Una de las características de la política actual es que, en buena medida, se agota en sus puros efectos comunicativos. Eso ha llevado a que cada vez sea más común que se vendan como logros lo que no son más que propuestas que no se sabe si llegarán a materializarse, pero cuya concepción es presentada con la mayor pompa. Así, un repaso por las notas de prensa de las reuniones del Consejo de Ministros da testimonio de esa tendencia a titular “El gobierno aprueba la le y de…”, obviando que lo que ha hecho en realidad es aprobar la presentación al Parlamento de un “proyecto de”.
Pues bien, el último ejemplo de esta realidad ha sido el Plan de acción por la democracia, que ya adelantó el presidente Sánchez en sus epístolas tras su retiro espiritual. Este plan podríamos decir que se trata del último conejo sacado de la chistera en este mundo de la magia política.
Finalmente, la respuesta al deterioro de nuestra democracia son treinta y una medidas. Ocurre que, al analizar las mismas, lo primero que destaca es que aquellas con más enjundia no dejan de ser propuestas que habrán de materializarse primero en proyectos de ley y luego han de ser aprobadas por nuestras Cortes (así ocurre con 21 de las medidas). Por lo que, por el momento, solo tenemos una colección de titulares con meras intenciones. Para colmo, muchas de estas reformas que ahora se anuncian ya venían incluidas en los Planes Anuales Normativos, tan frecuentemente incumplidos. Ojalá que ahora este impulso sirva para que corran mejor suerte. Y aquí, por ejemplo, podemos felicitarnos porque el gobierno haya rescatado la aprobación de una ley de lobbies (prefiero el término español de “cabildeo”) y la reforma de la Ley de secretos oficiales, que habían desaparecido del Plan Anual Normativo de 2024, pero que la Comisión Europea venía recomendando en sus informes anuales.
Además, debe señalarse que una buena parte de las medidas, sobre todo en lo que afecta a medios de comunicación, se inspiran en el Reglamento europeo sobre la libertad de los medios de comunicación, que por sí solo es norma aplicable directamente. En particular, la norma europea ya ofrece un marco jurídico para cuestiones como la garantía del pluralismo frente a la concentración de los medios, sobre la publicidad institucional o sobre la propiedad de los medios de comunicación. Puede que lo que se anuncia ahora sea llevar más allá las obligaciones impuestas a los medios, pero, si así fuera, debe advertirse que se podría entrar en un terreno pantanoso.
De hecho, mientras que el Reglamento europeo habla de que se cree una “base de datos” para recoger la información sobre la propiedad de los medios y los fondos públicos que reciben, la propuesta del gobierno sube la apuesta y se refiere a la creación de un “registro” de medios de comunicación que incluya también la “inversión publicitaria” que reciben. El término “registro”, como puede comprenderse, es algo que alerta porque ya sabemos lo problemáticas que pueden ser las intervenciones administrativas en este ámbito. Además, habrá que estar atentos cuando se redacte la letra pequeña en cuestiones como los criterios para el reparto de la publicidad institucional (ya se señalan singularidades –“medidas de apoyo”– para los medios “que estén íntegramente en lenguas oficiales diferentes del castellano”) o cuando se vayan a adjudicar los 100 millones de euros para promover la digitalización de los medios. De igual forma, cabe cuestionarse la oportunidad de haber convertido a la CNMC en un macro-regulador que extienda su supervisión al sector audiovisual y, aún más, a las plataformas digitales y a los medios de comunicación.
Además, lo que orilla la propuesta del gobierno son las pertinentes referencias que hace el Reglamento europeo a la necesidad de preservar la independencia de los medios públicos. Quizá no sea casualidad después de que en nuestro país hayamos visto la perversión del procedimiento que intentó profesionalizar la dirección de RTVE (por cierto, en una reforma introducida con Zapatero en el gobierno). El resultado ha sido, para variar, llevar a la presidencia del órgano a una militante del PSOE (que quedó en los últimos puestos en la evaluación experta previa).
Asimismo, en este plan también nos encontramos con medidas que anuncian el cumplimiento de exigencias europeas a las que ya llegamos con retraso (por ejemplo, con el decreto para la creación de la Autoridad independiente de protección del informante).
Y, más allá, bienvenidas son algunas de las medidas que se proponen en relación con eliminar ciertos delitos de opinión (vilipendio a instituciones del Estado, contra los sentimientos religiosos o escarnio público) y algunas infracciones administrativas previstas en la Ley de seguridad ciudadana. Sin embargo, ese compromiso con nuestras libertades fundamentales no parece alcanzar a restricciones liberticidas que se encuentran en las cada vez más expansivas legislaciones antidiscrimintorias o en las de memoria democrática. Y debe ponerse la lupa sobre propuestas como la reforma del régimen de rectificación (cuyo ámbito es la protección de derechos de la persona frente a informaciones “inexactas”), pero no es un instrumento para enfrentarse a la desinformación. Y, de forma más general, hay que poner la señal de cuidado ante la sugerencia de mejorar la tutela del honor y de la intimidad y de adoptar medidas contra la desinformación. Sobre todo a la vista del relato que ha rodeado su anuncio: un presidente erigido en paladín frente al “fango” de los pseudomedios de la “fachosfera”.
Por lo demás, el plan presenta una pléyade de medidas que irían por el buen camino en relación con la lucha contra la corrupción, la rendición de cuentas o para reforzar la transparencia del poder legislativo y del sistema electoral, aunque afrontan cuestiones bastante secundarias.
En cuanto a su forma de aprobación, llama la atención que lo primero que proponga el plan sea “ampliar la participación ciudadana y la colaboración con la sociedad civil en asuntos públicos” y, sin embargo, el mismo se ha cocinado en Moncloa sin contar con los actores políticos y civiles relevantes que vienen trabajando en estos temas de regeneración democrática.
Una incongruencia que también se observa en muchas otras medidas que el plan propone que se recojan como normas vinculantes, pero que a lo largo de estos años el gobierno se ha escaqueado de cumplir con ellas. Así ha ocurrido con el debate sobre el estado de la nación y, sobre todo, con la displicencia con la que el gobierno viene tratando cuestiones como la consulta experta y la participación ciudadana en procedimientos normativos o, sobre todo a la luz del caso Begoña, en cuestiones como los conflictos de interés y la integridad pública. Y es que una de las cautelas que pesan sobre este plan regenerador es precisamente la falta de credibilidad de quien lo impulsa. Añado: por desgracia, la credibilidad del principal partido de la oposición también cotiza muy a la baja y, a la luz de las reacciones, no parece que vaya a aprovechar la oportunidad para mostrar su sentido de Estado mejorando las propuestas que ahora precariamente se presentan.
En fin, la valoración general de este plan es que resulta francamente pobre y no va a la raíz de los problemas de nuestra democracia. Es un refrito que asume algunas propuestas interesantes, pero de relevancia secundaria, y, para colmo, en buena medida queda a expensas de unas mayorías parlamentarias poco fiables. ¿Va a depender la regulación de nuestros secretos oficiales de Bildu y de Puigdemont? ¿Cuál será el peaje que harán pagar los socios en cada medida que se apruebe –ya hemos visto la excepción a los medios monolingües en lenguas cooficiales–? Hay, además, que ser cauto con algunos instrumentos que pueden terminar siendo usados con finalidades liberticidas. Pero, sobre todo, el plan resulta decepcionante porque no afronta los problemas más graves que comprometen la salud de nuestra democracia, como se advierte en el reciente informe que hemos elaborado la Fundación Hay Derecho (aquí). En concreto, la esclerosis de nuestro parlamentarismo y la politización de los órganos de garantía y control.
Si de verdad se quiere regenerar nuestra democracia, bastaría con comenzar con un par de cuestiones muy sencillas: gobernar con el Parlamento (no a base de decretos leyes y con presupuestos prorrogados), respetar a las minorías parlamentarias (que, por otro lado, deben también hacerse respetar siendo serias y rigurosas), y abstenerse de nombrar a fieles partidistas para las instituciones de garantía y control (a este último respecto, en Hay Derecho elaboramos también un documento con buenas prácticas en el que proponemos sistemas de concurso público y evaluación experta –aquí–). Con eso, ya tendríamos un avance real y no un mero conejo de chistera.
Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.