Alguna vez escuché decir que la verdadera medida de un hombre se encuentra no en cómo lidia con la adversidad externa, sino en cómo le hace frente a sus propias batallas, a sus enigmas internos. Si eso es verdad, lo es todavía más en el caso de los políticos. Casi por definición, una carrera política exige la respuesta a una serie de preguntas fundamentales: ¿qué tipo de político se quiere ser? ¿Uno que apueste por la evolución y la ruptura o uno con mayor apego a las tradiciones y las formas de, por ejemplo, el partido que lo ampara? Por supuesto, mientras más monolítica es la estructura de partido de la que el político proviene, mayor será la resistencia interna a apostar por una identidad de verdad transformadora. En la historia hay garbanzos de a libra. Remito, por ejemplo, a Mijail Gorbachov.
La reflexión invita a pensar en México y el PRI. La tensión entre el respeto a las formas del pasado y la voluntad de profunda metamorfosis ha estado en el centro de los políticos priístas por décadas. Salinas apostó todo por la transformación económica, yendo en contra de la vocación estatista del PRI. Pero no le alcanzó la voluntad evolutiva para apostar por el progreso político del país y de su partido. No solo no le alcanzó: ¡Salinas se quiso quedar con la política mexicana! Luis Donaldo Colosio enfrentó el mismo dilema y, a decir de algunos, para el fatídico marzo del ‘94, ya había optado por la ruptura: así lo revelaba su célebre discurso del día 6. Mario Aburto nos negó la posibilidad de poner a prueba el fuero interno de Colosio. Ernesto Zedillo apostó hasta donde pudo por la ruptura: fue en contra de las “buenas costumbres” de su partido y respaldó la alternancia. Así se lo cobró (y se lo sigue cobrando) el PRI y Salinas, capo di tutti capi del priísmo.
Desde hace mucho tiempo he pensado que la pregunta toral alrededor del carácter de Enrique Peña Nieto radica en esa misma tensión entre conservar las formas, las prioridades y el elenco del PRI u optar por encabezar esa ruptura inédita (y, a todas luces, necesaria) con el corporativismo, el clientelismo y demás vicios de su partido. En el 2011 tuve una entrevista radiofónica con el propio Peña Nieto en el que le reclamé que recurriera a las formas más gastadas del priísmo (a propósito de aquella apoteótica toma de posesión de Eruviel Ávila en el Estado de México) para celebrarse y celebrar a su partido. Recuerdo haberle dicho que no podía pretender encabezar una nueva generación de políticos priístas si insistía en organizarse actos fastuosos, de corbata roja, con los brazos abiertos, saludando como César en el Coliseo. Peña Nieto me explicó que, para él, la solemnidad y el respeto a una tradición no reñían con “trabajar con un estilo distinto, con nuevas formas (…) con una visión moderna”. Me quedé con mis dudas. Aquel apetito suyo por los viejos modos de hacer las cosas me revelaba una propensión inquietante: si la forma es fondo, entonces Peña Nieto era un político viejo con piel de joven, un reformador cuya vocación transformadora encontraba (y encontraría) sus límites en los hábitos, territorios e intereses de su partido.
Tuvieron que pasar cuatro años para que Peña Nieto se topara con la oportunidad ideal para revelar cómo ha resuelto la disyuntiva entre las viejas formas y la “visión moderna” de gobierno que siempre ha pretendido poner en práctica. Como todo momento crítico, el discurso del jueves pasado en Palacio Nacional presentaba riesgos y oportunidades. El presidente podía tomar la indignación nacional —con su gobierno, con la violencia, con la corrupción, con él mismo— y transformarla no solo en un mea culpa catártico y honesto, sino en un momento de comunión con el país que gobierna. Pudo haber roto con la tradición priísta (“político que reconoce un error no sabe ser político”) y admitir, con todas sus letras, de manera explícita, sus omisiones y sus tropiezos. Pudo haberse referido con toda vehemencia a la polémica de la “casa blanca” y ordenado una fiscalía especial: transparencia moderna, no opacidad priísta. Y claro: pudo haber roto el discurso predecible, la gélida enumeración y el elogio en boca propia para hablar desde el corazón, con la cercanía que tiene alguien que pretende habitar lejos de la cúpula olímpica de un partido de tradición autoritaria. Un poco de don de gente, un poco de sangre, de emoción. El priísta de “visión moderna” habría hecho todo eso y más. Enrique Peña Nieto optó por el camino opuesto. Ni autocrítica, ni transparencia, ni empatía, ni cercanía, ni calidez. Está claro, entonces: el presidente nunca irá contra las formas del partido al que le debe la vida política. El hecho ha tenido y tendrá consecuencias graves. De ahí la insularidad de Los Pinos, de ahí la falta de cambios en el gabinete, de ahí la distancia (enorme) con el pulso en la calle, de ahí la parálisis. Habrá que hacerse a la idea: Peña Nieto gobierna para el PRI, con el PRI y como el PRI. Esperar otra cosa ya es pedirle peras al olmo. No hay que olvidarlo en el 2015, ni en el 2018.
(El Universal, 1 de diciembre, 2014)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.