A principios de año, Juan Gabriel Vásquez publicó Historia secreta de Costaguana, narración en la que, además de poner en entredicho la versión oficial del nacimiento de Colombia, especulaba sobre el posible origen de Nostromo, la gran novela de Joseph Conrad. Insistiendo en el tema conradiano, este mes aparecerá en Belacqva El hombre de ninguna parte, su biografía del autor polaco-británico y el embrión más o menos velado –pues fue escrita con anterioridad y publicada en Colombia en 2004– de Historia secreta de Costaguana.
Tanto en Costaguana como en El hombre de ningua parte, Conrad aparece como una poderosa mezcla de hombre de acción y escritor. ¿Es eso lo que le hace tan susceptible de ser material literario?
No estoy seguro. Diría que es más bien lo que Conrad, como escritor, hizo con la acción. Conrad se enfrentó a materiales que eran los de la novela de aventuras y les otorgó una dignidad estética y humana que no tenían en las novelas más populares de la época. A mí siempre me ha parecido curioso que el primer novelista del siglo XX, el eslabón evidente entre la novela decimonónica y el modernismo de Joyce o de Virginia Woolf, sea el autor de peripecias tan elaboradas, tan ricas en emoción pura… Pero ahora que lo pienso, se trata incluso de otra cosa. Lo que me interesa no es que Conrad haya sido un hombre de acción y también un novelista. Lo que me interesa es que Conrad es un novelista de la memoria: en él la literatura no se hace de aventuras, sino del recuerdo de esas aventuras. Al contrario de Hemingway, que se iba a cazar o se metía en una guerra con el objetivo de transformar esa experiencia en literatura, Conrad había vivido su material mucho antes de escribir sobre él y sin saber que lo haría: unos ocho años en el caso de El corazón de las tinieblas, un cuarto de siglo en el caso de Nostromo. Se trataba de revivirlo, de escarbar en la memoria y en la experiencia personal y diseñar las herramientas literarias para traer a la luz algo que nadie más podía traer a la luz. En ese sentido no era demasiado distinto de Proust. De hecho, una vez escribió sobre Proust, dijo que lo admiraba por revelarnos un pasado distinto al de todo el mundo, por ensanchar la experiencia humana incorporando a ella algo que no se había registrado antes. O algo así. Y eso, me parece, es lo que hace Conrad con su experiencia que es –sí– la de un hombre de acción: Conrad registra para nosotros algo que no se había registrado nunca antes. Lo cual, claro, también es parte de su legado.
Has hablado, en otras partes, de la figura del escritor que escribe fuera de su lugar, como un inquilino en casa ajena. Diría que eso es una de las cosas que más te interesan de la trayectoria personal de Conrad, especialmente porque su “inquilinato” fue también lingüístico. ¿Es así?
Es así. Pero permíteme que me vaya un poco por las ramas para responderte. En realidad, la idea del escritor expatriado como “inquilino” no es mía. Aparece en una entrevista de V. S. Naipaul, y se refiere a una de las definiciones que la palabra tienen en inglés (y que no tiene en español): “animal que vive en el lugar de otro”. Se trata de una manera práctica y poco grandilocuente de mirar el hecho de escribir fuera de tu país, y siempre me ha parecido saludable, porque en Latinoamérica siempre se ha abusado de palabras como exilio, diáspora, etcétera. Los libros de Naipaul fueron muy importantes para mí en algún momento. Leí El enigma de la llegada en 1999, en un momento particularmente difícil: me había ido de París pero no quería regresar a Colombia, y no tenía la menor idea de qué hacer con mi vida. La posibilidad de vivir en cualquier parte del mundo no me parecía una fortuna, sino una condena. Y, mira por dónde, El enigma de la llegada me remitió a Conrad, pero no a sus novelas, sino a su libro de memorias, A Personal Record. Conrad disfraza mucho los hechos de su vida, pero al fondo se ve claramente a un joven dispuesto a romper con su vida previa para reinventarse. Conrad, hijo de una familia de aristócratas sin ninguna tradición marítima, decide un buen día hacerse marino; Conrad, marino que ha esperado toda su vida para llegar al grado de capitán, decide a los 36 años dedicarse a escribir novelas en una lengua que no es la suya. Son formas radicales de la ruptura, pero siempre las vi como testimonios de las consecuencias benéficas del desarraigo.
Te has enfrentado a Conrad en una obra de ficción y una de no ficción. ¿Qué te ha aportado eso como novelista?
Varios dolores de cabeza, sobre todo. Escribir novelas sobre eso que se llama personajes reales es un dolor de cabeza; si ese personaje real es un escritor cuya vida puede competir con la imaginación más salvaje, el dolor es doble. Pero estoy simplificándolo: el asunto, por supuesto, es mucho más complejo. En últimas, todo se reduce a esto: la biografía y la novela tienen maneras absolutamente distintas, por no decir opuestas, de pensar la vida, igual que sucede con la novela y la historiografía. La aproximación de la novela a los hechos reales, a cualquier hecho real, es intuitiva, relativa, y habla con otras verdades. No sólo no aspira a reproducir la verdad fáctica, sino que, para mí, no debe reproducirla, pues correría el riesgo de volverse redundante, y éste es probablemente el único pecado que la novela no puede cometer. Es lo que sucede con tantas biografías noveladas de María Antonieta o del personaje que sea: nos dicen exactamente lo que dicen las biografías, y por eso se vuelven redundantes. No descubren terrenos desconocidos de la experiencia humana, no añaden, como dice Kundera, nada nuevo al arte de la novela. Para mí se trató de descubrir la forma de que la vida de Conrad, contada en la novela, no repitiera la vida de Conrad contada en la biografía. Dicho todo esto, debo aclarar que mi biografía de Conrad no aspira a ser exhaustiva, ni mucho menos. La veo más como un relato muy personal, el relato que un escritor hace de una vida que admira.
¿Y sigue Conrad, después de esa doble experiencia, siendo una figura tutelar para ti?
Lo sería sólo por el conjunto de sus prólogos. No, es más: lo sería sólo por el prólogo de El negro del Narcissus, que para mí ha moldeado toda una manera de entender la literatura en el siglo XX. Esas palabras, eso de que la labor del novelista es, por medio de la palabra escrita, “haceros ver”, han sido el antídoto para tanta especulación abstracta, pseudointelectual y meramente narcisista que pasa por novela. Pero además de ese prólogo, que formaría parte de mis diez mandamientos personales, creo que su experiencia y su particular manera de transformarla me han sido provechosas, a veces de maneras que no puedo explicar. Conrad fue experto en renunciar a lo que se esperaba de él: a su papel en su sociedad natal, a la sociedad misma, a todas las comodidades de la tribu. Nunca se sintió cien por ciento cómodo con su vida, comprendió que ése era su tema (si no tienes país, todo el mundo te pertenece) y supo transformarlo en gran literatura, literatura que pasa por el ensanchamiento de la experiencia. Yo creo en la literatura capaz de colonizar zonas de la experiencia que todavía no se hayan registrado, para usar la palabra de Conrad. Nadie lo hizo mejor que él. ~
(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).