En el ranking mundial de universidades que se publica cada año no es posible encontrar una universidad española entre las 150 mejores. Los años de la crisis vieron cómo la inversión en educación caía a la mitad, después de haber alcanzado su máximo en 2009. En la actualidad, según un informe publicado el año pasado por la Conferencia de Rectores de la Universidad Española, La Universidad Española en Cifras 2015/2016, nuestro país se cuenta entre aquellos de la UE donde las matrículas son más caras y la dotación de becas es más baja.
Esta situación se agravó en los años de la recesión, en los que la inversión en I+D retrocedió un 7% entre 2008 y 2015, mientras que en los países de la OCDE subía de media un 4,9%. El resultado de estos recortes es la expulsión de 70.000 alumnos cada curso del sistema de ayudas para estudiar en la universidad.
En España, el acceso a los estudios universitarios es inferior al de los países desarrollados de su entorno. Según el informe, un 47% de la población cursa estudios de grado, frente al 54% de media de la OCDE. Entre los jóvenes, la población universitaria representa al 41%, frente al 49% de Reino Unido o el 60,6% de Canadá.
El documento señala que, en los últimos años, las universidades españolas han perdido un 7,24% de su alumnado, pero en el mismo periodo las universidades privadas han visto aumentar su número de alumnos en 21,13%. El sistema universitario está produciendo desigualdad: cada vez son más los que pueden acceder a una titulación privada, pero también los que encuentran dificultades para cursar una carrera en una universidad pública.
La universidad pública se sostiene con impuestos, esto es, con el esfuerzo económico de todos, también de aquellos a los que la renta no les alcanza para ofrecer a sus hijos una educación superior. Para muchas familias la universidad pública resultado de los recortes representa una política regresiva: costean con sus impuestos los estudios de las clases medias, al tiempo que el deficitario sistema de becas y los elevados precios de las matrículas plantean una barrera de entrada infranqueable para sus hijos.
La desigualdad en el acceso a la educación superior tiene consecuencias económicas y laborales permanentes. El desempleo es menor entre aquellos que cuentan con una titulación universitaria y también los salarios son de media más altos.
Por último, son muchos los estudiantes y sus familias que han de hacer verdaderos esfuerzos para poder acceder a la universidad y pagar la matrícula cada año.
Todos estos datos convierten en absolutamente inadmisibles algunas de las noticias que estamos conociendo estos días. El escándalo sobre la falsificación del título de máster de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, no es un asunto personal ni una anécdota. Ha destapado toda una red clientelar entre los políticos del PP y la URJC. Se trata no solo de un comportamiento público deshonesto, sino de la corrupción de nuestra mejor herramienta pública de excelencia: la universidad.
Pero el caso de Cifuentes no es único. La universidad pública está lamentablemente llena de otros ejemplos igualmente vergonzantes. Hace unos días supimos que la Fundación de la Universidad Pompeu Fabra estuvo pagando 8.000 euros mensuales a Jordi Sànchez mientras fue presidente de la ANC. Dinero de todos los contribuyentes destinado a financiar la secesión inconstitucional de Cataluña.
Oriol Junqueras obtuvo su título de doctor con “una tesis de 420 páginas de las cuales el 76%, esto es, ¡319 planas!, correspondían a fotocopias de publicaciones ya editadas y evaluadas con anterioridad o a lo que en el ámbito universitario serio se llama seguidismo (reproducir las ideas y argumentos de otro autor sin explicitarlo ni tampoco nada propio u original a aportar)”.
Hace unos años, la Pompeu Fabra creó una cátedra ad hoc sobre diversidad social para encontrar salida profesional a quien fuera vicepresidente de la Generalitat, Josep Lluís Carod Rovira.
La concesión sospechosa de títulos de grado, posgrado y becas de investigación ha beneficiado a políticos de izquierda y de derecha, constitucionalistas y nacionalistas, y hasta a terroristas de ETA. Las irregularidades están lo suficientemente extendidas como para tomar el asunto en serio y no abordarlo como un escándalo puntual.
Son muchos los alumnos aplicados y los profesores honrados que cada día se esfuerzan por sacar adelante su titulación y por desarrollar del mejor modo su trabajo. Los primeros afrontan el pago de matrículas costosas con amplias restricciones a la concesión de becas. Los segundos luchan por abrirse camino en el ámbito académico, que a menudo corresponde con precariedad y bajos salarios a sus más brillantes investigadores. Ninguno de ellos se merece el desprestigio que les están infligiendo Cristina Cifuentes y otros políticos irresponsables y tramposos.
Sabíamos que España tiene pendiente acometer una gran labor de regeneración de sus instituciones. Hoy también sabemos que la universidad pública ha de ser una de sus prioridades.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.