A favor de los eucaliptos

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El sábado oí decir a un hombre muy sabio que en México llevamos casi doscientos años de despotismo liberal; y antes la Nueva España ya había sufrido a los Borbones.

La pretensión del déspota ilustrado es siempre enseñarle a uno, pobre ciudadano de a pie, qué debe hacerse y qué no debe hacerse. Aliado de la ciencia y de la medición, naturalmente ha de encontrarnos faltos, torpes, tradicionalmente ineficientes. Por eso ha de cambiarnos, por la razón o la fuerza. Disculpe las molestias, estamos trabajando.

Los eucaliptos son más o menos recién llegados a América, y por ende a México. (A mí todas esas discusiones sobre lo nativo, lo autóctono y lo propio me producen horror.) Es cierto que no son de aquí, como no son de aquí ni las bugambilias, ni las jacarandas, ni las araucarias. Pero esa no es razón para decretar su desaparición.

Concedido: el eucalipto no es el mejor árbol del mundo (aunque yo ya debo ser medio australiano, porque me parecen bellísimos). Tienen poca raíz, chupan mucha agua, alcalinizan o algo el suelo. Es cierto que los vientos pueden tirarlos y su caída ocasionar una desgracia. Pero entonces, ¿no sería mejor ir viendo, de uno en uno, cuál está bien plantado, cuál es un peligro, en lugar de planear su sistemático exterminio? ¿No sería eso civilizado, cultivado, culto? Imagínese el lector capitalino la avenida de Miguel Ángel de Quevedo (probablemente el introductor del árbol a proscribir a nuestro país) sin sus eucaliptos? ¿O Churubusco? ¿Y Santa Fe? ¿Y la tercera sección de Chapultepec? ¿Y el Bosque de Tlalpan? ¿Y el Camino Real a Xochimilco? Si es lo único que crece… Ya bastante feo es casi todo como para que además tiren más árboles… Qué encarnizamiento.

Llega un momento en que todo déspota ilustrado se convierte en Saruman. A pesar de haber mostrado sus maravillas y adelantos, todavía no nos convence. Preferimos seguir siendo hobbits sencillos que gloriosos partícipes de algo. Es entonces cuando Saruman muestra su verdadera cara. Ya nada vivo le importa; sólo las ruedas, la velocidad, las máquinas, la pretendida eficiencia, que sale mal, el poder.

Ahora, luego de destruir Tlalpan con su dichoso metrobús (y haberse escabechado, en el proceso, más árboles que su inefable predecesor), los eucaliptos están en la mira. El déspota ilustrado que gobierna la ciudad pretende quitarlos de enmedio, machetearlos, matarlos, desarraigarlos, y luego sembrar unas varitas de framboyán o unos tepozanes que no van a durar nada en las manos de los crueles transeúntes. Por cierto, ¿ha visto el lector como “podan” los empleados delegacionales? Bueno, y los de Luz y Fuerza del Centro (nombre extraordinario, eso sí) y los otros que al amparo de la noche, para que luzcan los malditos espectaculares, tronchan los mejores árboles. Periférico Sur es, en ese sentido, y en otros, un desastre.

Y que no me digan que el déspota no destruyó Tlalpan, porque sí lo hizo. Para muestra basta un botón; al lado del Peón Caminero, se había salvado de la mancha urbana un bosquecito de pirules (que esos tampoco son de aquí, pero eran hermosos y fuertes y tristes, y cuando llovía y salía el sol brillaban como verde plata; y es árbol frío, pero buen refugio para los pajarillos). Pues para hacer su puente ¿no los tiraron sin piedad, aún y cuando no les estorbaban? ¿No dejaron apenas unos cuantos y luego, como criminales que limpian el lugar del hecho terrible, no ensayaron construir una especie de montículo y sembraron unas varitas minúsculas? Ora sí que pobre leña de pirul, que no sirve ni pa’ arder… nomás para hacer llorar.

El coraje que da.

Me acuerdo que en Vuelta leí de una palmera que Novo, ya en su delirio de cronista del régimen, quiso quitar de la plaza de San Juan Bautista en Coyoacán por “antiestética”, a lo que una señora que defendía el árbol le contestó que él también era antiestético, y que no por eso querían tumbarlo.

Yo, que no soy nadie, pero que amo los árboles de esta ciudad, al déspota, le diría: “Nomás acuérdese cuando Mao quiso acabar con los gorriones de China. Tenga una poca de humildad y, sobre todo, ya no tenga tantas ideas para mejorar nuestra vida. Y si de veras quiere hacer algo, léase a Iván Illich, ¿no?”

– Pablo Soler Frost

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(México, 1965) es editor, escritor y guionista de cine. Entre sus libros recientes se encuentran La soldadesca ebria del emperador (Jus, 2010) y El reloj de Moctezuma (Aldus, 2010).


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