No podía saberse, no es culpa de nadie

Conforme transcurren los meses del gobierno de López Obrador, surgen chispazos de autocrítica entre quienes llamaron a votar por él. Aunque hace falta que se transformen en crítica sostenida, estos chispazos son bienvenidos.
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Tras el último ataque xenófobo de Trump, el editor conservador de The Atlantic, David Frum, tuiteó: “Cuando todo esto termine, nadie admitirá haberlo apoyado”. La frase apela de inmediato a otras arenas donde ha caído la ola demagógica global. Vale preguntarse, por ejemplo, si en México habrá los debidos arrepentimientos. “Cuando todo esto termine” sugiere una larga oscuridad. Y “nadie admitirá haberlo apoyado” advierte irresponsabilidad al final del túnel.  

El régimen obradorista empieza a producir desertores a medida que se dimensiona su pulsión destructiva y autoritaria, pero pocos son los líderes de opinión que tienen la valentía de reconocer el error general. Los más, hacen críticas menores por aquí y por allá tratando de escapar un eventual juicio histórico, ven árboles torcidos pero no el bosque. Si bien denuncian tropelías, todavía avalan el espíritu de los tiempos. ¿Algún viejo entusiasta con suficiente compromiso y humildad saldrá a decir que esto va mal, que lamenta haber llamado irresponsablemente al voto?  

Claro que… ¿cuándo es hora de abandonar el barco o, más difícil aún, de volverse disidente? ¿Es justo llamar a cuentas? ¿Merece condena quien haya usado su fama para apoyar a un régimen peligroso? La oposición no debe montar un tribunal mediático (y mucho menos moral) pues además de ser propio de una reacción autoritaria y persecutoria, disuadiría a posibles desencantados de tomar el paso definitivo. El tribunal ya lo erigieron los propios fanáticos, quienes juzgan de traidores y apóstatas a los desencantados.

Pero sí cabe convocar a la reflexión.

Hay una diferencia entre restregar un violento y tribal “te lo dije”, como si la admonición mereciera un premio y el desliz un escarmiento, y demostrar que desde el comienzo hubo signos ominosos. Mis amigos y yo hemos popularizado el broche “no podía saberse, no es culpa de nadie”, porque sí podía saberse y sí es culpa de muchos. Tan solo se trata de sentar varias lecciones para activar la crítica y disipar la niebla: primero, que los expertos –historiadores, politólogos, periodistas, economistas, profesores– que anticiparon este devenir sí sabían y debemos recuperar la legitimidad de su pericia y que quienes normalizaron al régimen dándole una textura cool, académica o progresista eran farsantes o tontos y debemos sospechar de sus pretensiones; segundo, que había incontables antecedentes en la vida política de López Obrador –sobre todo, por ejemplo, en su política cultural y clientelar– para haber sabido y seguir sabiendo; y finalmente, que la demagogia autoritaria es siempre obvia y manifiesta: alguien que se disfraza de presidente legítimo y manda al diablo a las instituciones no es un demócrata.

En ese sentido, son valiosas y valientes las disculpas que han ofrecido antiguos simpatizantes con reflector. Susana Zabaleta, una de las más famosas entusiastas, contestó a Sergio Sarmiento hace poco sobre la crisis en cultura: “Tristemente sí me equivoqué. Perdón por mi estúpida esperanza y por pensar en un México que todos queríamos; lo sé, es decepcionante.” También Daniel Giménez Cacho, otro de sus principales proselitistas desde 2006, terminó reconociendo con pesar que “para el licenciado Obrador nunca fue una prioridad la cultura” desde que gobernaba la Ciudad de México. Leí después al periodista de Proceso Isaí Mandujano: “voté por López Obrador porque como 30 millones de mexicanos, guardé la esperanza de que todo fuera diferente. Sin embargo, las señales que hasta ahora ha mandado están muy lejos de ser diferente a la que mandaban sus antecesores.” Y pocos más, en especial del gremio cultural.

Por supuesto no basta con la expiación fácil y efímera: rezar tres aves marías e ir con Dios. Queremos ciudadanía, no masas afligidas. El remordimiento no puede sustituir al civismo activo, al continuo esfuerzo que exige la democracia. De lo que se trata es de que el chispazo se transforme en crítica sostenida. Pero desde luego, el chispazo es bienvenido y necesario.

Los demagogos les hablan a las sociedades que los engendran. Pero también las celebridades. ¿Por qué damos autoridad política –a priori, más allá de los argumentos– a actores, cineastas, roqueros y cantantes? Problema para otra ocasión; pero siendo así, sirve llamar a los ya arrepentidos a manifestarse y a emprender la crítica, acaso ayudarán a revertir la ruina, pues siempre se puede estar peor y vienen elecciones importantes. Al final, quienes caminaron pian pianito solo podrán consolarse con su propia fantasía: “no podía saberse, no es culpa de nadie.”  

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Es periodista, articulista y editor digital


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