3 de julio. Retórica
Dice el periódico que “AMLO se declaró triunfador de la contienda presidencial y exigió a la autoridad electoral, al Ejecutivo federal y a sus adversarios respeto a esa victoria”. Es natural que, convencido de que su persona encarna al pueblo, AMLO exija ese reconocimiento, sin estrategia y quizás (lo que es aún peor) sin demagogia. Curioso que insista en que ese reconocimiento debe otorgarse con respeto. Luego de fintear “con todo respeto”, acostumbra asestar potente izquierdazo. Esta contradicción le resulta muy simpática a adversarios y detractores. Con todo respeto, es usted un miserable. Estos dobleces son frecuentes en otros registros: ayer también dijo: “Soy muy respetuoso de las instituciones y de manera particular de lo que resuelva el Instituto Electoral; sin embargo quiero informar al pueblo de México que ¡ganamos la presidencia de la República!” (Los signos de admiración son del reportero, más admirado que AMLO.) Luego de declararse respetuoso, arrasa al objeto del respeto con un sin embargo. Se puede suponer que una de las partes del discurso es falsa. ¿Cuál? Si la segunda es falsa…
4 de julio. AMLO vulcanólogo
Dentro del volcán, o sentados en él, vemos ondear la bandera amarilla de la emergencia eruptiva. “Que nadie se llame a engaño sobre lo que puede suceder en los próximos días”, termina el visionario. Como en toda profecía autocumplida, tendrá razón. Comienza un periodo sombrío, de ésos en los que el conocimiento de la realidad es un acto de fe.
5 de julio.
En entrevista, AMLO declara: “Sí, confío en el árbitro, confío en el proceso, siempre he sido respetuoso de las instituciones, lo voy a seguir haciendo, pero también nosotros no podemos de ninguna manera aceptar un resultado que no corresponda a la realidad.” Interesante conflicto entre las instituciones y la realidad. La cabeza de AMLO expropia la realidad y desde luego descarta otras realidades, por lo menos a la realidad real y a la institucional. En lo primero se asemeja al pobre Quijote; en lo segundo a Lenin. Arraiga su realidad (es decir, su acto de fe) en “la gente”, a condición de que “la gente” sea su reflejo, no la gente que prefiere ceder al Estado su representación colectiva y la tutela de la ley. Al poner su propia percepción de la realidad sobre la del Estado, o al condicionar la objetividad de esa realidad a que concuerde con la suya, AMLO expropia a la colectividad en su individualidad. Más que el Estado, él es la colectividad. Un análisis del veleidoso empleo que hace de mayestáticos y primeras personas rendiría simpáticos resultados a un psicolingüista. Como todo voluntarista, AMLO argüiría, previsiblemente, que tal representación sólo es “real” si la autoridad del Estado es “legítima” (es decir, que cuadre con su fe). Círculo vicioso habemus.
Sus apologistas comparan ya las disparidades entre su realidad y la realidad al fraude electoral de 1988. La autoridad del Estado en 1988 se ejerció de manera ilegítima. Pero AMLO menosprecia que, precisamente por lo ocurrido entonces, se haya reformado el procedimiento electoral y se haya entregado su control a los ciudadanos (gracias en buena medida, ¿quién lo diría?, a Porfirio Muñoz Ledo). En 1988, el niño de la democracia se cayó en el pozo priísta de siempre, cuyo brocal agrandaron Camacho, Bartlett y Arturo Núñez. Pero que el pozo se haya tapado con el IFE, el FEPADE y el TEPJF carece de “realidad” (menos aún para los nuevos camaradas de AMLO: Camacho, Bartlett y Núñez, ahora súbitos expertos en cerrar pozos).
6 de julio. La historia C’est moi
Mi (¿ex?) amigo R. me reprocha no haber votado por López Obrador. Cuando me dice “no negarás que hubo fraude”, lo que me dice es “no puedes no creer que la historia de México está llena de agravios e injusticias”. La opinión (“¡todos lo saben!”) identifica ambas cosas como una sola e interpreta la derrota de AMLO como nuevo agravio.
No voté por AMLO, porque el lado siniestro del PRI no compensa mi admiración por sus muchos, enormes logros. Frente a sus mejores iniciativas y sus lúcidas mentes –que las hubo en abundancia– me detiene el peso espeluznante de sus caciques, sus líderes sindicales, sus matones plenipotenciarios. El cinismo de los priistas que hoy danzan con AMLO ofende a la razón, y que AMLO baile con ellos ofende hasta al cinismo. Saben venderse, y la causa de su antiguo correligionario precisa de administradores para las nuevas CROCs, CTMs, CNCs y CNOPs –infelices exámenes de estrabismo. Tampoco votaría por el patético culto al sufrimiento y al sentimiento, con sus alados cantautores, brechtianos furibundos, tinterillos de toma y daca, plañideras starbucks. Y menos aún por la rebaba eternamente impune de “históricos” del CEU, el CGH, cheguevaras de auditorio, sacerdotes artríticos que viven de quemar copal en el templo de las Tres Culturas ante una grey de kindergarten cuyos manteles huelen a “tachas” y regatón.
Pero más que ver a un neopriista, el fundamentalismo contestatario exige ver en su líder a los reloaded héroes que nos dieron patria. Y en las elecciones la purga de las anteriores, la cifra de todos los agravios acumulados, el clímax de una justicia escamoteada desde 1910, o por lo menos desde 1940 (cuando mi general Cárdenas “Señor del Gran Poder”, eligió –democráticamente solito– a mi general Ávila Camacho y no a mi general Múgica, como tendría que haber sido). Todas las fechas agitan el corazón y erizan las uñas blancas del Caudillo. ¿Cómo pueden pertenecer al mismo movimiento Bartlett y Poniatowska? AMLO sabe que “la gente” quiere volver al PRI, pero con la conciencia limpia.
7 de Julio. ¡Freunde, fraude!
El plan B de AMLO es obvio: de no ganar el conteo distrital, se descalificaría (con todo respeto) a las instituciones, se grita ¡fraude! y no se da un paso atrás. Punto. En su mejor estilo, se “imagina” que hay fraude en la primera frase, y al cerrar el párrafo lo imaginado ya es “prueba fehaciente”, como el Quijote, que pasa de conjeturar si los molinos serán gigantes a considerarlo un hecho en el mismo parlamento. Sus seguidores en cambio, no se parecen a Sancho: ni dudan ni repelan. Lo que el líder presiente, “la gente” lo consagra. La gente ha sido preparada para creerle todo: tanto se le dijo “ya ganamos” que no consideró no ganar. Esto complementa las décadas priistas en las que proclamar desde antes “ya ganamos” habría sido redundante (y explota en su provecho la elemental desconfianza en el aparato judicial que prohijaron esas décadas). A lo largo de setenta años, la única opción mexicana para sentirse seguros de ganar algo era votar por el PRI. Esto dejó una inercia pavloviana de credulidad que AMLO invierte en una incredulidad utilitaria. Más allá de un posible (y hasta hoy no probable) fraude electoral, a AMLO le interesa que “la gente” se sienta defraudada. Lo defraudado no es el hipotético “triunfo”, sino la (su) esperanza.
(Etcétera. Cito de un artículo, “El Estado soy yo” que escribí en julio-agosto de 2006 y apareció en Letras Libres en septiembre de ese año.)
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.