Cómo acabar con la piratería digital sin caer en la censura

El autor propone una manera de compensar a los creadores y evitar las medidas persecutorias contra la piratería en internet
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Trátese de películas, series, música, juegos, software, libros o imágenes, en la red todos los productos de la creación intelectual son de acceso universal y gratuito. Los intentos de la industria cultural por frenar el tráfico ilegal de obras digitalizadas no hacen más que contribuir a que los sistemas de distribución y acceso se multipliquen y, a resultas del combate, se perfeccionen. Con cada decapitación de esa hidra, las cabezas emergentes del muñón se vuelven cada vez más copiosas –y más indestructibles. Aun cuando las iniciativas de ley más brutales de este género, la SOPA y la PIPA (me ahorro los juegos de palabras) lograran imponerse (lo que es más que dudoso, dado que, de acuerdo a su definición, prácticamente cada usuario de YouTube, Facebook o Twitter se convertiría en un criminal), y aunque continuara el cierre de sitios de distribución de piratería digital, como recientemente ocurrió con Megaupload, uno de los tres más importantes del mundo, la difusión incontrolada de obras culturales encontraría los canales necesarios para continuar proliferando.

 

De piratas criminales y honoríficos

Si bien la piratería digital surgió con el romántico ánimo de democratizar la cultura y, por lo tanto, ajena al afán de lucro, con el tiempo ha florecido una industria altamente profesionalizada, con un margen de ganancias que, dado lo exiguo de las inversiones necesarias para comercializar esos etéreos productos robados, alcanza niveles multimillonarios. El reciente proceso contra el portal pirata más importante de películas y series de Alemania, kino.to, permite apreciar la íntima y especializada estructura de esta industria, en la que un ejército de obreros (los llamados uploaders) se encarga de subir las obras a servidores de alojamiento de archivos (Rapidshare & Co.), mientras que un grupo de capataces (unlockers) se ocupa de filtrar, clasificar y poner los enlaces en los portales, y un directorio administra la venta de espacios publicitarios, que llegan a alcanzar precios millonarios, y coordina todo el proceso. A esto se suma la piratería molecular, realizada por una legión de piratas honorarios, de los cuales, muchas veces sin saberlo ni quererlo, formamos parte: Cada vez que compartimos una canción en Soundcloud o Grooveshark, cada vez que subimos una secuencia de película, serie o videoclip a Youtube y, sí, cada vez que posteamos un enlace a uno de esos archivos en Twitter, Facebook o en un blog –éste incluido.

 

Un consumidor insaciable

Pero este desarrollo sólo ha sido posible merced a que entre los internautas, especialmente entre los nativos digitales, impera la lógica del todo-gratis, dentro de la cual no existe diferencia entre lo legal y lo ilegal y, por lo tanto, da lo mismo ver un vídeo en iTunes que en Movshare: en la dialéctica del Internet, el clic unifica los contrarios. El hecho de que un partido político cuya demanda central es la legalización de la piratería digital (el Partido Pirata de Alemania) haya alcanzado el 9% de votos en una de las capitales europeas más importantes y, con ello, obtuviera 15 escaños en el Parlamento, es un indicador lapidario del grado de aceptación que la piratería digital goza en la opinión pública.

 

La solución: El ICC

No seré yo quien, por bíblicas razones, tire la primera piedra; aventuraré, en cambio, una propuesta que, a mi entender, es la única posibilidad de erradicar la piratería digital de forma definitiva, tanto en su forma criminal como en su modalidad ilustrada e inopinada, sin recurrir al instrumental coercitivo con el que se la ha combatido hasta el momento. Para ello, por paradójico que parezca, es necesario recurrir a Google; más precisamente, a su algoritmo, ya que en él está contenida la información necesaria para contabilizar cuántos clics recibe cada página, cuántos cada archivo, cuántos cada imagen. Con esas cifras es posible saber cuántas veces ha sido descargado un libro o un juego y cuántas se ha escuchado una canción o visto una película en stream. Es necesario recalcar que lo importante no es el “quién” (quién subió o quién descargó los archivos) sino el “de quién” (quién es el autor intelectual de esos archivos). Concentrarse en el “quién” conduce a la criminalización; concentrarse en el “de quién” a la solución.

El número de clics que suma cada obra cultural puede servir de base para establecer un modelo como el que usa Youtube, a saber: pagar cierta cantidad por número de clics (en Youtube es alrededor de un dólar por 1000 clics). Mas ¿cómo financiar un sistema de pago por clic para obras culturales? Sabemos que Youtube lo hace mediante publicidad, una alternativa que, en este caso, resulta inviable. La solución la ofrece la introducción de un Impuesto Cultural Cibernético a escala internacional.

Imaginemos que cada uno de los 2 000 millones de internautas que hay actualmente pagara un dólar mensual de impuesto cultural y, como si se tratara de una tarifa plana, pudiera, consumir todas las obras culturales de su antojo que se encuentran online, ya fuera de manera legal o pirata –de hecho, tal y como lo viene haciendo hasta ahora, sólo que sin el estigma de la ilegalidad. Serían 2000 millones de dólares mensuales a repartir entre los creadores intelectuales de todo el mundo cuyas obras están en la Red: escritores y blogueros, cantantes e investigadores, actores y programadores, fotógrafos y maestros. Suponiendo, acaso optimistamente, que se trata de 20 millones (el 0.3% de la humanidad), cada uno recibiría un promedio de 100 dólares al mes, a los que se sumarían, claro, sus ganancias provenientes de la economía real. Con un dólar mensual per cápita todos los actos de piratería digital se convertirían en medidas de marketing que beneficiarían directamente a los productores culturales.

Evidentemente, el algoritmo de Google debe incluir diversos factores para hacer justa la distribución de los fondos, pues un cantante individual no puede ganar lo mismo por clic que un equipo de producción fílmica, ni un dólar vale lo mismo en Etiopía que en Suiza. Justamente la inclusión de esta diferenciación puede contribuir a neutralizar una de las características más perversas de la cultura de nuestros días, a saber: el sistema de enriquecimiento desproporcionado de una élite cultural que permite, por ejemplo, que un actor de series de nimio talento cobre más de 1 millón de dólares por capítulo, mientras que un escritor inmortal apenas si gana lo necesario para sobrevivir. El algoritmo de Google debe contemplar, pues, además de los factores ya mencionados (número de clics, tasa por costos de producción y tasa por costos de vida) un factor más (llamémoslo tasa ética), de modo que el Impuesto Cultural Cibernético contribuya a establecer la justicia, por lo menos en este sector.

No lo olvidemos: También en la cultura somos el 99%.

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Escritor mexicano. Es traductor y docente universitario en Alemania. Acaba de publicar “Los fragmentos infinitos”, su primera novela.


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