De unos años a esta parte, El Acantilado ha iniciado una valiosísima labor de recuperación y promoción de la literatura centroeuropea en la que ocupa un lugar preeminente la literatura húngara, bastante desconocida entre nosotros hasta el fenómeno editorial de Sandor Marái y la concesión del Premio Nobel a Kertész. Como toda la narrativa cultivada detrás del telón de acero, la húngara estaba profundamente marcada por la deshumanización del totalitarismo y el acoso de la censura, lo cual forzaba a sus autores a asimilar, rebasando el pesimismo de una sociedad enferma y abúlica, una cotidianidad absurda y, por tanto, gélidamente cómica. Así, estas tres novelas, pertenecientes a tres generaciones distintas de la narrativa húngara actual, buscan cobijo bajo la alargada sombra de Kafka.
El mayor de la terna es el transilvano Ádám Bodor (1936), la figura más importante de la literatura húngara actual, que estuvo cuando aún era casi un niño en la cárcel, donde conoció todo tipo de horrores y, posteriormente, sufrió la política nacionalista rumana de eliminación sistemática de las diferencias culturales de las minorías. Prueba de ello es su extraordinaria novela El distrito de Sinistra (1992), que se desarrolla en un espacio ficticio que recuerda en muchos aspectos a la Santa María de Onetti, una región fronteriza y multiétnica al norte de los Cárpatos que viene a prolongar el mito literario de Transilvania. Hasta ese remoto lugar se desplaza el narrador en busca de su hijo adoptivo, recluido por un asesinato que no cometió en una colonia penitenciaria perdida en los montes, y en la cual, tras imponérsele arbitrariamente el nombre de Andrei Bodor, se verá apresado él también. Ahí conoce a una serie de personajes estrafalarios dominados por la miseria y el terror que, gracias al contrabando, luchan por sobrevivir a ese gulag en el que la coronela Coca Mavrodin lleva a cabo una implacable aniquilación psíquica y física de las personas a su cargo mediante la humillación, la tortura y el asesinato. La fragmentación de la mente de los personajes recibe un eco formal en la estructuración del texto, quince capítulos construidos como relatos independientes que retroceden o avanzan en la acción a capricho, lo cual lleva al narrador a repetirse como si fuera un orate. Pero lo más sorprendente es la escalofriante jovialidad de un estilo a lo Bohumil Hrabal, transido de los crueles eufemismos del régimen, cuyo objeto es dar una sensación de asepsia y naturalidad que coloque al lector en una actitud de indiferencia moral que le resulta definitivamente desoladora. En suma, el realismo lacónico y brutal, la innovación formal, el hondo lirismo y el humor bilioso conforman una narrativa innegablemente centroeuropea, con apuntes de la más correosa literatura sudamericana.
László Krasznahorkai (1954), por su parte, conjuga la vertiente más expresionista de esta tradición con las aportaciones de Beckett y Thomas Mann. Melancolía de la resistencia (1989), magnífica novela que mereció una aclamación unánime en Alemania y Estados Unidos, se inicia con la llegada a una pequeña ciudad sin nombre de un circo ambulante, que exhibe una ballena disecada en cuyo interior se puede contemplar a un enano hermafrodita que arrastra tras de sí a una inquietante multitud imbuida en el nihilismo y dispuesta a destruir todo a su paso. La sensación de desastre inminente se extiende por una población gangrenada por el autoritarismo que enseguida pierde toda esperanza. La violencia no tarda en adueñarse de las calles y las casas, lo cual será aprovechado por la ambiciosa señora Eszter, la amante del comisario de policía, para alcanzar el poder absoluto con el apoyo del ejército. Es incuestionable el poder narrativo de Krasznahorkai, basado, sobre todo, en su capacidad para construir una subyugadora simbología que conforma una especie de visión apocalíptica de un Estado en decadencia moral y social donde la inteligencia es anulada por una violencia sorda y despersonalizada. La lectura política que se dio a esta novela, según la cual es una representación del socialismo corrupto de Kadar en los setenta, no impide entenderla como una arisca parábola de la agónica búsqueda de sentido en un mundo de caos y avaricia al que, como apuntó W. G. Sebald, ha vuelto el Leviatán.
Más en boga está la obra del también transilvano Attila Bartis (1968), una de las promesas más firmes de la narrativa europea a la vez que un claro descendiente literario de Bodor por su visión y representación del mundo, la cual engloba asimismo la más reciente tradición realista norteamericana y, en particular, uno de sus temas más queridos: la voladura del hogar familiar. La calma describe el chantaje emocional que ejerce sobre Andor Wéer, un escritor de cierta reputación, su madre, estableciendo entre ellos una relación dominada por el odio y la pasión, el horror y el deseo, la insensibilidad y el ansia de amor, hasta extremos inimaginables de maldad y horror. Sumido en una deprimente atmósfera de sexo, locura y narcisismo, Andor padece un paulatino proceso de autodestrucción mientras vaga por el Budapest de finales del periodo comunista, caracterizado por la degradación moral, el oscurantismo, la falta de fe y la irracionalidad, los cuales obstaculizan todo intento de recuperación individual, social o moral. En un osado reto a las normas convencionales de la narración, el autor combina angustiosas retrospecciones con temerarias reflexiones, estallidos de diálogo con largos pasajes narrativos, creando así una agonizante novela naturalista donde se entablan combates verbales propios del surrealismo.
En definitiva, el comunismo, que se dedicó a destruir la próspera sociedad nacida bajo la Corona Dual, no fue capaz de ofrecer nada a cambio, por lo que el nihilismo y la desesperación vinieron a ocupar este vacío e insuflaron a los artistas una sensación de fin de los tiempos que se repetía cada amanecer. Nunca sabremos qué hubiese sido de la literatura húngara sin él, pero, llegado el momento de hacer balance de aquella época, podemos afirmar que, forzados a desarrollar formas y contenidos adecuados para dar testimonio de algunos de los mayores horrores del siglo XX, los escritores húngaros perpetuaron y enriquecieron la ya de por sí imponente tradición existencialista fijada por Kafka, Musil o Roth sobre las ruinas de Austria-Hungría. ~
LO MรS LEรDO
El apocalipsis cotidiano
Juan Manuel Ortiz