El Che Guevara es la figura de izquierda más admirada por la derecha y los apolíticos de toda especie. No es un azar que este líder de la rebelión antiimperialista sea idolatrado por la juventud norteamericana. Nadie hizo más que este médico argentino para desactivar toda verdadera lucha por la justicia social, nadie como él logró convertir el legado de generaciones y generaciones de obreros, de pensadores, de políticos de izquierdas sólo en un póster. Nadie logró encarnar también la perfecta, y a la postre dañina, simbiosis entre el cristianismo martirológico (que no quiere que seamos más felices o más libres, sino que todos terminemos en la cruz) y el socialismo, que el Che. Lo hizo hasta después de muerto, convirtiendo su cadáver en una versión en carne y hueso del magnífico escorzo de Mantegna.
El Che murió como lo que era, un aventurero argentino de clase alta que quiere emociones cada vez más fuertes para no pasar a la adultez. Artista sin obra, víctima de una pulsión edípica incontrolable, al Che no le habría quedado otra que volver a la Argentina a engordar, quejarse del mundo y esgrimir teorías fantasiosas de cómo arreglar el planeta (que es a lo que se dedican hoy todos sus amigos y admiradores de entonces) si no se hubiese encontrado en México con un verdadero genio de la política: Fidel Castro.
El caudillo de Cuba era su exacto opuesto y su complemento soñado. Un estratega, un político sin escrúpulos pero con ideas, que supo utilizar el ansia del joven argentino por superar su asma y sus miedos en un hábil gancho publicitario. Su rostro, su acento, le dieron a la revolución un toque de glamour. Cuando en 1959 los barbudos entraron a La Habana eran jóvenes, buenos mozos y de buena familia. Sabían seducir, no gobernar. Pero ya entonces la política era más estética que ética. Y todos sabemos que la sangre es más bella que el sudor, y el sudor es mejor cuando huele a misión divina. El Che y Fidel posaron entonces para las fotos del mundo libre (tenía uno de esos pósteres en mi pieza de niño), aunque el mundo que iban construyendo a machetazos y purgas se parecía cada vez menos a un sueño.
Esa visión estética de la política es lo que me asquea en la imagen del Che. El gesto antes del hecho, el ministro de economía que va a cortar caña de azúcar los fines de semana para demostrar que es un obrero como todos pero no es capaz de hacer cuadrar las cuentas a fin de mes. El rebelde que no sabe pactar para ganar y que arrastra a Bolivia entera en un frenesí de sangre para quedar, ante la historia, como el que no se rindió. Eso atrajo a muchas chicas bien de la época que aprendieron a ser revolucionarias sin dejar de ser burguesas. Muchas de ellas son hoy por hoy escritoras de éxito, que combinan el recuerdo de sus estancias y latifundios, y sus millonarias tías abuelas, con la conciencia limpia de llorar por Chiapas, las ballenas o la revolución nicaragüense.
El Che no es el primer político que se convirtió en un símbolo, es el primero que sólo fue eso. Por tal razón, porque es profundamente inocuo, su figura es universalmente adorada. Los jóvenes que se visten con sus camisetas pueden evitarse el resplandor de la duda, o del examen frío, o de la verdadera acción social. Vistiéndose de revolucionarios, los adolescentes del mundo pueden evitarse para siempre la revolución. ~
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