“Un homicida podrá refugiarse allí y salvar su vida, si mató a su prójimo sin querer, sin haber sido antes su enemigo”. Dt 19-4
Hace mucho tiempo que no pienso en mi hijo. Quiero decir que ya no lo recuerdo vivo. Siempre me ha acompañado la imagen de su garganta cercenada. Esa última y extraña sonrisa que me prodigó desde su cuello. Esa segunda boca por la que salieron palabras que no pude comprender. Y aunque parecía reír, en sus ojos estaba fija una mirada de desconcierto y terror. Porque hasta para un niño de siete años debe ser incomprensible que su padre lo asesine. Él no sabía nada de las voces en mi cabeza. Del sacrificio que me pidieron para iniciar el largo camino que me trajo hasta este búnker. La policía tampoco comprendió nada, por supuesto, y tras un corto juicio fui condenado a cadena perpetua.
Tiempo después vino el Proyecto Noé. Nada es casualidad. Comenzaba a pudrirme en mi celda cuando el gobierno puso en marcha un programa de emergencia para reconstruir el colapsado sistema de drenaje, que amenazaba con desatar un Armagedón anticipado en la ciudad. Todo se hizo en secreto: cientos de reos fuimos obligados a trabajar en estas cloacas inmundas. Limpiamos ductos y tuberías. Saneamos los colectores que tenían remedio y sellamos los inservibles. Cavamos nuevos túneles y galerías, y las conectamos a las viejas. Fue algo parecido a remendar un gigantesco laberinto. Muchos reos murieron durante el proceso. Algunos sepultados por los continuos derrumbes, otros ahogados en los inesperados torrentes, la mayoría de extenuación. Ni siquiera sacaban los cuerpos. Las ratas se dieron un festín durante el largo periodo que tardamos en arreglar ese caos.
Cuando cerrábamos la última galería inservible, hubo un derrumbe que nos dejó atrapados a un grupo de presidiarios. Las autoridades no hicieron nada por rescatarnos. Los escombros cerraron el túnel, así que el trabajo estaba completo. Además, nadie reclamaría el pellejo de un puñado de asesinos. Aquella tumba era nuestro destino final. La primera noche gritamos como poseídos e imploramos el rescate, hasta que escuchamos cómo el resto se marchaba. Sólo yo sobreviví. Pasé meses en los túneles clausurados, escarbando la tierra pútrida con mis propias uñas, avanzando de un pasadizo a otro. Platicando con las ratas que, a veces, me respondían. Me volví un animal de las profundidades. Hasta que un día mis ojos se toparon con un rayo de sol. Una visión divina que descendía de una alcantarilla situada en la calle. Tuve que esperar a que se hiciera de noche para salir. Allí, con la libertad a unos metros, pensé en mi futuro, y tuve una certeza: mi penitencia no había terminado.
Emergí de las cloacas como un auténtico Lázaro. La gente me confundió con un menesteroso y me ignoró. A unos pasos de la alcantarilla había una iglesia. La cruz de neón rojo que flotaba sobre su fachada fue una epifanía. De su puerta salió el Predicador y me extendió la mano. Desde entonces me volví un fiel devoto de la Iglesia del Juicio Final.
Una corriente de viento agita la llama de la vela. ¿De dónde ha salido? Y comprendo, con un estremecimiento. No es aire: es la risa de mi hijo. Ahora la escucho con nitidez en la penumbra.
No estoy solo en este búnker.
Su libro más reciente es el volumen de relatos de terror Mar Negro (Almadía).