En estos días, puede verse una gran exposición en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de París: El arte en guerra. Francia, 1938-1947. Pese a su título heroico, los textos que acompañan al elegante y pesado catálogo dan una idea de la incapacidad de los parisienses actuales –y de los funcionarios culturales en particular– para enfrentar su incómodo pasado, pues en la concepción misma de la muestra y en los textos de su catálogo abundan las contradicciones, las revelaciones incómodas, los olvidos aberrantes y las florituras retóricas para encubrir los hechos reales.¿De verdad se puede hablar de un “arte en guerra” durante la ocupación nazi de Francia?
A la luz de lo que se sabe acerca de la conducta de los artistas en París durante ese periodo, la afirmación del actual alcalde francés en el prólogo aparece como un cliché muy poco relacionado con la realidad: “La mayoría se ven obligados a esconderse o a huir a fin de continuar a pesar de todo su trabajo, en la clandestinidad o el combate.” El director del museo parisiense, Fabrice Hergott, admite que, así como hubo resistencia, hubo en la misma medida colaboración. Sin embargo, para el funcionario lo heroico fue defender un “arte francés”, hecho que “por sí mismo desde el inicio representó un acto de Resistencia”. Lamentablemente, la defensa de lo francés fue la gran justificación del gobierno de “Revolución Nacional” encabezado por Philippe Pétain.
Antes de su definitiva nazificación a partir de 1942, el régimen de Pétain contribuyó al florecimiento cultural francés. Incluso no sería exagerado afirmar que la supresión de los judíos abrió espacios a los jóvenes franceses, quienes pudieron destacar gracias a esa oportunidad. Este hecho decisivo –y notable en la industria cinematográfica, por ejemplo, creada por judíos– es algo para lo cual Hergott no tiene respuesta. ¿La expulsión de los judíos, hoy incómoda, fue o resultó ser en el fondo también un acto nacionalista, de apoyo al “arte francés”?
Los escritos introductorios declaran abiertamente que entre 1940 y 1944 París experimentó el florecimiento de su vida cultural: en pintura, el régimen otorgó subvenciones dedicadas al arte religioso, gracias a las cuales se produjo un renacimiento del arte sagrado (Rouault, Bonnard). En el teatro, los nazis implantaron un corporativismo que condujo a una profesionalización y a un sistema de subvenciones para el teatro público y privado, de la capital y de provincia, adquisición fundamental que continúa hoy en día. Sin embargo, la constatación de este esplendor artístico supuso, para los autores de los textos que acompañan al catálogo, omitir hechos vergonzosos: en la nota sobre el cine, por ejemplo, los autores sintomática y muy lamentablemente olvidan mencionar la previa limpia de todos los judíos y, en cambio, hablan de “la certidumbre de haber vivido una de las más brillantes épocas que haya conocido el cine francés”. De ese modo, en un libro que habla supuestamente sobre el “arte en guerra”, no aparece una lista de los numerosos artistas judíos que debieron huir o murieron a manos de los nazis, de la policía parisiense o de Vichy.
El historiador Julian Jackson habla, por su parte, de la “estrategia diabólica de los alemanes” y de la paradoja de que la ocupación haya sido un “periodo brillante de la vida cultural francesa”, con más de cien obras de teatro representadas, incluidas piezas de Sartre, Camus, Montherlant, Anouilh, Cocteau, Claudel, Giraudoux. Menciona rutinariamente la suerte de los judíos, pero no puede sino cifrar la época en esta frase terrible: “para la mayoría de los franceses, la persecución antisemita no tuvo un gran impacto”. ¿Cómo explicar la conducta de los parisienses –y en especial de la comunidad artística– frente a la ocupación alemana?
A ese ingrato periodo y a la manera en que los artistas e intelectuales abordaron “el peor momento político de la ciudad en el siglo XX”, dedica Alan Riding su libro más reciente: Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis (traducción de Carles Andreu, Crítica, 2012, 496 pp.).
El antisemitismo en Francia no era nuevo. Se había mostrado en toda su amplitud en la sentencia a cadena perpetua, en 1894, del capitán Alfred Dreyfus, un oficial judío del ejército francés acusado con pruebas falsas de ser un espía de Alemania. Aunque el militar fue defendido por un grupo de intelectuales encabezados por Émile Zola y exonerado en 1906, el caso Dreyfus desató y de algún modo dio legitimidad a un antisemitismo muy profundo entre la burguesía y los intelectuales. Ese antisemitismo y la xenofobia fueron atizados por la oleada de inmigrantes que llegó después de la Primera Guerra Mundial. La población judía en Francia pasó de 95 mil en 1900 a trescientos mil en 1940, gran parte de la cual se estableció en el este de París. A partir de 1935, entre los intelectuales y los estudiantes tomó mucha fuerza la extrema derecha nacionalista y antisemita, lo mismo que el comunismo.
Una nación confundida y dividida como la francesa, en lo que Alan Riding llamó “un autoengaño monumental”, eligió ignorar el ascenso del nazismo y la inminente necesidad de enfrentar su agresiva expansión. Cuando el 3 de septiembre 1939 Inglaterra al fin declaró la guerra a Hitler y Francia la siguió horas después, su postura fue tan poco sincera que no implicó un esfuerzo bélico serio o una toma de posición más completa. Se le llamó la drôle de guerre (“la extraña guerra”) y lo fue en varios sentidos: en el interior del país, en vez de acallar a fascistas y pronazis, la policía se dedicó a perseguir y encerrar en campos de concentración a artistas y refugiados en su mayoría judíos. En el plano bélico, por otro lado, la preparación fue aberrantemente tardía e insuficiente, y condujo a una humillante derrota.
Los alemanes lanzaron su ofensiva contra Europa occidental el 10 de mayo de 1940. Las tropas francesas fueron neutralizadas y los alemanes penetraron sin resistencia. Mientras unos ocho o diez millones de franceses huían hacia el sur, la ocupación de la mitad norte del país –incluida París– tomó escasas semanas (la mitad sur, salvo la costa atlántica, quedó bajo el régimen antisemita y de extrema derecha del mariscal Pétain, con sede en Vichy). Cerca de dos millones de soldados franceses fueron capturados por el ejército alemán. Muchos intelectuales y artistas antinazis, así como los judíos que lograron hacerlo, se escondieron primero en el sur, y después huyeron de Francia.
La toma de París se llevó a cabo sin la menor resistencia.
La humillación de la derrota francesa se acrecentó por las condiciones de su sometimiento: Francia debía dar a Alemania, por día, el equivalente actual –por su capacidad adquisitiva– de ciento veinte millones de dólares. La tasa de cambio subió por decreto de doce a veinte francos por marco alemán. Además, Alemania volvió a anexar la Alsacia y Lorena, así como un área pequeña al noroeste, y la región alpina del sureste de Francia fue puesta bajo control de Italia. Por cada prisionero de guerra francés liberado, Berlín imponía el envío de tres trabajadores calificados a Alemania –las mujeres debían servir en trabajos definidos por el régimen de Vichy–. La cuota, de 250 mil trabajadores franceses, para suplir a los alemanes que iban al frente ruso, no pudo cubrirse con voluntarios, por lo que terminó siendo obligatoria. Se cumplió a fines de 1942 y a cambio fueron liberados noventa mil presos. Entre junio de 1942 y julio de 1944, arreciando ya la guerra de los aliados, Hitler impuso a Francia el Servicio de Trabajo Obligatorio (sto), por el cual más de seiscientos mil hombres y mujeres tuvieron que ir a laborar a Alemania. Eso significaba que podían apresar a las personas en cualquier sitio. Para huir del sto, multitudes buscaron ingresar a la Resistencia rural (el llamado maquis) en ese periodo tardío de la ocupación. La economía francesa debió reconvertirse en apoyo de las necesidades de su nueva metrópoli y la guerra impuso a los franceses carestía, racionamientos y frío en invierno.
El gobierno de Vichy no esperó a que el Tercer Reich le impusiera la persecución de judíos. Ya en octubre 1940, emitió el Estatuto sobre los Judíos, y en adelante se ocupó de encerrarlos en campos de concentración y ayudó también a las deportaciones hacia los campos de exterminio. La policía de París colaboró con total entrega en estas tareas. Comenzó con los judíos extranjeros: en la primera rafle o redada en París, de mayo 1941, la guardia francesa apresó a tres mil setecientos, principalmente polacos, y los encerró en campos de internamiento. En la segunda, en agosto, fueron cuatro mil doscientos hombres, un tercio de ellos judíos franceses. En la tercera, la policía francesa, secundada por la policía militar alemana, capturó a 743 prominentes judíos franceses. De ellos, los que no murieron de hambre y frío fueron integrados al primer transporte en tren de Francia a Auschwitz, de mil 112 personas. En la primavera de 1942 estaba en marcha la Solución Final de Hitler. La cuota de judíos franceses para ser deportados fue fijada por los nazis en cien mil. El 16 de julio de 1942 la policía de París encerró a 12 mil 884 judíos de la capital, incluidos 4 mil 51 niños, en el Velódromo de Invierno (Vel d’Hiv), rumbo a los campos de exterminio. En total 76 mil judíos fueron enviados desde Francia a los campos de la muerte. Dos mil sobrevivieron. Al menos tres mil judíos murieron en los propios campos de internamiento franceses. En 1943 la autoridad nazi organizó las milicias francesas, paramilitares que sembraban el terror por cuenta propia.
La resistencia en París y en toda Francia fue muy reducida, salvo en los últimos tiempos, cuando la opresión alemana aumentó y la victoria aliada parecía posible. Fueron casos aislados. Al inicio, un valeroso grupo de etnólogos del Musée de l’Homme, unos abogados, algunos individuos aquí y allá, iniciaron acciones contra la ocupación; no obstante, entre el verano de 1941 y febrero de 1942, la maquinaria nazi arrasó con ellos. Varios músicos se esforzaron por mantener su dignidad en esa situación y, al mismo tiempo que publicaban un periódico clandestino, insistieron en ejecutar obras prohibidas. Raymond Deiss –el editor de Milhaud, Poulenc y otros compositores franceses– publicó el clandestino Pantagruel, donde incitaba a apoyar al general De Gaulle y enaltecía la determinación de los ingleses. Deportado a Alemania, lo decapitaron dos años después. El músico Maurice Hewitt se unió a la Resistencia en apoyo de las fuerzas aliadas. Tras su arresto en 1943, organizó conciertos en Buchenwald. Al ser liberado en 1945, condujo el Réquiem de Fauré ataviado con la ropa del campo de concentración, en memoria de los deportados franceses. Jules-Géraud Saliège, arzobispo de Toulouse, se pronunció, junto con cinco obispos católicos, contra la rafle del Vel d’Hiv. Los escritores Albert Camus, Louis Aragon y Jean Paulhan son reconocidos hoy como los opositores más consistentes a la ocupación nazi, a la vez que lograron mantenerse en aquella sociedad y seguir trabajando. El poeta Paul Éluard fue, con Aragon, otro comunista en la Resistencia, a la que dio su gran himno, el poema “Liberté”. En términos generales, mientras duró el pacto Molotov-Ribbentrop de no agresión entre la URSSy Alemania, los comunistas no actuaron. Pero cuando los alemanes al fin invadieron Rusia en junio de 1941, iniciaron sus acciones con el homicidio de un cadete naval alemán en la estación de metro Barbès-Rochechouart, el 21 de agosto. En represalia, los nazis realizaron ejecuciones en masa: 471 comunistas y judíos en seis meses, 166 más para septiembre de 1942. Mientras tanto, la “resistencia intelectual” publicó algunos panfletos, con mayor frecuencia y cantidad conforme avanzó la guerra. Un periodista e ilustrador satírico, Jean Bruller, decidió trabajar como carpintero durante la ocupación. Escribió una novela, Le silence de la mer (El silencio del mar), que firmó como Vercors, y la dio a conocer clandestinamente, junto con un agente inglés y algunos amigos en lo que llamó las Éditions de Minuit. Esta editorial fuera de la ley publicó con dificultades otros libros más durante la ocupación y tras la guerra se convirtió en una prestigiosa casa editora.
En esta historia con escasos héroes, una mujer sola, Rose Valland, realizó una labor valiente. Los nazis saquearon las colecciones de arte de judíos. Su botín fue enorme e invaluable. Lo acumulaban en el museo Jeu de Paume, donde Hermann Göring acudía regularmente a elegir piezas para Hitler y para sí mismo. Esta modesta funcionaria del museo consiguió permanecer ahí durante toda la guerra y en secreto llevó el registro de todo lo robado. Incluso logró que detuvieran un último cargamento al final de la ocupación.
Pero estos franceses que decidieron combatir frontalmente, por cualquier camino, al ocupante nazi, fueron contados. Así lo muestra Y siguió la fiesta, a través de la historia de centenares de personajes e instituciones francesas, principalmente parisienses. En los cuatro años de la ocupación alemana (22 de junio de 1940 a 25 de agosto de 1944), salvo excepciones, y a costa siempre de los judíos, el mundo literario y artístico francés se acomodó con notable éxito y rapidez a la presencia nazi. La postura más generalizada se llamó attentisme (esperar a que algo ocurra), lo que no podía ser otra cosa que ayuda venida de fuera, probablemente de los estadounidenses. Por otro lado, los nazis estaban enamorados de la cultura francesa, de modo que en su idea de la “Nueva Europa” hitleriana París debía seguir siendo un centro sofisticado y elegante. La esposa de su embajador, Otto Abetz, era francesa y muy amiga de numerosas actrices, cantantes y bailarines. Gerhard Heller, el encargado de literatura del Propagandastaffel, el aparato nazi de propaganda y censura en la Francia ocupada, logró ser considerado un amigo por los intelectuales y artistas, al grado de que, tras dedicarse en la posguerra a traducir literatura francesa, en 1980 recibió de la Académie Française el Grand Prix du Rayonnement de la Langue Française (Gran Premio del Brillo o de la Influencia de la Lengua Francesa).
De forma generalizada los franceses aceptaron la ocupación nazi. Pero no solo eso. 1940-1944 fue efectivamente un periodo de florecimiento de sus instituciones y expresiones culturales: teatro, danza, literatura, cine, música–desde la clásica hasta los chansonniers–, museos y galerías, la moda, los espectáculos y las muy francesas artes decorativas. Los judíos fueron expulsados del medio cultural y sus empresas fueron “arianizadas”. Los alemanes, aprovechando el tipo de cambio elevado de manera artificial para el marco, compraban masivamente en las galerías. Si bien el clima imperante no era el más propicio para los artistas, su opresión política fue menor. Notablemente, y salvo pocas excepciones, la guerra no alteró los temas o el tono de las obras de artistas y escritores. La Comédie-Française, los teatros, la Ópera, les Folies Bergère, los cabarets, music halls y los burdeles, retomaron sus actividades tras una breve o mínima tregua durante la invasión alemana: vivieron una época de oro.
Previa quema de 2 mil 242 toneladas de libros prohibidos, el Sindicato de Editores firmó con el Propagandastaffel su compromiso de no imprimir obras contrarias al régimen y cuidar el contenido de sus publicaciones. Bernard Grasset, el mayor editor del momento, declaró su perfecta pureza de sangre y cabildeó para ser el editor de las memorias de Goebbels. Robert Denoël vendió parte de su compañía a alemanes. Stock, Flammarion, Payot y Plon pedían al Instituto Alemán libros para traducir y publicar. La Nouvelle Revue Française (nrf), la principal revista literaria, debió apartar a Paulhan, su editor desde 1925, en favor del colaborador Pierre Drieu La Rochelle. La nrf colaboracionista publicó a Giono, Fernandez, Morand, Jouhandeau, Montherlant, el filósofo Alain, pero las grandes plumas –Paul Valéry, Paul Éluard, François Mauriac, André Gide– se alejaron de ella tras participar en sus primeros números. El dueño de la nrf era el gran editor Gaston Gallimard. Drieu también tomó la dirección de sus Éditions Gallimard y conservó a Paulhan como su asesor.
Muy pocos dejaron de publicar: Roger Martin du Gard, premio Nobel de Literatura en 1937, vivió en el sur y fue de los pocos que guardaron silencio. François Mauriac dejó de publicar en Francia después de 1941 y se unió a la resistencia intelectual en 1942. André Malraux primero se negó a integrarse a la Resistencia y vivió apaciblemente en la Costa Azul durante la guerra, periodo en el cual publicó un solo libro, en Suiza, pero después, en 1944, se unió a la Resistencia armada junto con las fuerzas inglesas.
Jean-Paul Sartre sostuvo más tarde que la comunidad intelectual había tenido en la guerra dos opciones claras: colaborar o resistir. Sin embargo, la gran mayoría de artistas y escritores, y Sartre en primer lugar, eligieron las medias tintas en todas sus variantes. En sus diarios privados algunos escritores conservaron sus dudas. Jean Cocteau, “mariposa social”, como lo llama Riding, escribió en 1943: “A ningún precio debe uno permitirse ser distraído de cosas serias por la dramática frivolidad de la guerra.” Sin embargo, no dudó en hacer escándalos en la vida nocturna parisiense, aun poniéndose en peligro a sí mismo o a su compañero, el actor Jean Marais. André Gide, que después se alejó de París y se arrepintió de haber publicado extractos de sus diarios en la nrf de Drieu La Rochelle, escribió en ellos: “Mi tormento es aun más profundo: viene asimismo del hecho de que no puedo decidir con seguridad que lo correcto está en este lado y lo incorrecto en el otro.” El escritor Jean Guéhenno y el periodista Jean Galtier-Boissière fueron de los pocos que se indignaron ante la actitud generalizada de los intelectuales. Ambos dejaron memorias de esos años: el primero, Journal des années noires (Diario de los años negros); y el segundo, Mon journal pendant l’occupation (Mi diario durante la ocupación). Al escuchar por la radio un discurso de Charles de Gaulle en Radio-Londres, Galtier-Boissière exclamó: “Qué alegría en este vergonzoso desastre finalmente escuchar una voz con algún orgullo.”
Los autores sometían sus escritos u obras a los órganos de control nazi para obtener su autorización. Tras suprimir a los judíos, las revistas, editoriales, academias y direcciones de las instituciones culturales se pusieron a cargo de elementos aceptados por los alemanes. Otorgaban premios, autorizaban publicaciones, películas, obras, conciertos, y los articulistas fascistas y/o pronazis comentaban las novedades del mundo cultural. La publicación de libros estaba en su apogeo. El embajador Abetz sostuvo posteriormente que en 1943 Francia publicó más libros que Inglaterra o Estados Unidos. Vendían bien las grandes biografías, de Juana de Arco o Napoleón, Luis XIV, Richelieu y los autores clásicos franceses, así como los panfletos antisemitas y los libros en alabanza del mariscal Pétain. Sartre –prisionero de guerra liberado en abril de 1941– contribuyó en ocasiones con las publicaciones clandestinas, pero, en contraste, sus obras eran representadas –Las moscas, A puerta cerrada–, y sus libros publicados –El ser y la nada–, con la autorización y la aprobación de las autoridades culturales nazis. Albert Camus también publicó El extranjero, El mito de Sísifo, y representó El malentendido y Calígula. Pero llegó a París tarde, en 1943, e inmediatamente se unió a la Resistencia. El comunista Louis Aragon logró publicar no solo sus obras sino incluso alguna de su esposa judía, Elsa Triolet.
En la medida en que casi todos los escritores publicaban en donde podían, se debería atemperar la condena de ciertos críticos a la novelista judía Irène Némirovsky, que publicó aquí y allá mientras la aceptaron, incluidas las publicaciones más colaboracionistas. Nacida en Rusia, había emigrado ya una vez, y en París se sintió integrada. Por ello no quiso partir. Con la exclusión forzosa de los judíos y el peligro que pendía sobre ellos, estaba evidentemente en desventaja y publicaba donde fuera posible para tener ingresos. Se trasladó con su familia a Issy-l’Évêque, fue capturada y murió a los 39 años en Auschwitz.
En el París del racionamiento, los restaurantes estaban repletos de oficiales nazis que departían con bellas francesas u hombres guapos o mundanos. Fueron colaboracionistas, en el sentido de que recibieron invitaciones para visitar Alemania, participaron en organismos creados por los nazis, publicaron en sus revistas o difundieron por la radio mensajes pronazis o antisemitas, y convivieron excesivamente con oficiales del Tercer Reich, entre los más conocidos, Jean Cocteau, Maurice Chevalier, Sacha Guitry, Coco Chanel, los pintores fauvistas Derain y Vlaminck, la bella actriz Arletty (quien en su juicio tras la liberación declaró: “mi corazón es francés pero mi culo es internacional”). Sin embargo, como señala Riding, el medio cultural y artístico francés era un continuo que iba de los peores colaboradores y/o antisemitas –como Drieu La Rochelle, Louis-Ferdinand Céline y Robert Brasillach (ejecutado tras la liberación)– a los resistentes como Camus y Paulhan. Se conocían de antes, pasaban apuros y se ayudaban a veces. Varios, como Marguerite Duras y el futuro presidente socialista François Mitterrand, pasaron de colaborar con Vichy a unirse a la Resistencia. Duras combinó los extremos: para ayudar a su marido encarcelado, buscó al agente de la Gestapo responsable de su arresto; el agente la invitó a salir y desde entonces fue vista numerosas veces con él en restaurantes de lujo. El agente fue ejecutado tras la liberación y Mitterrand halló por casualidad al marido de Duras en Dachau, entre los presos moribundos.
El embajador alemán Abetz declaró después de la guerra: “No puedo recordar un caso en el que un intelectual francés haya rechazado una invitación a esas recepciones en la embajada alemana en París. Aun aquellos que se declaraban opuestos a la colaboración a nivel político estaban a favor, decían, de una confrontación e intercambio de ideas sobre la cultura.”
Al final, cuando tras el desembarco en Normandía las tropas aliadas –estadounidenses, inglesas, canadienses– rompieron el cerco alemán y penetraron rumbo a París (julio-agosto de 1944), las pasiones contenidas se expresaron de manera reveladora. Tras el avance de los aliados venía el general francés Charles de Gaulle y la segunda división francesa de tanques al mando del general Leclerc. La gran urgencia del general Charles de Gaulle era llegar a París antes que sus aliados.
Ese agosto, Simone de Beauvoir y Sartre –quien ocupó un puesto de maestro en sustitución de un judío deportado– llegaban de sus acostumbradas vacaciones de verano y hasta el final siguieron organizando fiestas, aprovechando el toque de queda. A esas reuniones que duraban hasta el amanecer asistían, entre otros, Camus y su amante, la actriz Maria Casarès, Pablo Picasso y su mujer Dora Maar.
Aunque mantuvo un bajo perfil, Picasso vivió en París durante la ocupación y recibía de vez en cuando a oficiales alemanes en su estudio. Pidió a Vichy la nacionalidad francesa; se la negaron. No obstante, pudo trabajar sin grandes molestias, a pesar de ser el máximo representante del “arte degenerado”. Tras la liberación, se afilió al Partido Comunista y, cuando el general De Gaulle le ofreció al fin la nacionalidad, Picasso la rechazó.
Cuando era ya inminente la liberación, hacia el 19 de agosto, París escenificó un levantamiento, que comenzó con una huelga de la policía capitalina, la misma que había arrestado a judíos y a integrantes de la Resistencia. El 25 los tanques franceses de Leclerc y De Gaulle entraron a la ciudad y así dio inicio la reescritura de la Historia: los franceses eran victoriosos y debían solo a sí mismos su liberación. En su discurso en el Hôtel de Ville el día de su llegada, De Gaulle exultaba:
¡París liberada! ¡Liberada por ella misma; liberada por su pueblo con la ayuda de los ejércitos franceses, con el apoyo y la ayuda de toda Francia, de la Francia eterna! […] Ni siquiera será suficiente para nosotros estar satisfechos de que, con la ayuda de nuestros queridos y admirables aliados, hemos expulsado [al enemigo] de nuestro hogar. Queremos entrar en su territorio como corresponde, como vencedores.
La depuración que siguió a la liberación de París fue veleidosa. ¡En algunos casos los tribunales estaban compuestos por jueces de Vichy! Al inicio la épuration fue brutal, con un resabio a ajuste de cuentas, y como un vehículo para el encumbramiento de los comunistas y sus muchos seguidores. A fin de cuentas resultaron muy pocos los ejecutados, los encarcelamientos fueron de corta duración, y aun quienes no estaban autorizados a publicar o ejercer su profesión regresaron a ella al poco tiempo. El antisemita delirante Céline, tras unos años fuera del país, pudo volver a Francia y publicar con Gallimard, como antes y con todos los honores. Y colaboracionistas connotados como Drieu La Rochelle –quien se suicidó antes de la liberación– fueron y siguen siendo recordados con cariño y comprensión. Un escritor comentó: “Si Drieu La Rochelle hubiera aceptado esconderse en un sótano por dos años, lo habrían hecho ministro.” Entre cierta controversia, en 2012 Drieu entró a la cumbre de la literatura francesa al publicarse su obra –aunque no su diario de la guerra– en la Bibliothèque de la Pléiade, de la misma Gallimard que él dirigió para los nazis. Por otra parte Sartre, quien casi no alteró su vida durante la ocupación, se convirtió en le grand résistant.
En realidad los lapsus y extrañezas de la expresión francesa en torno a su pasado de acomodo con la ocupación alemana podía y puede leerse en diversos indicadores de su creación artística, como señaló hace años Barbara Probst Solomon. En Hiroshima mon amour, película de Alain Resnais con un libreto de Marguerite Duras (1959), una francesa y un japonés, jóvenes y hermosos, se encuentran como dos víctimas paralelas: él como testigo del horror de la bomba de Hiroshima, ella como mujer violentada al final de la guerra, rapada y humillada por haber amado a un alemán. ¿Qué horrores de la guerra los reúnen? Ella es víctima de la derrota alemana y de la hipocresía francesa tras la liberación. Y él, representante de Japón, aliado de Alemania en la guerra, hablando de Hiroshima puede declarar su patria victimizada por el bando opuesto, los aliados, Estados Unidos. Otro ejemplo de una extraña y reveladora elección temática, señalada por John Weightman,[1] es La putain respectueuse (La puta respetuosa), obra que Jean-Paul Sartre escribe y pone en escena en 1946. ¿Qué denuncia? La injusticia y el racismo… en los Estados Unidos. ¡Los Estados Unidos que salvaron a Francia!
Y siguió la fiesta ofrece un panorama completo y detallado de las diferentes expresiones culturales, incluida la moda, las revistas del corazón, las canciones populares, de modo que cumple su propósito de ser una historia cultural sobre el París ocupado por los nazis. Dados los abismos morales que se vislumbran en esta historia, y en la visión posterior y actual sobre ella, el libro de Riding sirve, al lado de otras investigaciones que han contribuido a desmoronar el mito de la France Résistante, [2]para mostrar claramente que, en la París ocupada, “el colaboracionismo y la autoconservación fueron más fuertes que la Resistencia”. ~
[1] John Weightman, “Fatal attraction”, sobre Tony Judt, Past imperfect. French intellectuals, 1944-1956 (University of California Press, 1992; nyu Press, 2011), The New York Review of Books, 11 de febrero de 1993.
[2] Como el pionero Vichy France: Old guard and new order, 1940-1944, de Robert O. Paxton (Nueva York, Knopf, 1972).
(ciudad de México, 1956) es historiadora.