien gritó: ¡Viva Perón!

– Qué trabajador ni trabajador, pelotudo. Si tenés a tres bolivianos cargando y descargando, vendiendo y limpiando todo mientras vos te tocás las bolas ahí en el cuartito de atrás. Sino de dónde tenés esa panza de sindicalista piquetero.

“La mujer no falta a la verdad” -pensó Max. “Es posible que el índice de masa corporal del señor verdulero esté tan desproporcionado como el número de escaños asignados a Soria”.

– Señora, rescátese -se defendió el verdulero.

– ¡Todos los días nos estás choreando! -intervino un joven con la camiseta del Gimnasia y Esgrima La Plata.

– ¡Gordo cementerio de ravioles! -gritó otro sin camiseta.

Irene no pudo soportar tanta pulsión democrática. Decidió intervenir.

– Hola compas. Yo soy Irene -el pueblo se giró hacia ella-. Soy española, pero aborrezco mi pasado colonial -hizo una pausa, se llevó la palma de una mano al pecho y bajó la mirada-. Pero soy nacional y popular. Soy peronista, kirchnerista, cristinista y tengo una foto de Evita de fondo de pantalla en mi iPhone -dijo mientras hacía el gesto de la victoria con el índice y el dedo corazón. Os respeto y no quiero imponer mi ser. Pero me gustaría decir que esta asamblea no es la más inclusiva que yo haya visto. El pueblo necesita oírse así mismo de manera respetuosa.

– ¿Y esta gallega de dónde salió? -dijo el señor verdulero.

– No soy gallega, soy de Castilla La Mancha. De un pueblo de humildes agricultores donde…

– Escuchame, pendeja. ¿Qué carajo te metés? ¿Vos querés comprar remolacha o no? -le dijo la señora ataviada con bolsas de la compra y camiseta del San Lorenzo.

– No, no. Solo quería ayudar a que pudieseis deliberar. Hacer pueblo. -Irene hizo una larga respiración-. A veces el mercado nos impone sus reglas. Es el núcleo irradiador de nuestras lógicas capitalistas. Pero la voluntad de la gente consigue buscar alternativas. Si nos cuidamos unos a otros somos y seremos. Al final de cuentas ¿qué son las remolachas? Son un significante vacío –enfatizó dibujando un circulo en el aire con la mano.

– Mirá, nena -le dijo la señora ataviada con bolsas de la compra-, yo no sé si vos sos boluda, yo no sé qué carajo haces acá, yo no sé si vas a salir de acá, pero antes de tu guerrita semántica de mierda está la guerra entre los pobres. Y este gordo come pija lleva dos semanas subiéndome los precios. Yo tengo cinco bocas que alimentar, ¿entendés?

– ¡Verdulero la tenés adentro! -gritó una señora con bastón y camiseta del Racing de Avellaneda.

Max comenzó a ponerse nervioso. Se convenció que urgía un cambio de estrategia. El lenguaje confluyente de Irene no daba resultados. Recordó la ingeniosa metáfora errejoneana sobre lo complicado que es correr y atarse los cordones a la vez. “Tenemos que ayudar al pueblo sin que el pueblo nos linche” -reflexionó. Decidió intentarlo con un poco de rational choice.

– Amigos, amigas. Un poco de calma, por favor. ¡Escuchadme un momento! -Su determinación aterrizó con suavidad en los oídos de la gente-. Yo solo quería deciros que este es un juego de suma cero. Lo que gana el verdulero, lo pierde el pueblo. Y lo que gana el pueblo, lo pierde el verdulero, que también es el pueblo. -Se le cruzó fugazmente la idea de que Rajoy quizás tuviese una dimensión errejoneana-. Tenéis que convertir este dilema del prisionero en un juego cooperativo. Lo que hay que maximizar es la felicidad de todes.

Por segunda vez en menos de una hora los enviaban al mismo sitio: a la concha de la lora.

Irene, Max y Joaquín salieron del mercado sin alma en sus cuerpos. En silencio, cogieron otro taxi y le indicaron al chófer -Doctor en Química Orgánica- la dirección de la Facultad de Ciencias Sociales: “Calle Marcelo T. de Alvear, 2230, por favor”.

Al llegar al edificio de la Universidad de Buenos Aires, los tres jóvenes irradiados se quedaron pasmados por la frenética actividad alrededor de las aulas. Se encontraron con mesas informativas de incontables facciones izquierdistas, organizaciones pro derechos humanos, grupos ecologistas, cartelería pre- y post-montonera, panfletos de peronistas de izquierdas, de derechas, borgeanos y maradonianos. Aquel nivel de militancia política dejaba a su admirada Somosaguas a la altura del betún.

Enseguida vieron a algunos de sus compañeros gramscianos sentados en el bar del hall principal. Se acercaron. Max pidió al camarero un mate con alfajores, Irene una cerveza Quilmes y Joaquín un bife de chorizo con chimichurri.

– Hola chicos. ¿Qué tal ha ido el curso de Laclau en diagonal?

– Un desastre -contestó Isabel mientras chupaba una cuchara con dulce de leche-. Yo me quiero ir de este país pero ya.

– ¿Qué ha pasado?

– A los 5 minutos de empezar nos interrumpió un dirigente de las juventudes cristinistas que nos quería dar un mensaje de bienvenida. El mamón se tiró una hora y media hablando y nos dejó sin curso. Esta gente tiene un problema de incontinencia verbal severo -se quejó Isabel.

– ¿Pero aprendisteis algo?

– Salimos horrorizados. Convencido de que el momento populista volverá pronto a España, el tío se empeñó en darnos una lección sobre las mejores técnicas del proyecto nacional y popular en caso de tener que librar una guerra relámpago.

– ¿Y cuáles son? -preguntó Max visiblemente entusiasmado.

– Nos enseñó un par de cánticos cual barra bravas para los partidos de fútbol -“un sector clave para invertir en militancia peronista”-; la agitación de brazos correspondiente a cada cántico -sugirió elongación previa-; y un conjunto de golpes y patadas para la batalla de ideas. Juanma acabó con una brecha en la frente.

– Encima el muy iluminado quiere que participemos en un acto en la Plaza de Mayo.

“Ni teoría ni praxis” -pensó Max. Cogió un alfajor y apuntó en su libreta:

“Mi viaje peronista promete decepción. No sé qué venía a buscar pero dudo que lo encuentre aquí. El kirchnerismo no se parece nada a lo que leí en los artículos de Rebelion.org. Y sin seducción no hay convicción. Me tendría que haber metido a estudiar ADE en vez de ciencia política. Ahora mismo odio a la ciencia y odio a la política. Me muero de ganas por volver a abrazar a la iguana del profesor Pelazzo. ¿Qué será de mi querido y desdichado compañero de piso?”

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Sebastián Lavezzolo es profesor de ciencia política en la Universidad Carlos III. Escribe en el blog Piedras de papel.


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