1.
Goethe observรณ que hay que tener mucho cuidado con lo que se quiere ser de mayor, porque puede acabar consiguiรฉndose. Desde luego, lleva razรณn, pero ¿quรฉ hay de lo que de ninguna manera se quiere ser de mayor? ¿Acaso no hay que tener cuidado tambiรฉn con ello? ¿Acaso no puede acabar consiguiรฉndose, precisamente porque querรญa evitarse?
En lo que sigue abordarรฉ un asunto terriblemente pasado de moda; tan pasado de moda que, en realidad, ni siquiera sรฉ muy bien cรณmo formularlo: “la responsabilidad del escritor” suena pomposo, aunque no mรกs que “la vigencia de la figura del intelectual”; “el compromiso del escritor” o la “literatura comprometida” suena antediluviano. De hecho, todas esas expresiones empezaban ya a sonar pomposas y antediluvianas hace 35 aรฑos, cuando yo cumplรญa dieciocho y, justo a la semana siguiente, morรญa en su casa de la calle Edgar-Quinet, en el barrio de Montparnasse de Parรญs, Jean-Paul Sartre, quizรก el gran intelectual francรฉs del siglo XX y sin duda la encarnaciรณn perfecta del escritor comprometido. Para mรญ, sin embargo, Sartre era por entonces lo contrario de un escritor, o por lo menos lo contrario del escritor que yo hubiese querido ser.
No es difรญcil explicar las razones de esa aversiรณn. En 1980, cinco aรฑos despuรฉs de la muerte de Franco, yo era un adolescente extremeรฑo trasplantado a Cataluรฑa que se habรญa pasado su infancia catรณlica viendo la televisiรณn, jugando al tenis y leyendo tebeos, novelas de aventuras y libros de historia, y que en algรบn momento habรญa decidido por puro instinto combatir las angustias de la adolescencia y el desconcierto del desarraigo sustituyendo la religiรณn por la literatura y abandonรกndolo todo o casi todo por ella, incluidos los tebeos, la televisiรณn y el tenis; mi familia no era libresca, yo no conocรญa a ningรบn escritor y, aunque compartรญa lecturas con amigos del barrio, carecรญa de consejeros, asรญ que en mi mesilla de noche se alternaban, en un desorden total, Dostoievski y Oscar Wilde, Melville y Thomas Mann, Isaac Asimov y J. R. R. Tolkien, Edgar Allan Poe, Hermann Hesse y los escritores del modernismo espaรฑol: Unamuno, Azorรญn, Baroja, Valle-Inclรกn, Antonio Machado. Hasta que descubrรญ a Borges. Y luego a Kafka. Y en seguida a un grupo numeroso de narradores latinoamericanos, de Vargas Llosa a Garcรญa Mรกrquez, de Cortรกzar y Rulfo a Bioy Casares y Cabrera Infante. Y empecรฉ a soรฑar –vagamente, tรญmidamente: era como soรฑar con ser astronauta– con ser escritor. Un escritor, como digo, muy diferente de Sartre, si no del todo opuesto a รฉl. Y eso que en aquella รฉpoca yo apenas conocรญa la obra de Sartre: habรญa visto representadas algunas de sus obras teatrales, que no me habรญan gustado; habรญa leรญdo con mรกs esfuerzo que placer los tres volรบmenes de Los caminos de la libertad y, con mรกs placer que esfuerzo, La nรกusea y Las palabras; tambiรฉn habรญa leรญdo algunos de sus ensayos, pero no sus grandes libros filosรณficos, y apenas habรญa hojeado ¿Quรฉ es la literatura?, quizรก convencido de que no tenรญa el menor interรฉs. Asรญ que lo que me molestaba de Sartre no podรญa ser su obra, por mucho que me aburriese o me disgustase; lo que me molestaba era su figura, o mรกs bien la idea que, de forma un tanto aproximativa o impresionista, me habรญa hecho de รฉl desde mi periferia indocumentada de chaval de provincias: un mandarรญn arbitrario y despรณtico, mรกs conocido por sus caprichosos bandazos polรญticos y por su apoyo a regรญmenes totalitarios que por su obra literaria, un tirano intelectual, solemne y presuntuoso, un pesado escritor realista de segunda categorรญa que, para desgracia de la literatura, pero tambiรฉn de la polรญtica, predicaba la obligaciรณn de subordinar la literatura a la polรญtica. No conocรญa demasiado bien la trayectoria intelectual y polรญtica de Sartre, pero esa era la penosa y sucinta idea que tenรญa de รฉl, y, como Sartre era el prototipo del intelectual y el escritor comprometido, eso eran para mรญ los escritores comprometidos y los intelectuales: individuos a quienes importaba muy poco la literatura (o a quienes importaba mucho menos que la polรญtica, suponiendo que les importase la polรญtica), gente frรญvola e irresponsable que hablaba de todo sin saber de nada, arribistas que usaban las buenas causas para hacer carrera literaria y que firmaban sin parar manifiestos ornamentales y escondรญan su incapacidad literaria y su desprecio por la literatura tras su frenesรญ hipรณcrita de activistas. En cuanto a la subordinaciรณn de la literatura a la polรญtica, yo hubiera aprobado de pe a pa unas palabras que el 22 de julio de 1966, justo despuรฉs de terminar Cien aรฑos de soledad, Garcรญa Mรกrquez escribรญa en una carta a su amigo Plinio Mendoza: “Pensando en polรญtica, el deber revolucionario de un escritor es escribir bien […] la literatura positiva, el arte comprometido, la novela como fusil para tumbar gobiernos, es una especie de aplanadora de tractor que no levanta una pluma a un centรญmetro del suelo. Y para colmo de vainas, ¡quรฉ vaina!, tampoco tumba ningรบn gobierno.”
Esa literatura positiva era lo contrario de lo que yo querรญa escribir, y Sartre, insisto, lo contrario de lo que yo querรญa ser. Ahora bien, ¿quรฉ es lo que yo querรญa ser? ¿A quรฉ clase de escritor aspiraba a emular? ¿Quรฉ clase de literatura soรฑaba con escribir? No lo sรฉ con exactitud, porque uno solo sabe lo que quiere escribir cuando ya lo ha escrito. Pero es curioso: en 1980, el aรฑo de la muerte de Sartre, John Barth publicรณ en The Atlantic Monthly un ensayo titulado “La literatura de la reactivaciรณn (Ficciรณn posmoderna)”; solo lo conocรญ tres aรฑos mรกs tarde, cuando lo tradujo al catalรกn Quim Monzรณ –el introductor del posmodernismo narrativo en Cataluรฑa–, junto con otro ensayo de Barth, anterior pero conectado a este, en el que el escritor estadounidense hablaba sobre todo de Borges: “La literatura del agotamiento”. En todo caso leรญ esos dos textos casi como un manifiesto de una nueva literatura: la literatura posmoderna. ¿Era esa la literatura que yo querรญa escribir? Creo que sรญ. ¿Y cรณmo era esa literatura nueva? Ya digo que no lo tenรญa demasiado claro –y Barth, por fortuna, tampoco lo aclaraba demasiado–; solo sabรญa o intuรญa que debรญa ser antirrealista, antisolemne, antisentimental, irรณnica, metaliteraria, irreverente, incluso cรญnica; tambiรฉn, que debรญa concebirse a sรญ misma como un juego, aunque, como yo seguรญa sintiendo que la literatura era una cosa absolutamente seria, el juego debรญa ser un juego en el que uno se lo jugaba todo; sobre todo, y por mรกs que me interesasen la polรญtica y la historia, debรญa ser una literatura pura, exenta de adherencias polรญticas y concesiones ideolรณgicas. Mis hรฉroes eran los narradores latinoamericanos, siempre que se olvidasen de su deuda con Sartre y de sus compromisos polรญticos, o siempre que los extirpasen de sus novelas. Mis hรฉroes eran los narradores posmodernos norteamericanos ensalzados por Barth, incluido el propio Barth (y tambiรฉn alguno no estadounidense, como Italo Calvino). Mi hรฉroe era Borges, que parecรญa ignorar con olรญmpico intelectualismo la polรญtica y la realidad, ajeno a la historia, encerrado en su biblioteca infinita. Mi hรฉroe era Kafka, tan desinteresado por cuanto no fuera la lucidez vertiginosa de sus propias pesadillas, tan absorto en ellas, que el 2 de agosto de 1914, despuรฉs de saber que acababa de desatarse un terremoto bรฉlico que cambiarรญa la faz del mundo, se marchรณ tranquilamente a nadar antes de escribir aquella noche en su diario: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. –Tarde, escuela de nataciรณn.”
Todo esto quedaba o parecรญa quedar en las antรญpodas de Sartre, de la figura del intelectual y de la literatura comprometida, o al menos de las ideas que por entonces yo tenรญa de los tres. Dicho lo anterior, es natural que mis dos primeros libros, El mรณvil y El inquilino, puedan leerse como libros casi prototรญpicamente posmodernos, y no extraรฑarรก que cuando se publicรณ el primero de ellos, en 1987, me marchara a Estados Unidos con la secreta intenciรณn de convertirme en un escritor norteamericano posmoderno; tampoco extraรฑarรก que, como cualquier joven escritor o aspirante a escritor, en aquella รฉpoca yo luchara por construirme una tradiciรณn propia, exclusivamente mรญa, y que, para ello, escribiera mi tesis doctoral sobre un singularรญsimo escritor espaรฑol mucho mรกs conocido entonces y quizรก todavรญa como cineasta que como escritor, un radical y aislado pionero literario, el primer escritor posmoderno de mi paรญs: Gonzalo Suรกrez; ni desde luego parecerรก raro que, en los aรฑos noventa, ironizara a mansalva sobre la literatura y los escritores e intelectuales comprometidos, hasta el punto de que no me hubiese costado ningรบn trabajo suscribir estas palabras escritas en 1992 por Tony Judt al final de un duro ensayo sobre la irresponsabilidad y la inmoralidad de los grandes intelectuales franceses de la primera posguerra, empezando por Sartre: “Una negativa a ocupar el puesto del intelectual tal vez sea el mรกs positivo de cuantos pasos pueden dar los pensadores modernos en su empeรฑo por llegar a un acuerdo con su propia responsabilidad en nuestro pasado reciente y comรบn.”
Lo que sรญ extraรฑarรก, en cambio, es algo que ocurriรณ a mediados de 2001. A principios de aquel aรฑo se habรญa publicado mi cuarta novela, Soldados de Salamina, y, en septiembre, Mario Vargas Llosa publicรณ un elogio desmesurado de ella, que me dejรณ perplejo. Lo que me dejรณ perplejo no fue, claro estรก, el elogio en sรญ, aunque fuera desmesurado; como escribiรณ Jules Renard, “cuando alguien me hace un elogio no necesita repetรญrmelo dos veces: lo entiendo a la primera”. No: lo que me dejรณ perplejo fue el motivo principal del elogio. Al terminar su artรญculo, en efecto, Vargas Llosa afirmaba: “Quienes creรญan que la llamada literatura comprometida habรญa muerto deben leerlo [Soldados de Salamina] para saber quรฉ viva estรก, quรฉ original y enriquecedora es en manos de un novelista como Javier Cercas.” Yo no conocรญa a Vargas Llosa personalmente, pero era uno de los hรฉroes literarios de mi juventud y –sobre todo despuรฉs de aquel artรญculo que contribuyรณ de manera decisiva a convertir en un bestseller un libro destinado a tener a un puรฑado de lectores, y que me convirtiรณ a mรญ en un escritor profesional– estaba mรกs dispuesto que nunca a pasar por alto su lealtad a Sartre y la literatura comprometida, y hasta su conspicua condiciรณn de intelectual. Pero, Dios santo, pensรฉ al leer la frase tremenda con que remataba su artรญculo, ¿ahora resulta que yo tambiรฉn soy un escritor comprometido? ¿Cรณmo es posible caer tan bajo? ¿Es este el precio del รฉxito?
Asรญ que dรญas mรกs tarde, exactamente el 11 de septiembre de 2001, cuando conocรญ a Vargas Llosa, lo primero que hice fue agradecerle su artรญculo, pero lo segundo fue recordarle que me habรญa llamado escritor comprometido. “Eso no me lo dices en la calle”, aรฑadรญ. Vargas Llosa se rio. Estรกbamos sentados en “un restaurante lleno de fantasmas”, como รฉl mismo escribiรณ aรฑos mรกs tarde, “en una extraรฑa noche en que Madrid parecรญa haber quedado desierta y como esperando la aniquilaciรณn nuclear”, y, cuando dejรณ de reรญrse, el escritor peruano me explicรณ quรฉ entendรญa รฉl, a aquellas alturas, por literatura comprometida. Lo que vino a decir fue mรกs o menos lo mismo que en realidad ya habรญa dicho en su artรญculo: comprometida era, para รฉl, la literatura que no es un mero juego ni un simple pasatiempo, la literatura seria, la que rehรบye la facilidad y se atreve a encarar, con la mรกxima ambiciรณn, grandes asuntos morales y polรญticos. Le pedรญ a Vargas Llosa que me pusiera un ejemplo actual de escritor comprometido; me puso dos, que por entonces a mรญ solo me sonaban: el sudafricano J. M. Coetzee y el japonรฉs Kenzaburo Oรฉ.
Que yo recuerde, aquella noche no hablamos mรกs sobre ese asunto. En los aรฑos siguientes, sin embargo, Coetzee y Oรฉ se convirtieron en dos autores importantes para mรญ. A ambos los conocรญ personalmente, pero nunca tuve ocasiรณn de preguntarle a Coetzee si se consideraba un escritor comprometido y quรฉ entendรญa รฉl por literatura comprometida; en cambio, en el caso de Oรฉ –que escribiรณ su tesis doctoral sobre Sartre, que importรณ la literatura comprometida a Japรณn y que es acaso el mรกs influyente intelectual japonรฉs– sรญ me resolvรญ a preguntarle una vez quรฉ era para รฉl la literatura comprometida. Ocurriรณ en un diรกlogo pรบblico que mantuvimos en Tokio, en otoรฑo de 2010; su respuesta fue mรกs reveladora que halagadora. Dijo que, cuando leyรณ la traducciรณn japonesa de Soldados de Salamina, le llamรณ mucho la atenciรณn una escena, recurrente en la novela, en la que un joven soldado republicano baila agarrado a un fusil un pasodoble. Dijo que no sabรญa lo que era un pasodoble y que se lo preguntรณ a su hijo Hikari. Los lectores de Oรฉ no ignoramos quiรฉn es su hijo, porque la obra del escritor japonรฉs quizรก no se entiende sin รฉl: Hikari fue un niรฑo nacido con graves deficiencias mentales, tantas que los mรฉdicos aconsejaron a Oรฉ que lo dejara morir; pero Oรฉ no les hizo caso, y ahora mismo Hikari, gracias al amor y los cuidados de su padre y de su madre, no solo estรก vivo sino que es un prestigioso compositor musical. De modo que Oรฉ, segรบn contรณ aquel dรญa en Tokio, le preguntรณ a su hijo quรฉ era un pasodoble, aunque su hijo no pudo ayudarle mucho, porque a รฉl solo le interesa la mรบsica clรกsica. Al final, no recuerdo cรณmo, Oรฉ dio con una pieza con ritmo de pasodoble en el preludio de la รณpera Carmen, de Bizet, cogiรณ a su mujer y, en el salรณn de su casa, se puso a bailar aquella extraรฑa mรบsica con ella, ante la mirada de su hijo Hikari, como la habรญa bailado o como imaginaba que la habรญa bailado, en un bosque remoto de un paรญs remoto, setenta aรฑos atrรกs, el soldado republicano de mi novela. “Eso es la literatura comprometida –concluyรณ Oรฉ–. Una literatura que te compromete por entero, una literatura en la que uno se involucra de tal modo que no solo quiere leerla, sino tambiรฉn vivirla.”
No puedo asegurar que fueran esas exactamente las palabras de Oรฉ; puedo asegurar que la idea era exactamente esa. Por lo menos desde mi fantasmal 11 de septiembre de 2001 con Vargas Llosa en Madrid, yo intuรญa que estaba equivocado, que habรญa que reformularlo todo –sobre todo la idea de la literatura comprometida, pero tambiรฉn la del intelectual–, que habรญa que volver al principio; aquel dรญa en Tokio, con Oรฉ, supe que era imprescindible hacerlo.
2.
Volvamos al principio, entonces: ¿quรฉ es un intelectual? ¿Quรฉ es un escritor comprometido? ¿Quรฉ es la literatura comprometida?
Como era de temer, a mis dieciocho aรฑos me equivocaba: en realidad, ¿Quรฉ es la literatura?, el libro de Sartre, tenรญa mucho interรฉs; mรกs aรบn: casi setenta aรฑos despuรฉs de su publicaciรณn todavรญa lo tiene. Es verdad que a veces se hacen en รฉl valoraciones injustas y afirmaciones dudosรญsimas o disparatadas, y que su autor no siempre renuncia a pontificar en un tono dogmรกtico, a veces insufriblemente paternalista; no es menos verdad, sin embargo, que algunas de las ideas fundamentales de ese ensayo siguen siendo estimulantes y atinadas: su teorรญa de la lectura como “creaciรณn dirigida”, por ejemplo, o su reacciรณn contra el equรญvoco de l’art pour l’art y contra las concepciones romรกnticas del artista como genio irresponsable. Para Sartre, en cualquier caso, la literatura no es adorno ni entretenimiento, sino acciรณn; el resultado de esa acciรณn es una revelaciรณn: la revelaciรณn de lo real; y el resultado de esa revelaciรณn es una revoluciรณn: segรบn Sartre, la literatura sirve para transformar la realidad, es decir, para cambiar el mundo; tambiรฉn para cambiar a los hombres, llevรกndoles a asumir plenamente su responsabilidad, el รบnico modo de acceso a la liberaciรณn personal. Todo esto guarda una relaciรณn evidente con una idea central en el pensamiento del filรณsofo francรฉs, de acuerdo con la cual el hombre es por completo responsable de su destino –“estamos condenados a ser libres”, segรบn su cรฉlebre fรณrmula–, pero lo que importa ahora es que le llevรณ al corolario de que la literatura debรญa de estar al servicio de la revoluciรณn proletaria, es decir del comunismo; el resultado fue que, aunque Sartre insistiรณ a menudo en que el compromiso no debรญa relegar la literatura, sus ideas abocaron a menudo a una literatura propagandรญstica, de vuelo cortรญsimo, que olvidaba que en literatura es imposible tener ambiciรณn polรญtica y moral sin tener ambiciรณn estรฉtica, o que es imposible cambiar la realidad sin cambiar antes la representaciรณn de la realidad.
La conclusiรณn era equivocada, pero el punto de partida no. Si bien se mira, las premisas de Sartre no estรกn en absoluto alejadas de las ideas de los formalistas rusos, en particular Vรญktor Shklovski: segรบn รฉl, la misiรณn del arte consiste en desautomatizar la realidad, en convertir en extraรฑo y singular lo que, a fuerza de tanto verlo, ha acabado pareciรฉndonos normal y corriente. Es, en mi opiniรณn, una idea inapelable. Montaigne observa que la costumbre borra el perfil de las cosas, volviรฉndolas imprecisas y anodinas; pues bien, lo que hacen el arte en general y la literatura en particular, o lo que deberรญan hacer, es permitirnos mirar la realidad –la realidad fรญsica, pero tambiรฉn la realidad moral y polรญtica– como si la viรฉsemos por vez primera, con todos sus perfiles, en toda su maravillosa plenitud y todo su espanto, arrebatรกndole la mรกscara automatizada de la costumbre. “Nombrar es desenmascarar –escribiรณ Simone de Beauvoir, resumiendo en una frase feliz el pensamiento literario de Sartre– y desenmascarar es cambiar.” La literatura, por lo tanto, representa un desnudamiento de la realidad, pero tambiรฉn una refutaciรณn, y el escritor es, para la sociedad, “una conciencia inquieta”, por decirlo de nuevo con Sartre, un incordio, un insumiso, un respondรณn, un impugnador de los valores comรบnmente aceptados, y sus obras el instrumento de tal impugnaciรณn. Esa es, todavรญa hoy, la idea de la literatura y del escritor que defiende Vargas Llosa, a pesar de que en tantos otros sentidos sus posiciones estรฉn ahora en el polo opuesto a las de Sartre: para el escritor peruano la literatura sigue siendo fuego, y el escritor un aguafiestas. Tampoco estรก lejos de esa idea la idea del Kafka que, en una carta que nunca se citarรก demasiado, escribรญa: “Si el libro que leemos no nos despierta de un puรฑetazo en el crรกneo, ¿para quรฉ leerlo?”; y concluรญa, famosamente: “Un libro tiene que ser un hacha que rompa el mar de hielo que llevamos dentro” (ese mar es la costumbre de Montaigne, el automatismo de Shklovski). Ni por supuesto queda muy lejos de ellas la idea de la literatura de Oรฉ, aunque parezca menos prรณxima al compromiso de Sartre que al de Michel Leiris, quien abogaba en Edad de hombre no por una literatura comprometida en el sentido sartreano, sino por “una literatura en la que yo me comprometรญa por entero”. En cualquier caso, y a pesar de sus distintos matices, todas estas posturas tienen algo fundamental en comรบn: su ambiciรณn, su altรญsima idea del papel de la literatura y el escritor, su absoluta seriedad.
Eso es algo que, sin duda en parte por reacciรณn, tendiรณ a desatender o a proscribir la literatura posmoderna, o mรกs bien la versiรณn menos consistente aunque quizรก mรกs extendida de la literatura posmoderna. Tal vez el primer escritor posmoderno de mi generaciรณn que lo vio fue David Foster Wallace. Su crรญtica de la posmodernidad es, a mi modo de ver, casi del todo atinada; pero solo casi. Foster Wallace acierta por completo cuando afirma que nuestra cultura se ha vuelto de un escepticismo congรฉnito, que nuestros escritores desconfรญan por completo de las creencias firmes y las convicciones abiertas y que la pasiรณn ideolรณgica los asquea profundamente; tambiรฉn acierta al sostener que lo que nos ha llegado del auge de la posmodernidad, quizรก malinterpretรกndola, ha sido sarcasmo, cinismo, ennui permanente y recelo de cualquier autoridad; y desde luego tiene toda la razรณn cuando, en 1996, en una apasionada vindicaciรณn de Dostoievski, afirma que la feroz gravedad del novelista ruso serรญa considerada a menudo, por la actual ortodoxia posmoderna, pretenciosa y ridรญculamente sentimental, y que no provocarรญa indignaciรณn ni improperios, sino algo peor: una ceja levantada y una sonrisa sardรณnica. Todo esto, ya digo, me parece exacto. Pero Foster Wallace va mรกs allรก, y acaba atribuyendo la falta de ambiciรณn y seriedad de la narrativa de nuestro tiempo –su incapacidad para escribir sobre “las viejas certezas y verdades del corazรณn” de las que hablaba Faulkner– a la omnipresencia de la ironรญa, al hecho de que, dice, “la ironรญa posmoderna se ha convertido en nuestro hรกbitat”; lo cual parece llevarle por momentos a abogar por una literatura propositiva, capaz de transmitir certezas, de dar respuestas y presentar soluciones.
Es un error. Un error comprensible, si se quiere, sobre todo en alguien tan empapado por la ironรญa, el sarcasmo y el cinismo posmodernos como Foster Wallace y a la vez tan desesperado por liberarse del nihilismo al que todo ello le abocaba; un error que dice mucho, tambiรฉn, del callejรณn sin salida en que se hallaba la propia obra de Foster Wallace, incapaz de emanciparse de su dependencia del posmodernismo. Pero un error al fin y al cabo. La literatura, y en particular la novela, no debe proponer nada, no debe transmitir certezas ni dar respuestas ni prescribir soluciones; al revรฉs: lo que debe hacer es formular preguntas, transmitir dudas y presentar problemas y, cuanto mรกs complejas sean las preguntas, mรกs angustiosas las dudas y mรกs arduos e irresolubles los problemas, mucho mejor. La autรฉntica literatura no tranquiliza: inquieta; no simplifica la realidad: la complica. Las verdades de la literatura, pero sobre todo las de la novela, no son nunca claras, taxativas e inequรญvocas, sino ambiguas, contradictorias, poliรฉdricas, esencialmente irรณnicas. Es muy probable que la ironรญa destructiva, aquella que se funde o se confunde con el sarcasmo y hasta con el cinismo, conduzca a un nihilismo despiadado y estรฉril; pero la ironรญa cervantina, la que muestra que la realidad es siempre equรญvoca y mรบltiple y que existen verdades contradictorias, es una herramienta indispensable de conocimiento. Esa ironรญa no es lo contrario de la seriedad, sino en cierto sentido su expresiรณn mรกxima; sin ella, en todo caso, apenas hay narrativa digna de tal nombre, o por lo menos novela. El diagnรณstico que Foster Wallace hacรญa de los males de la posmodernidad no era equivocado; parcialmente lo era su formulaciรณn, y sobre todo lo era su remedio contra ellos, un remedio que a veces linda con la versiรณn mรกs pedestre de la literatura comprometida, o se adentra en ella. Digo la mรกs pedestre. Porque lo cierto es que, en el fondo, toda literatura autรฉntica es literatura comprometida, al menos en la medida en que toda literatura autรฉntica aspira a cambiar el mundo cambiando la percepciรณn del mundo del lector, que es la รบnica forma en que la literatura puede cambiar el mundo; al menos en la medida en que toda literatura autรฉntica exige un compromiso, una implicaciรณn absoluta en ella, primero del autor y luego del lector, que es otro autor; al menos en la medida en que toda literatura autรฉntica es de una seriedad absoluta, no porque no use la ironรญa y el humor –que son dos de las cosas mรกs serias que existen–, sino porque es revelaciรณn y desenmascaramiento y por tanto impugnaciรณn de la realidad, fuego, dinamita, subversiรณn moral y polรญtica, cualquier cosa salvo mero pasatiempo carente de consecuencias.
Todo lo anterior no significa que el novelista no pueda o incluso deba tener (o recuperar) pasiones ideolรณgicas, creencias firmes y convicciones fuertes; significa que esas pasiones, creencias y convicciones no deben trasladarse tal cual, en crudo, a la novela, haciendo de ella un vehรญculo o una ilustraciรณn de las mismas: mรกs bien, la novela debe ponerlas en cuestiรณn, socavarlas, reelaborarlas y transformarlas en el carburante de su propia y contradictoria complejidad. O dicho de otro modo: tal vez quien puede o incluso debe tener esas pasiones, creencias y convicciones no es la novela sino el novelista. Con lo cual abandonamos el territorio de la literatura comprometida para adentrarnos en el territorio del intelectual.
3.
Sabemos lo que es un intelectual: se trata de una persona que, ademรกs de dedicarse profesionalmente a una actividad intelectual por la que ha adquirido cierto grado de reconocimiento, interviene en el debate pรบblico. Sabemos tambiรฉn cuรกndo y cรณmo naciรณ. Segรบn Stefan Collini, la primera vez que el tรฉrmino intelectual se usa como sustantivo es en 1815 y en un texto de Byron, pero la figura del intelectual, o al menos su esbozo, existรญa con anterioridad. De hecho, cuando en 1784 Kant afirma que una de las condiciones de la Ilustraciรณn consiste en que el individuo pueda hacer un uso pรบblico de la razรณn, entendiendo por uso pรบblico “aquel que, en calidad de maestro, se puede hacer ante el gran pรบblico del mundo de lectores”, lo que estรก haciendo es definir la funciรณn del philosophe, que no es mรกs que el antecesor directo del intelectual; la funciรณn o al menos una parte de la funciรณn: la otra parte –la de ser “el รบltimo recurso de todas las vรญctimas de la injusticia legal”, por decirlo con palabras de Alain Minc– la desempeรฑaba como nadie y por la misma รฉpoca Voltaire, prototipo del philosophe y acaso el primer intelectual moderno. Y sabemos, en fin, que la figura y la denominaciรณn de intelectual no se institucionalizan hasta finales del siglo xix, cuando estalla en Francia el caso Dreyfus, igual que sabemos que a partir de entonces el intelectual adquiere tal autoridad y relevancia que se ha podido hablar del siglo XX como el siglo de los intelectuales. Tal vez lo fue, sobre todo en Francia. Previsiblemente, muchos intelectuales no fueron fieles a la nobleza teรณrica de sus orรญgenes: ni fueron un baluarte contra las injusticias, ni fueron lo que el intelectual (o el philosophe) venรญa a ser para Kant, es decir, una especie de sustituto laico del sacerdote dispuesto no a predicar dogmas, como el sacerdote, sino a adiestrar en el uso de la razรณn con el fin de eliminar el oscurantismo y la ignorancia. No: la realidad es que muchas veces el intelectual predicรณ la sustituciรณn de un dogma por otro, renunciรณ a la libertad de la razรณn para someterse a la unanimidad de las consignas, justificรณ las peores atrocidades, difundiรณ o fue incapaz de denunciar las mentiras mรกs flagrantes y utilizรณ las causas que defendรญa para promocionarse, apoyรกndolas no porque fueran justas o respetables sino por los beneficios que podรญan acarrearle; unido a la arrogancia de tantos, a su coqueterรญa, su frivolidad, su esnobismo y su egotismo, a su facilidad para ceder a vistosos radicalismos de salรณn y a su falta de sentido comรบn, esto convirtiรณ a los intelectuales en una casta de niรฑos mimados. “Toda idea falsa acaba con sangre –escribiรณ Albert Camus–, pero se trata siempre de la sangre de los demรกs. Esto explica que algunos de nuestros pensadores se sientan libres de decir cualquier cosa.” Asรญ fue, y en el fondo no es tan raro: igual que el รฉnfasis en la verdad delata al mentiroso, el รฉnfasis en la responsabilidad del escritor fue un disfraz perfecto de la perfecta irresponsabilidad del escritor.
Esto ocurriรณ sobre todo a mediados de siglo pasado y sobre todo en Parรญs, cuando Parรญs todavรญa era Parรญs; es decir: el centro cultural del mundo. De modo que es comprensible que dos o tres dรฉcadas mรกs tarde, mientras morรญa en su casa parisina Sartre, el mayor representante de esos intelectuales, el desprestigio del gremio fuera tremendo, y que ni siquiera un adolescente espaรฑol de provincias como yo quisiera ni por asomo pertenecer a รฉl. ¿Han cambiado las cosas en estos รบltimos treinta aรฑos? Por supuesto, pero, en relaciรณn a los intelectuales, solo a peor, al menos segรบn la opiniรณn mayoritaria, de acuerdo con la cual estamos asistiendo o hemos asistido ya al fin de los intelectuales. Mi impresiรณn, sin embargo, es exactamente la contraria: no solo no creo que hayan desaparecido los intelectuales, sino que creo que ahora mismo hay mรกs intelectuales que nunca (y que quizรก son mรกs influyentes que nunca).1 Es verdad que esos intelectuales ya no son iguales que los de antes y que, como la vida social funciona del mismo modo que la naturaleza –donde nada se crea ni se destruye, sino que solo se transforma–, los intelectuales han cambiado de manera sustancial: por ejemplo, ya no existe (o es muy minoritario) el intelectual dogmรกtico, instalado, como dice Tony Judt, “en la seguridad que se deriva de una cultura polรญtica rebosante de confianza, de un conocimiento de ciertas ‘verdades’ simples en torno a la historia y la sociedad”. No existe por fortuna, habrรญa que aรฑadir. Pero tambiรฉn habrรญa que aรฑadir que, en nuestras sociedades, apenas existe un escritor, un periodista o una persona con una cierta relevancia social –incluidos cineastas, pintores, actores o cantantes– que no se pronuncie sobre asuntos pรบblicos en sus declaraciones, lo que de manera automรกtica los convierte en intelectuales. En Espaรฑa, sin ir mรกs lejos, es difรญcil pensar en un escritor mรกs o menos conocido que no tenga una columna en algรบn periรณdico, o que no aparezca en alguna tertulia radiofรณnica o televisiva, y que no opine con mรกs o menos claridad o acierto sobre cuestiones polรญticas, lo que tambiรฉn hace de รฉl un intelectual, le guste o no el marbete. Yo mismo, para no aplazar mรกs la confesiรณn, escribo cada dos semanas en un periรณdico, asรญ que yo tambiรฉn soy –Dios me perdone– un intelectual: la prueba es que en mis columnas no solo hablo de lo que me ataรฑe a mรญ, sino tambiรฉn de lo que ataรฑe a mis lectores, es decir a la polis, palabra que como se sabe significa en griego ciudad pero tambiรฉn ciudadanรญa, y que es el origen de nuestra palabra polรญtica.
Alguien podrรญa preguntarse por quรฉ lo hago, por quรฉ escribo sobre polรญtica; yo mismo me lo pregunto a menudo, porque soy consciente de los problemas que para un novelista supone hacerlo. Uno de ellos es que, como advierte Milan Kundera, el novelista puede llegar a ser mรกs conocido por sus opiniones polรญticas que por sus novelas, cuando lo mejor que tiene que decir lo dice con sus novelas, no con sus opiniones polรญticas. Otro problema –quizรก mรกs importante todavรญa, tambiรฉn mรกs inquietante– es que, en varios sentidos cruciales, el novelista y el intelectual son no solo personajes distintos sino opuestos. El novelista formula interrogantes, siembra dudas, propone paradojas, inocula contradicciones y no da nunca respuestas, o sus respuestas son siempre ambiguas, contradictorias, esencialmente irรณnicas; no digo que, en circunstancias normales, el intelectual (o el novelista metido a intelectual) no pueda o incluso deba hacer lo mismo en sus comentarios y reflexiones, sembrando dudas, ambigรผedades y perplejidades sobre la actualidad y formulando interrogantes acerca de ella. Pero lo cierto es que, por muchas dudas, interrogantes, ambigรผedades y perplejidades que siembre, en situaciones lรญmite –esas que definen al intelectual como definen a cualquier otro hombre– el intelectual no puede eludir tomar partido, debe aceptar o negar, transigir o rebelarse, decir sรญ o no: aunque no renuncie a seguir planteando preguntas, en tales casos no puede no dar respuestas claras, nรญtidas y taxativas. Esto le aleja por completo del novelista, si no le coloca frente รฉl, o le enemista con รฉl. Lo cual significa que el novelista que acepta correr el riesgo de intervenir en la vida pรบblica, por los motivos que fuere –por soberbia, por afรกn de notoriedad, porque siente la obligaciรณn o el impulso de hacerlo, o simplemente por el temor a verse devorado por el autismo narcisista que lo asedia de continuo, amenazando con hacer de รฉl un mamarracho sin remedio–, debe saber que puede convertirse en un individuo escindido. No hay que descartar que esa escisiรณn resulte provechosa y que el novelista y el intelectual acierten a estimularse mutuamente, retroalimentรกndose, de manera que uno dote al otro de lo que carece (y viceversa), o, mejor aรบn, combatiรฉndose, de manera que ambos salgan fortalecidos de la pelea, sobre todo si el novelista es no solo capaz de evadirse de las convicciones del intelectual, sino tambiรฉn de sabotearlas, sometiรฉndolas a una crรญtica implacable, a un permanente y feroz cuestionamiento, porque el intelectual escribe solo (o principalmente) con la parte racional del hombre, pero el novelista escribe con el hombre entero: con la parte racional y quizรก sobre todo con la irracional (con sus pasiones, sus obsesiones, sus pesadillas y sus deseos). Todo esto es verdad, pero tambiรฉn es verdad que la escisiรณn entre el novelista y el intelectual puede acabar siendo mortรญfera, y que las certezas y claridades obligadas del intelectual pueden aplastar a las obligadas incertidumbres, paradojas y ambigรผedades del novelista, de tal manera que este deje de ser un novelista para convertirse en un mero agitador, en un propagandista o un apรณstol. Una cosa es segura, en cualquier caso: sea cual sea la convivencia de esos dos personajes en la misma persona, puede darse por descontado que serรก casi siempre vidriosa y conflictiva.
Cabrรญa enumerar otros riesgos que afronta cualquier novelista que interviene en el debate pรบblico; pero, bien pensado, la pregunta pertinente no es por quรฉ hay novelistas que lo hacen, aun sabiendo que pueden equivocarse, sino por quรฉ hay novelistas que no lo hacen, aun sabiendo que pueden acertar: al fin y al cabo el novelista es un ciudadano como cualquier otro, y tiene una responsabilidad como novelista, pero tambiรฉn como ciudadano. No encuentro una respuesta para esa pregunta, pero cada vez que me la hago me asalta el recuerdo de unas palabras de Ezra Pound, que no era novelista pero intervino como el que mรกs en el debate pรบblico, equivocรกndose como el que mรกs: “Harรฉ declaraciones que pocas personas se pueden permitir porque pondrรญan en peligro sus ingresos o su prestigio en sus mundos profesionales, y solo estรกn al alcance de un escritor por libre. Puede que sea un tonto al usar esta libertad, pero serรญa un canalla si no lo hiciera.”
Una cosa estรก clara: dado que hay mรกs intelectuales en ejercicio que nunca –aunque solo sea porque hay mรกs medios de comunicaciรณn que nunca y estos se alimentan en gran parte de las opiniones y tomas de posiciรณn de personas conocidas–, urge reformular la tarea del intelectual, dotar a esa figura en teorรญa desacreditada pero en la prรกctica vivรญsima de una nueva funciรณn y quizรก de un nombre nuevo. ¿Cรณmo hacerlo? No tengo ni la menor idea, por supuesto. Lo รบnico que sรฉ es que me chiflarรญa que el nuevo intelectual interviniese en la vida pรบblica con el tono y la actitud del simple ciudadano, no con los del intelectual; que prescindiese de poses pomposas y oraculares, de cualquier pretensiรณn de superioridad moral y de las confortables seguridades de los dogmas y las adscripciones partidistas; que administrase con cuidado, si hace falta con cicaterรญa, sus declaraciones pรบblicas y su relaciรณn con los medios, oponiรฉndose a la voracidad indiscriminada de estos. Tambiรฉn me volverรญa loco de contento si el nuevo intelectual resistiese a brazo partido la tentaciรณn mรกs insidiosa que le acecha, que es la de creerse en posesiรณn de la verdad; si a todas horas pusiese en tela de juicio sus ideas y entendiese que la crรญtica empieza por la autocrรญtica y la ironรญa por la autoironรญa; si de una vez por todas se metiese en la cabeza que la moral es previa a la polรญtica y que es imposible ser un intelectual decente sin ser un hombre decente, porque, aunque haya rectitud moral sin rectitud polรญtica (dado que los hombres decentes no estรกn exentos de cometer errores de juicio), no hay rectitud polรญtica sin rectitud moral (dado que existen los canallas de las buenas causas, pero las buenas causas siempre acaban contaminadas por los canallas). Me pondrรญa a dar saltos de alegrรญa si el nuevo intelectual se ganase su ascendiente no solo a base de inteligencia y conocimiento sino tambiรฉn de humildad y generosidad, por supuesto de respeto a la verdad, y si no olvidase ni un momento que, al menos en su caso, la rectitud moral depende de su capacidad de reflexionar con el mรกximo cuidado, de formular ideas correctas o que a รฉl le parecen correctas y de actuar de acuerdo con ellas y no de acuerdo con lo que le conviene pensar, aunque haciรฉndolo perjudique su carrera, su reputaciรณn o su bolsillo. Y, crรฉanme, estarรญa dispuesto a aprender a tocar las castaรฑuelas, o en su defecto el trombรณn de varas, a cambio de que el nuevo intelectual prescindiera de cualquier fe polรญtica inamovible salvo la fe en la democracia, entendida esta como un sistema polรญtico imperfecto –la รบnica democracia perfecta es una dictadura– pero infinitamente perfectible. Todo lo anterior es solo, claro estรก, el desiderรกtum de un hombre que no cree en los desiderรกtums; en realidad, lo que me parece indispensable en el nuevo intelectual es una sola cosa, mucho menos sofisticada o mรกs elemental que las anteriores, aunque mucho mรกs difรญcil.
Me explico. A los dieciocho aรฑos yo tambiรฉn estaba equivocado en esto: ni Borges viviรณ encerrado en la infinita erudiciรณn de su biblioteca, ni Kafka en la lucidez vertiginosa de sus pesadillas. Ambos eran mis hรฉroes a los dieciocho aรฑos y lo siguen siendo a los 53, pero ahora ya sรฉ que ni uno ni otro era como yo creรญa que era. Borges nunca ignorรณ con olรญmpico intelectualismo la polรญtica; al contrario: de joven se entusiasmรณ con la Revoluciรณn rusa, de mayor combatiรณ el peronismo y defendiรณ la democracia y al final de su vida apoyรณ algunas dictaduras latinoamericanas, un error del que en seguida se arrepintiรณ. En cuanto a Kafka, con el tiempo hemos sabido que seguรญa atentamente la vida polรญtica de su paรญs, que asistรญa a menudo a mรญtines electorales y actos polรญticos, en especial de lรญderes socialdemรณcratas, y que participaba en las asambleas del grupo revolucionario Klub Mladรฝch y de la asociaciรณn obrera Vilem Kรถrber. De manera que, cuando el 2 de agosto de 1914 anota en su diario que se ha ido a nadar despuรฉs de conocer la noticia de que Alemania ha declarado la guerra a Rusia, lo que hay que deducir no es que a Kafka no le importase que hubiera estallado la guerra, como hacรญa yo en mi ignorancia adolescente; lo que hay que deducir es que, en vez de reaccionar con precipitaciรณn y con furia o con miedo o con falsas o improvisadas certezas ante un hecho cuyo alcance y cuyas consecuencias nadie podรญa conocer aรบn, Kafka prefiere reflexionar sin prisa sobre รฉl, yรฉndose a nadar. Es exactamente lo primero que deberรญa hacer el nuevo intelectual ante una situaciรณn parecida, extrema; lo segundo tambiรฉn puedo ejemplificarlo con una anรฉcdota del escritor checo. Cuenta un contemporรกneo suyo, el novelista Michal Mare, que un dรญa de 1912 Kafka participรณ en un acto de protesta contra la ejecuciรณn del anarquista Liabeuf en Parรญs; la policรญa irrumpiรณ violentamente en la reuniรณn y, en medio del altercado, todo el mundo pudo verlo, muy alto y delgado, con su cara de pรกjaro, “quieto de pie en medio de la batalla entre los policรญas y los manifestantes”, negรกndose a obedecer la orden de disolverse en nombre de la ley, hasta que los guardias se lo llevaron a comisarรญa.
Los dos hechos que acabo de referir son para mรญ el doble emblema del nuevo intelectual. Un viejo amigo y yo solemos discutir desde hace aรฑos, entre copa y copa, sobre las caracterรญsticas que deberรญa reunir nuestra sociedad perfecta; al final, despuรฉs de muchas discusiones, hemos llegado a la conclusiรณn de que en esa repรบblica ideal solo hay tres personajes imprescindibles: un maestro, un mรฉdico y un hombre que dice No. El maestro es quien enseรฑa a vivir; el mรฉdico es quien enseรฑa a morir; el hombre que dice No es quien preserva la dignidad colectiva: es el hombre que, en las situaciones lรญmite, en los momentos mรกs comprometidos, cuando se decide el destino de la sociedad y mรกs difรญcil es conservar la cabeza y todos o casi todos pierden el sentido de la realidad y dicen Sรญ por un error de juicio y quienes no lo hacen no se atreven a decir No por temor a ser rechazados por la mayorรญa, en ese momento, despuรฉs de haberse ido a la piscina y haber reflexionado sin prisa y con la mayor seriedad y haber llegado a una conclusiรณn, tiene el valor de decir No, tranquilamente, sin levantar la voz, con la misma terca impavidez y la misma falta de gestualidad y la misma discreciรณn inflexible y la misma firmeza estatuaria con que Kafka dijo No aquel dรญa de 1912, en medio de la batalla entre la policรญa y los manifestantes. Este hombre no se propone erigirse en ejemplo para nadie ni dar lecciones a nadie; tampoco dice No por el placer o el capricho o la vanidad de la contradicciรณn, ni es un conformista del inconformismo, ni obtiene ningรบn rรฉdito econรณmico o profesional de su negativa: simplemente tiene la valentรญa de pensar con lucidez y de actuar de acuerdo con lo que piensa. Este hombre es el enemigo del pueblo de Ibsen, el hombre rebelde de Camus, en muchos sentidos el protagonista de las grandes novelas de Kafka. Este hombre encarna la dignidad del intelectual. ~
Este texto es un fragmento de El punto ciego, que serรก
publicado por Literatura Random House a principios de 2016.
1 Ya en pruebas de imprenta estas pรกginas, compruebo que esa impresiรณn no es solo mรญa, por lo menos en Francia, donde a principios de otoรฑo de 2015 arrecia con fuerza la discusiรณn sobre el papel de los intelectuales. Desencadenada por unas palabras de Michel Onfray en las que abogaba por colaborar con el Front National –el partido nacionalista, ultraderechista y xenรณfobo de Marine Le Pen–, la polรฉmica ha merecido acaloradas discusiones en primeras pรกginas y nutridos dosieres publicados por los principales medios de comunicaciรณn galos, de L’Obs a Libรฉration. El 28 de septiembre Le Monde constataba que intelectuales como el propio Onfray, pero tambiรฉn como Alain Finkielkraut o Michel Houellebecq, estรกn sustituyendo a los polรญticos en los medios de comunicaciรณn y se preguntaba a toda pรกgina en su portada: “¿Van a ocupar los polemistas el lugar de los polรญticos?” Todo indica que lleva razรณn Jacques Julliard cuando el dรญa anterior afirmaba en Le Figaro: “Hay que acabar con esa idea segรบn la cual el tiempo de los intelectuales pertenece al pasado, al tiempo de Zola o de Sartre. Sartre tuvo mucha menos influencia sobre la polรญtica francesa de su tiempo que los intelectuales de hoy.”