Ilustración: Martín Elfman

Aventura sueca

Descartes tuvo una breve estancia en Suecia, a donde llegó para asesorar a la reina Cristina. Las historias, verdaderas y apócrifas, sobre su relación y sobre la muerte del filósofo abundan en detalles novelescos.
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La Academia es una institución renacentista nacida contra la Universidad (institución medieval). Tuvo tanto éxito que la misma Universidad acabó adoptando el adjetivo académico para adornarse. Pero la diferencia es radical. En la cátedra universitaria, la palabra fluye del que sabe a los que no saben. No es una conversación entre iguales, como la Academia Florentina patrocinada por Cosme de Médici y copiada en muchas ciudades de Europa.

Así nació la Academia Sueca, hoy famosa por los premios que dotó el inventor y fabricante de armas Alfred Nobel (1833-1896). Dicho sea de paso: Nobel es un apellido sueco de origen francés. En francés, sueco y español, Nobel se pronuncia como palabra aguda, con acento en BEL. En el archivo sonoro de la Wikipedia puede escucharse la pronunciación NoBEL, aunque en inglés se diga NObel, con acento en la primera sílaba.

En los pocos años que vivió el rey Gustavo II Adolfo (1594-1632) hizo de Suecia una potencia europea con reformas administrativas y guerras que ampliaron sus fronteras. Murió en la última batalla que ganó contra los ejércitos católicos, dejando huérfana a Cristina, una niña de extraordinario carácter y asombrosa inteligencia. Reinó de 1632 a 1654; y en 1647, cuando apenas tenía 21 años, decidió reclutar a René Descartes (1596-1650) para que la asesorara. Quería hacer de Estocolmo una Atenas del Norte.

Lo recibió con grandes honores y le pidió que le diera clases de filosofía tres veces por semana a una hora ideal para ella, pero fatal para Descartes (que se levantaba tarde): las cinco de la mañana. Además le pidió un proyecto para organizar la Academia Sueca. Lo cuenta el padre Adrien Baillet (Vie de M. Descartes, 1693).

El proyecto fue claro y breve. Lo reproducen Charles Adam y Paul Tannery en su edición de las Œuvres de Descartes (tomo xi, páginas 663-665). Curiosamente, incluye una cláusula de exclusión de extranjeros, y los editores suponen que la puso para evitar que lo nombraran. De hecho, quería irse de Estocolmo (una ciudad gélida) y de una corte que lo rechazaba por influyente, católico y extranjero. Peor aún: se dijo que aprovechaba la admiración de Cristina para convertirla al catolicismo, la religión combatida por su padre. Suecia era (y sigue siendo) luterana, y hasta 1860 convertirse a otra religión era ilegal, según la Wikipedia.

Descartes murió ahí, diez días después de entregar el proyecto y poco antes de cumplir 54 años. Oficialmente fue de neumonía (atribuida a las desmañanadas), pero hubo rumores de envenenamiento. Algunos tan novelescos como que, en misa, le dieron para comulgar una hostia con cianuro. Stephen Gaukroger (Descartes, an intellectual biography) considera los rumores, pero no los cree, y añade que ese invierno fue el peor en sesenta años. También Baillet había recogido y desechado los rumores, añadiendo que Descartes se alojaba en la embajada de Francia, donde seguramente pescó la pulmonía de su amigo el embajador. Pero el embajador se recuperó, y Descartes no.

Eike Pies (Der Mordfall Descartes) toma partido desde el título de su libro (El caso del asesinato de Descartes), que pude ver en la versión italiana (Il delitto Cartesio. Documenti, indizi, prove), gracias a José Molina Ayala. Dice haber encontrado en la Universidad de Leiden una carta de Johan van Wullen (el médico de la reina que acompañó a Descartes en su agonía) a otro médico amigo suyo. Habla de un cuadro final del agonizante que no corresponde a una neumonía. Lo atribuye a envenenamiento. Sobre el mismo tema, hay dos libros que no he visto de Russell Shorto (Descartes’ bones: A skeletal history of the conflict between faith and reason) y Daniele Bondi (Il caso Cartesio, un thriller de quinientas páginas).

Hay más detalles novelescos, algunos macabros, aprovechados por Pies (cuyo breve libro merece la traducción al español). Descartes no pudo ser enterrado en una iglesia luterana, porque era católico. Tampoco en una iglesia católica, porque no las había. Ni en un cementerio civil, porque todavía no se inventaban. Lo más cercano a eso fue un cementerio para niños muertos antes de ser bautizados. Unos años después, sus restos fueron exhumados y llevados a París, pero incompletos. Los huesos del dedo índice derecho los obtuvo, como reliquia, un devoto admirador de las obras que con ese dedo escribió. El cráneo se perdió y apareció en venta (con el rótulo sueco de a quién había pertenecido) en Estocolmo (puede verse en Google Imágenes). Lo compró el sabio sueco Jöns Jacob Berzelius para restituirlo, y se lo envió al sabio francés Georges Cuvier, que lo examinó, y por las proporciones lo consideró auténtico. Pero no lo integró a los otros restos, sino que lo puso en exhibición. Hoy está en el Musée de l’Homme. Y, al parecer, a nadie se le ha ocurrido verificar el adn.

Lo demás sufrió nuevos entierros y nuevas exhumaciones, con dudas y alegatos sobre la autenticidad de los huesos y los merecimientos del filósofo. En los tiempos de la Revolución francesa, Condorcet propuso a la Asamblea que se depositaran en el Panteón de los hombres ilustres, un “templo de la Razón”, recientemente construido. Pero su moción fracasó, porque la mayoría no creyó que Descartes lo mereciera. Hoy están en la abadía de Saint-Germain-des-Prés.

Descartes nunca quiso dar cátedra, aunque se la ofrecieron. Conversaba y escribía cartas y libros. Tuvo lectores y corresponsales entusiastas que se sentían acompañados por su inteligencia, originalidad y buena pluma, pero fue mal visto por las buenas conciencias luteranas de la corte sueca, por las buenas conciencias católicas que pusieron su obra en el Index librorum prohibitorum y por las buenas conciencias revolucionarias.

Unos años después de la muerte de Descartes, Cristina se convirtió al catolicismo y abdicó. Pero no abandonó la idea de fundar una academia, y lo hizo en Roma, aunque su Accademia Reale (de extraordinario éxito) era más bien un salón literario, como los muchos que hubo después en Europa, presididos por mujeres inteligentes, ricas y cultas. Entre sus aciertos estuvo reconocer y apoyar el talento del joven compositor Alessandro Scarlatti, al que nombró maestro de capilla.

Otra reina de Suecia (Greta Garbo) la representa admirablemente en la película Queen Christina, dirigida por Rouben Mamoulian en 1933 (se consigue en devedé con subtítulos en inglés, francés y español). No aparece Descartes. El argumento sustituye al filósofo admirado por un galán español del cual la reina se enamora hasta el punto de abdicar. ~

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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