Foto: Al Jazeera English/ZUMA Press Wire

Nuestra vergüenza afgana

Por poco realistas que fueran las expectativas de construcción nacional en Afganistán, nada de lo ocurrido en días recientes es un éxito para Estados Unidos. Tratar de presentarlo así muestra la ceguera voluntaria de su gobierno ante un fracaso moral.
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Durante las últimas horas en las que la bandera estadounidense ondeó en la embajada en Kabul, los funcionarios se apresuraron a destruir material sensible. Otros quemaban reproducciones de las barras y las estrellas, por temor a que pudieran alimentar la propaganda talibana una vez que los insurgentes tomaran control del complejo. Al mismo tiempo, Antony Blinken hizo acto de presencia en los programas de noticias del domingo. En un lado de la pantalla partida aparecían los helicópteros evacuando el edificio de la embajada en Kabul, y en el otro el secretario de Estado rechazaba cualquier paralelo con la caída de Saigón y en cambio proclamaba que Estados Unidos había logrado sus objetivos y estaba retirándose de manera ordenada. Pero la verdad es que el país fracasó, incluso dentro de las muy acotadas metas que se planteó el gobierno de Biden en Afganistán. Y el fracaso fue vergonzoso.

 

Aunque el presidente manifestó que era uno de sus objetivos, es casi seguro que Estados Unidos no mantendrá una presencia diplomática en territorio afgano. El retiro “ordenado y deliberado” fue caótico incluso antes de que los talibanes llegaran arrasando hasta Kabul. Y lo que resulta más nauseabundo es que nos limitaremos a observar lo que le pase a decenas de miles de afganos que pelearon cuerpo a cuerpo con los soldados de la OTAN, y a sus familias, a quienes el presidente prometió proteger, y que ahora ven cómo sus rutas de escape se estrechan hasta desaparecer. Por muy imposibles que pareciera las expectativas de construcción nacional en Afganistán, nada de esto es un éxito. Tratar de presentarlo así duplica la ofensa; es una ceguera voluntaria ante el fracaso moral.

Aún así, el gobierno se obstina en negar su responsabilidad por el destino de Afganistán.

Mientras las capitales regionales a lo largo del mes y los servicios consulares cerraron para los afganos que buscaban que se les cumpliera la promesa de recibir visas “de migrantes especiales”, el presidente Biden insistió en que no se arrepiente de su decisión. El mismo sábado, dijo que el acuerdo del gobierno de Trump con los talibanes significó que el cronograma del retiro de Estados Unidos de Afganistán no podía alterarse, si se quería evitar grandes hostilidades. Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes, elogió la “sabiduría” de la postura del presidente y habló además de la importancia de incluir a las mujeres y las niñas en las discusiones sobre el “futuro de Afganistán”. Dados los reportes de que a las mujeres se les está prohibiendo ir a trabajar en territorios controlados por los talibanes, y de que las reporteras mujeres han sido cazadas por las fuerzas talibanas, lo dicho por Pelosi hace poco más de 24 horas ya tiene un retorcido tufo a parodia. El domingo, Blinken describió la situación de las mujeres y las niñas como “abrasadora” y manifestó su esperanza de que el régimen talibán llegue a entender que la equidad de género es un asunto de interés propio y nacional.

Casi todos repitieron el argumento de que las opciones que tenía el presidente ante sí eran el retiro inmediato o un enfrentamiento prolongado. Pero nunca fueron así de extremas. Cada día que los talibanes pasaban lejos de Kabul era un día más que Estados Unidos tenía para garantizar, por lo menos, la vida de aquellos afganos a los que prometió rescatar. Aunque el gobierno de Biden habla de alternativas en términos de años de conflicto, para algunos aliados el margen de sobrevivencia se mide en días. Cada vida salvada sería una deuda pagada; cada día que no se mantuvo a raya a los talibanes, ya sea por una cuestión de inevitabilidad, de estrategia o de prudencia, es ahora una promesa rota.

Tal vez deseamos dar por concluido nuestro involucramiento en Afganistán, pero las circunstancias de nuestra partida no nos permitirán despegarnos tan fácilmente. Una inminente crisis de refugiados amenaza la estabilidad regional y la capacidad de nuestros aliados europeos, que tendrán que cargar con un gran peso. El domingo, el Pentágono acortó el cronograma anticipado para que Al-Qaeda vuelva a atrincherarse, no obstante que el presidente insistió que Estados Unidos ha tenido éxito al derrotar al grupo terrorista en Afganistán. (Al mismo tiempo, las fuerzas talibanas aparentemente liberaron a miles de militantes, entre ellos miembros de Al-Qaeda, de una cárcel en las afueras de Kabul.) Y este menoscabo de la imagen estadounidense a los ojos tanto de aliados como de competidores pone en tela de juicio la credibilidad de un gobierno que prometió colocar a Estados Unidos en una posición de coherencia y fortaleza en la arena mundial, luego de cuatro años de caprichos y caos.

En 2020, el entonces candidato Biden habló con franqueza acerca de Afganistán con Margaret Brennan en el programa Face the Nation. La aproximación que planteó estaba en línea con una perspectiva realista del mundo: Estados Unidos debería reservarse la acción militar para amenazas a su seguridad nacional o la de sus aliados, y preferir el uso de herramientas distintas para promover los derechos humanos alrededor del mundo. “Hay miles de lugares a los que podríamos ir para lidiar con la injusticia”, dijo Biden, y Estados Unidos no puede intervenir en todos ellos. “¿Me está diciendo que debemos meternos a China?”, le preguntó a Brennan, antes de argumentar que él tendría “cero responsabilidad” por la vida bajo un régimen talibán si llegaran a recapturar el poder.

Pero hay una diferencia entre la inacción y el abandono, así como hay una diferencia entre el realismo y el fatalismo. Es una distinción que Biden comprendió cuando, en 2018, hizo una crítica fulminante a la abrupta decisión del presidente Trump de abandonar a los aliados kurdos en Siria, una decisión justificada con los conocidos estribillos de que habíamos derrotado a la amenaza terrorista y necesitábamos traer a nuestros soldados a casa. Es una distinción que ahora la administración parece muy preocupada por borrar.

Más allá de esta falla en reconocer el deber especial de cuidado que tenemos, hay otro aspecto preocupante del mensaje del gobierno de Biden: su rechazo a aceptar la responsabilidad moral por las consecuencias predecibles de sus propias acciones y la negación implícita de su propia capacidad. Como escribió Eliot Cohen en la revista The Atlantic el mes pasado: “Sugerir, como lo ha hecho este gobierno, que la catástrofe que se cierne sobre Afganistán no es responsabilidad nuestra, es moral y fácticamente falso. Hemos tomado una decisión brutal, una decisión comprensible, pero en ningún caso se trata de una decisión moralmente neutra”. Decir que una estrategia imperfecta ejecutada imperfectamente es un éxito es tomar por virtud la impotencia y proyectarla como si se tratara de prudencia. No se trata de una humildad madura, surgida de la evaluación realista de lo que se puede y lo que no se puede conseguir; se trata de una autoexculpación complaciente enmascarada bajo la retórica del realismo. 

Si la gran amenaza del idealismo en política exterior es extralimitarse, la gran amenaza del realismo es la tentación de racionalizar. Para cuando el presidente Biden tomó posesión, el objetivo de un Afganistán democrático y capaz de asegurar su propia estabilidad puede ya haber sido imposible, y la caída de Kabul inevitable. Quizás el costo para los intereses de Estados Unidos será menor al proyectado y las ganancias mayores de lo que parecen en este momento. Tal vez el gobierno de Biden aún logre tener éxito en el necesario trabajo de enfocar los esfuerzos estadounidenses hacia los pares competidores en el exterior y los retos mayúsculos en el interior. Visto a través de la lente del interés nacional inmediato, el desgarrador llamado a minimizar nuestra presencia en Afganistán quizá fue el correcto.

Pero no puede excusarse la intemperancia con la que se implementó esta decisión, ni la terca insistencia del gobierno en que todo ha salido más o menos como se planeó. No hay alquimia retórica que pueda transformar esta negligente búsqueda de la opción menos mala en una historia de éxito. Pretender que sí se puede solo añade ofensa a la deshonra.

 

 

Traducción del inglés de Pablo Duarte.

Publicado originalmente en Persuasion.

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