Betty, o quién coloniza a quién

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Entre lo mucho que me ha hecho disfrutar y pensar Betty la fea quizá lo único que me ha chocado, en el sentido colombiano, ha sido, una vez más, la constatación de la agresiva ignorancia de tantos españoles respecto a América en general y ahora Colombia, un país hermano que iguala la población de éste y casi triplica su superficie.
     Aunque la compruebo desde que nací, literalmente pues soy hijo de español y colombiana y he cruzado el mar tantas veces que me siento en mi casa en muchos sitios pero sobre todo en medio del Atlántico, es algo que no deja de asombrarme. A partir de las dos o tres entrevistas españolas que he visto o leído con el guionista o actores de la serie, me pregunto si no es inaudito que españoles alfabetizados se asombren del castellano hablado en Colombia —el más viejo de sus lugares comunes—, o se admiren, extrañados, de la calidad de los actores de un país que ha tenido en teatro una reputación internacional, o de que la sociedad colombiana sea algo más (y bastante más rico y complejo) que la imagen maldita y tramposa de la narcoviolencia, donde aparte de los muertos poco es lo que parece: una simpleza reforzada por las crónicas periodísticas sobre Colombia, que casi siempre mezclan la empanada mental sesentaiochista con clichés de Hollywood sobre la violencia y el perdonavidismo de primermundistas nuevorricos.
     La apoteosis de esa sordera autosatisfecha fue cuando la novelista Ana Rosa Quintana entrevistó en su programa a Ana María Orozco, Betty, y después de que sus maquilladores la convirtieran en guapa —algo que ya es sin ayuda, y a su belleza dedico esta oda—, como si los tropecientos capítulos de la serie donde se cuenta con talento ese proceso se pudiesen resumir en un prepotente par de horas, entrevistaba a la actriz con el tocinesco estilo acreditado por Tómbola, Gran Hermano y Los marcianos. Era como un ballenero entrevistando a un delfín: Los (bellísimos), bien educados y sutiles ojos de la (buena, excelente) actriz, que hacía lo posible por cumplir con el programa y mantenerse en la cortesía, pero fuera de la bobada, y que en la vida real tiene pinta de ser más inteligente aún que en la serie, eran, ellos sí, un poema.
     Hablar de incomunicación no es aquí reiterativo porque en Betty la fea una segunda incomprensión se suma a la de siempre. Epítome de folletín inteligente, o de literatura popular en el mejor sentido de la palabra (Los miserables y Romeo y Julieta son vecinos de esa categoría), Betty está creada sobre bases distintas y hasta irreconciliables con la mayor parte de lo que se filma en España. Y por una razón: las series españolas nacen de la generalizada superstición televisiva según la cual el espejo es la fórmula del éxito. Y en efecto, en un país no sólo históricamente ensimismado como es España (hasta la caricatura de los nacionalismos), sino en nuestros días encantado de conocerse a sí mismo, las teleseries españolas se basan en la hollywoodense propuesta de la chica de la casa de al lado, que llegó al paroxismo en Operación Triunfo: los héroes —el maestro, el doctor, el poli, el periodista…— no son sólo idénticos a los que podemos encontrar tomando café en Almería como en Tarragona, sino que encarnan hasta el totalitarismo la cultura e ideología del partido triunfante y gobernante en España, y por muchos años: la clase media.
     Betty es algo distinto, aunque sólo sea por el sutil fenómeno de que, pese a que casi todas sus docenas de horas transcurren en un par de despachos, dos casas y un pasillo —ese sí que es teatro pobre—, siempre deja pensando y especulando sobre el futuro: no hay espejo que consiga eso y, conscientes de ello, los guionistas españoles tienden a agotar las tramas en cada capítulo. Betty, en cambio, no sólo prolonga de forma casi indefinida su argumento central, que por lo demás llevamos ya grabado en las células —Cenicienta, o el mito platónico de que en efecto la Bondad y la Verdad equivalen a la Belleza o en este caso pueden redimir de la Fealdad—, sino que lo hace con un lenguaje propio y persuasivo, y una baza importante, sin complejos de localismo. Además de por el gran talento del guionista, Fernando Gaitán, maestro en las leyes del género y en los matices del muy rico idioma bogotano —merecería entrar en la Academia—, por una razón que me parece esencial: Betty construye a su personaje y no lo fotocopia —entre otros también construidos y por lo general memorables: mi preferido es el doctor Sánchez, el perfecto tinterillo cachaco—, y además, entreverado en el dinámico y nada caricaturesco rejuego de las clases representadas, le hace crecer hasta envolverlo en sugerencia y universalidad. ¿No es eso lo que busca el arte dramático? La historia es justo la de su crecimiento contra pronóstico, y éste es el que desencadena la emoción y la expectativa, las razones de su éxito internacional.
     Ningún espejo refleja ese movimiento: el de la realidad sin fórmulas. El espejo lo que refleja es lo inmóvil. Y agranda los ombligos. –

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(Botá, 1951) es narrador, ensayista y profesor de periodismo. En 2008 publicó el libro de cuentos 'Historias de despedidas' (Alianza).


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