Comandante o la inversión de la imagen

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En Cine e historia, Marc Ferro menciona algunas condiciones a reunir por el documental histórico basado en la entrevista. La primera exigencia consiste en enfrentar al personaje con su propio pasado, invitándole a proporcionar su propia descripción del mismo, para de inmediato contrastar ese relato con aportaciones documentales de las que puede surgir la convalidación, la puesta en entredicho o el descubrimiento de la falsedad. El ejemplo procede de un episodio recogido en Le chagrin et la pitié, la película de Marcel Ophüls y Alain de Sédouy sobre las actitudes de los franceses ante la ocupación alemana y la resistencia. Un comerciante de Clermont-Ferrand es invitado a dar su versión acerca de la persecución de los judíos en dicha ciudad del centro de Francia. Responde como si el asunto no le concerniera y cuando los entrevistadores le ponen ante los ojos un anuncio antisemita que él mismo hizo publicar en 1941, se queda helado: “¡Ah, ustedes lo sabían…!”, es todo lo que alcanza a decir. Sale así a la luz el juego de aparente distanciamiento y de apoyo efectivo a la persecución, reflejo de la postura que tantos franceses adoptaron entonces respecto de la política de exterminio de los judíos. Paralelamente, el cineasta debe comprobar si las afirmaciones de carácter general que hace el entrevistado se corresponden con la realidad histórica. Nuevo ejemplo tomado del mismo filme: un ciclista muy conocido en la posguerra, Raphaël Geminiani, afirma que en su ciudad no hubo alemanes durante la ocupación; Ophüls y Sédouy ponen como fondo de sus palabras imágenes de desfiles de tropas alemanas entonces y en el lugar citado. Del mismo modo, si la descripción realizada por el personaje es veraz o no contradice abiertamente lo ya conocido, las imágenes deben acompañarla e incluso reforzar su relato. No se trata de estar a la caza del entrevistado, sino de convalidar su aportación teniendo en cuenta un conjunto de datos históricos que el cineasta se encuentra en la obligación de conocer. El comentario del protagonista adquiere entonces toda su fuerza, por encima de los relatos precedentes. En suma, el entrevistador ha de evitar que el simple hecho de haber sido testigo de la participación en los acontecimientos sirva a su interlocutor de patente de corso para reconstruir su propia figura o los acontecimientos del pasado. La ignorancia, real o fingida, del inquiriente no es prueba de su objetividad, sino de la entrega voluntaria de su capacidad intelectual a un acto de encubrimiento o de falsificación.
     No otra cosa tiene lugar en el Comandante de Oliver Stone, fruto de treinta horas de conversación con Fidel Castro. Stone finge adoptar la postura que un discípulo de Ortega, Paulino Garagorri, calificó de adanismo. Se acerca al dictador como si llevara en la mano una página en blanco sobre la cual Castro habría de escribir, en una cascada de estallidos de sinceridad, las apreciaciones más importantes sobre el mundo de hoy, los juicios retrospectivos acerca de su propia revolución y la explicación de los momentos más conflictivos de su trayectoria política. Una vez establecido el guión de las preguntas, lo que diga Castro va a misa, según la expresión popular. “No podía cortarle a cada momento para hacer la pregunta correcta. Denotaría autointerés por mi parte y una muestra de descortesía”, explica Stone. Así que ninguna objeción, ninguna contraposición entre sus afirmaciones y los datos incontrovertibles que proporciona el conocimiento histórico de la Revolución Cubana. Algún comentarista poco ducho en la psicología del cubano ha afirmado que Stone se entrega a Castro y Castro se entrega a Stone, como si una corriente de entendimiento profundo hiciera surgir un fluido eléctrico especial entre ambos. La verdad es que desde un principio Stone se rinde con armas y bagajes ante el histriónico personaje que tiene ante sí. “Le admiro”, confiesa. Su ignorancia de la historia contemporánea de Cuba, más allá de los tópicos de la historia oficial, le hace aparecer más de una vez como un extraterrestre ante un hombre avejentado y astuto que a la vista de tantas facilidades cuela uno tras otro los mensajes que desea. Sirva de muestra la narración sobre el inicio de las reclamaciones para repatriar al niño balsero: Fidel no sólo aprovecha para denunciar que fue un abuso entre muchos, sino para poner de relieve su profundo humanismo ante la protesta del dolido padre, que únicamente tras las oportunas averiguaciones le llevó a actuar. Stone lo encaja todo con una sonrisa inexpresiva y acaba marchándose de la Isla entre abrazos, feliz de haber contribuido a la divulgación de la imagen histórica correspondiente al último mito revolucionario del siglo XX. Fidel no duda en abrazarle con la misma sinceridad que a lo largo de toda su vida ha exhibido ante aquellos a quienes acabó haciendo encarcelar o fusilar. A juicio del director americano, “no tiene mala conciencia”. Cabría advertir que Mao, Pol Pot o Hitler tampoco la tuvieron.
     Por añadidura, el adanismo de Stone es puro fingimiento. La actitud del director de Platoon descansa sobre una de las falacias que con mayor insistencia se han reiterado en el último medio siglo: poner de relieve los aspectos irracionales de la hegemonía norteamericana conduce de inmediato a la exaltación de aquellos que la combaten. Si el imperialismo es siempre condenable, toda revolución antiimperialista resulta de por sí digna de todo elogio. Como Nixon era un tipo nefasto, hay que llevar a Castro a los altares. El conocimiento que hoy poseemos acerca del autodenominado “socialismo real” debiera haber descalificado para siempre ese maniqueísmo de la izquierda, pero posiblemente sigue siendo cómoda semejante postura. Sirve como punto de apoyo para seguir rehuyendo la confrontación con un presente difícil. “Sólo le sentí como un líder al servicio de la revolución”, resume Stone. Frente al imperialismo, ahí está enhiesto el viejo héroe, “dictador de sí mismo”, con sus recetas siempre dispuestas para izquierdistas a la violeta en busca de un clavo ardiendo para mantener las actitudes primarias frente al sistema. Por lo que se ve en Comandante, Stone posee además su propia interpretación, que asume el enlace entre el populismo peronista a lo Evita, más de una vez evocado en la película, y la más profunda entrega de este “esclavo del pueblo” que en sus propias palabras es Fidel.
     Una vez asumido el justicialismo que para Stone preside el régimen de Fidel, conforme refleja la cita final de Benjamin Franklin sobre “las libertades esenciales”, el documental tiene por misión servir de plataforma para la difusión de sus excelencias, únicamente cercenadas por el famoso bloqueo.

Nos encontramos ante una versión más, aplicada a Cuba, de la fórmula ya conocida desde fines de los años 20 del “viaje a la URSS”. En casos de mayor riesgo por la supuesta lucidez del invitado, los organizadores del turismo ideológico tenían una consigna bien clara: que el visitante crea contemplar todo aquello que le interesa, viendo sólo en realidad lo que nos conviene. Con Oliver Stone, Castro no encuentra tantas dificultades. Asiste maravillado al despliegue de engaños que le es ofrecido y él a su vez se los transmite sin filtro alguno al espectador. La cámara se pasea por las vitrinas bien abastecidas de la tienda de exhibición en la arteria también de exhibición, la calle Obispo, y por supuesto elude el desierto comercial que prevalece en el resto de la ciudad para el consumo de sus habitantes no provistos de dólares. No le sorprende la distancia entre la vestimenta de quienes se acercan a Fidel durante la filmación, para los sucesivos baños de multitud cuidadosamente organizados, y los andrajos que cubren las carnes de tantos habaneros en las calles por las que necesariamente hubo de pasar en automóvil. Nunca se pregunta cuál es el nivel de vida efectivo de esa población que disfruta de las ventajas del paraíso castrista. En el riesgo de una eventual implantación de las macdonalds en Cuba, acepta que Fidel lo enfoque como un problema de “homogeneización de la cultura”, pasando por alto la nauseabunda composición de alimentos similares en la Isla, según explica Isabel Holgado en su ¡No es fácil! Claro que no ve policías de uniforme en todas las esquinas. Faltaba más. Así que suscribe a ciegas las palabras de su anfitrión en el sentido de que La Habana es un paraíso de orden sin necesidad de un aparato coercitivo. Y la ceguera se hace prácticamente total en cuanto al estado de ruina de la ciudad, filmada desde ángulos que ponen exclusivamente de relieve su belleza, con el toque añejo de los automóviles de los años cincuenta. Rara vez un émulo del famoso conde Potemkin, que guiara las visitas de Catalina la Grande, puso tanto empeño en su labor.
     Pero, como su título indica, el protagonista de Comandante no es la capital de la Isla, sino Fidel. Stone así lo quiere, fingiendo de paso que su retrato ha buscado y conseguido encontrar el verdadero rostro humano del dictador. De hecho, lo que hace es sancionar un fraude, ya que dar rienda suelta a alguien tan locuaz como Fidel para que cuente todo lo que quiere, sin la menor objeción o refutación por parte del entrevistador, equivale a convertir el documental en un interminable, y a veces aburrido, acto de propaganda. Ciertamente, Stone tiene la elegancia de no plantear lo que él llama “preguntas hostiles”, pero dadas sus tragaderas el resultado hubiese sido el mismo de hacerlas. Acepta incluso que Fidel le descubra la existencia de una verdadera democracia en Cuba, donde la iniciativa de los ciudadanos sustituye a los partidos, y proclame la ausencia total de la práctica de la tortura o de la represión. Las mentiras se suceden impunemente. “En cuarenta y tres años de revolución, jamás se ha torturado en Cuba”, afirma tras discutir la presencia de torturadores cubanos en Vietnam. “Nadie podrá encontrar una foto en cuarenta y tres años —añade en otro momento— de la policía reprimiendo al pueblo”. Otras veces deforma a su antojo acontecimientos de primera importancia, como en la crisis de los misiles, presentada como un acto de defensa de la Isla por Jrushev que no llegó a gustarle, en contra de la rápida aceptación puesta de manifiesto en sus declaraciones por el que fuera embajador soviético, Alexeiev.
     La consecuencia última es que en gran medida la imagen real de Fidel Castro ha de ser leída por inversión, como si la lente de Stone fuera el dispositivo para lograr tal resultado en una cámara oscura. El Fidel Castro de Stone es en el fondo un liberal, para nada un ególatra, que si siente apego al poder es como paladín de esa revolución que le continuará, no en manos del silenciado Raúl, sino del mismísimo pueblo cubano, y por supuesto despreocupado ante el recuerdo que los demás pudieran tener de él. Solamente por las rendijas se entrevé su verdadero rostro humano y político. En el cinismo de su proclamación de que en Cuba hasta las prostitutas poseen un grado universitario. En la ira contenida de su acusación retrospectiva contra Huber Matos como traidor, incapaz de añadir un solo argumento y una sola prueba al recuerdo de la brutal condena impuesta al compañero de armas. En la imagen de archivo prerrevolucionaria donde declara que su credo es la democracia representativa y la justicia social. En los contrastes y en los gestos que el cámara, no las preguntas de Stone, le arranca alguna vez, como esas manos de largas uñas, casi femeninas, tan cuidadas, que desmienten la pretensión de aparecer como la personificación del desaliño revolucionario. Ahí reside el interés de Comandante, pero para llegar a esos puntos se requiere un esfuerzo excesivo, perforando la costra de la propaganda y del interminable número de actor a que Fidel nos somete.
     Colofón: la distribuidora española no ha tenido a bien incluir el añadido de Stone tras su nueva visita a Cuba después de las ejecuciones, y del encarcelamiento masivo y de las condenas impuestas a los intelectuales demócratas. Está bien. Una dosis de censura encaja perfectamente como epílogo a un documental consagrado a ensalzar las “libertades esenciales” que promueve generosamente el dictador. –

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Antonio Elorza es ensayista, historiador y catedrático de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid. Su libro más reciente es 'Un juego de tronos castizo. Godoy y Napoleón: una agónica lucha por el poder' (Alianza Editorial, 2023).


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