Fray Servando y los francmasones en cádiz

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La reputación del Cádiz de las Cortes como una ciudad liberal en cuyas entrañas vivían toda clase de logias masónicas y sociedades secretas ha sido paulatinamente desmentida. Ramón Solís recuerda que a finales del siglo XVIII había en la bahía al menos dos logias de rito escocés, necesarias para que los comerciantes extranjeros realizaran sus actividades en un reino sin cabal libertad de comercio. Hervás y Panduro, en De las causas de la Revolución Francesa, denunció que había hasta ochocientos afiliados a la francmasonería en Cádiz.
     El horror de la Iglesia Católica ante la francmasonería fue progresivo. Las primeras bulas y constituciones antimasónicas, las de Clemente XII (In eminenti, 1738) y Benedicto XIV (Providas, 1751), condenaron tajantemente a la francmasonería regular, cuyas ideas, dada la secresía, Roma conocía mal. Algunos de los iniciados napolitanos, por ejemplo, renunciaron contritos a las logias, sorprendidos de que fueran consideradas contrarias a la fe católica. Hasta la Revolución Francesa, tanto en los países protestantes como en los de obediencia vaticana, la francmasonería fue tolerada y llegó a infiltrarse hasta los palacios reales.
     La francmasonería fue otra de las instituciones del Antiguo Régimen transformadas y amenazadas tras la Bastilla; aun así, las logias fueron culpadas de haber atizado las brasas revolucionarias. Hay que distinguir entre las logias tradicionales y las sociedades paramasónicas que proliferaron tras 1810, muchas de ellas ateizantes o revolucionarias, republicanas y después socialistas, que alimentaron espectacularmente, por ejemplo, el movimiento carbonario de Italia. Pertenecer a esas herejías masónicas, llamadas “vías sustituidas”, era, tras la bula Ecclesiam de Pío VII de 1821, más grave que la asociación a la empelucada masonería dieciochesca.
     Hasta 1789, la francmasonería oficial sólo reunía de manera privada a los deístas y a los admiradores de los philosophes. Pero el antifilosofismo también formaba parte de la Ilustración —era su esencia entre los intelectuales alemanes— y fue la defensa del Clero Constitucional francés contra las acusaciones de impiedad de los ultramontanos y desterrados. Una y otra vez, Grégoire recordó a propios y extraños que el juramento constitucional de 1790 salvó a la Iglesia de su incineración en las piras del ateísmo.
     El doctor Fray Servando Teresa de Mier fue acusado de pertenecer a la francmasonería una vez que cayó preso tras la expedición de Mina en 1817. Las logias fueron convertidas, por la Restauración, en la bestia negra que había incendiado el mundo. Así, esa acusación era la más peligrosa para Servando. Preso en el Santo Oficio, su caso dependía del dictamen final de los inquisidores sobre sus relaciones masónicas.
     Mier distrajo conscientemente en sus Memorias la atención hacia lo menos ilícito, la vieja y respetable aunque siempre sospechosa masonería dieciochesca, cuya fuerza —apunta el clérigo no sin orgullo— es indestructible. Son, nos dice, cien mil los masones de Inglaterra, ochenta mil los de los Estados Unidos, “poco menos” en Alemania, setenta mil en Francia y en Italia y unos treinta mil en España y Portugal. En lo concerniente a la cifra ibérica, Mier exagera exponencialmente. Desea querellarse contra uno de los campeones de la antimasonería, el jesuita francés Augustin de Barruel (1741-1820), autor de unas Mémoires pour servir à l’histoire de jacobinisme (1799), cuya tesis presentaba a la Revolución Francesa como hija de un complot masónico, philosophique y jacobino. Y en defensa de la francmasonería, Mier cita la Histoire des sectes religeuses du XVIIIe siécle, de Grégoire, donde el obispo había ridiculizado a Barruel.
     Servando expone la tesis —luego desarrollada magistralmente por Kierkegaard— de que cada sociedad secreta que aspira al poder —y más aun cuando se define como antijesuítica— le debe mucho a la Compañía, generadora de “contrasociedades” simétricas: “¿Y los documentos que alega Barruel? Son citas de otros jesuitas que persiguen a los francmasones, como éstos a las juntas que no son de ellos; porque los francmasones han imitado todo el misterio y manejo de los jesuitas, y hasta la misma distinción de novicios, estudiantes y maestros.”
     La identidad secreta entre contrarios, tan antigua como las religiones y basada en la idea de un andrógino compuesto por el bien y el mal, se dio plásticamente entre la Compañía de Jesús y la francmasonería. Antes de la bula In eminenti se registra, de manera fiable, a un solo jesuita que fue masón, el padre Cotton. La expulsión de los jesuitas dio luz a una fantasía divertida: el desembarco de la Compañía en las filas de la masonería, acusación acuñada desde 1685, cuando Jacobo II advino rey de Inglaterra.
     Mier prefiere cubrirse como antijesuita y declarar categóricamente que “Yo no soy francmasón; pero puedo certificar que la primera pregunta que se les hace para su admisión es: ‘¿Cuál es su religión?’ Y respondiendo la que profesaba, le preguntaban: ‘¿Promete usted guardar su religión?’.” Y fiel a las encíclicas del siglo XVIII, agrega que hasta Barruel confiesa que los tres primeros grados masónicos, que “son los que recibengeneralmente los ingleses”, no son secretos y resultan, por “inocentes”, compatibles con el catolicismo.
     Actualmente se admite como leyenda la fundación de la francmasonería española por el ilustrado Conde de Aranda en 1780. En cambio, un peluquero francés, Pedro Burdales, sospechoso más de simpatías con la Revolución Francesa que de ser masón, sostuvo en 1793, ante la Inquisición novohispana, que el arzobispo Núñez de Haro, de tan ingrato recuerdo para Servando, pertenecía a la francmasonería, acusación tomada en serio por varios historiadores.
     Por encima de las palinodias servandescas, la Relación es un elogio de la francmasonería, al grado de sostener que

entre francmasones se detesta, como contrario a su instituto, toda junta en que se traten asuntos políticos. Es una sociedad de beneficencia universal y de fraternidad o amistad inviolable. Si yo hubiese sido masón, no hubiese pasado tantas hambres y trabajos. Un masón, en cualquier país donde lo arroje la suerte, se halla con tantos amigos y bienhechores cuantos masones hay. Todos lo acogen, lo ayudan, hacen en su favor suscripciones, y bajo la seguridad de un secreto inviolable, el pobre desahoga su corazón. Es en vano que se intente aniquilar esa institución: el interés común la sostendrá. Los hombres, cansados de aborrecerse y perseguirse, por ser de diferente nación, religión y modo de pensar, o por los caprichos de los déspotas o los fanáticos, han inventado este medio de fraternizarse contra los caprichos de la fortuna.

Mier creía que el sueño fraterno del Gran Arquitecto, propio del siglo XVIII, había terminado con la Revolución Francesa, ciclón que también devastó la unidad de las logias. Diego de Torres Villarroel contaba que había recorrido en vano toda la península con una medalla de oro para regalársela a la primera bruxa que encontrase. Y una figura de escándalo en Cádiz, el satírico Bartolomé José Gallardo (1775-1852), en el Diccionario crítico-burlesco, bromeó: don Diego se fue a la tumba con su medalla, así como él mismo se despediría del mundo sin conocer a un verdadero francmasón. Durante sus primeras correrías españolas, fray Servando se hubiera santiguado de encontrar un miembro de esa secta infernal.
     Volviendo a Cádiz, está documentada la escasa importancia de las logias durante las Cortes. Los testimonios de Alcalá Galiano y del conde de Toreno, así como la cacería posterior emprendida por Marcelino Menéndez Pelayo, indican que las pocas logias en funciones eran afrancesadas. En sus Cartas de un americano a Blanco White, Mier mismo denuncia el entusiasmo de las logias de comerciantes al financiar las tropas expedicionarias antiamericanas. La escandalosa prensa gaditana, liberal o servil, apenas se ocupa de la francmasonería. Inclusive, la Regencia confirmó el 19 de enero de 1812 el decreto real antimasónico de 1751. Después, algunos doceañistas formarán parte de las primeras logias genuinamente masónicas, aparecidas durante la Restauración y protagónicas durante el trienio liberal. Pero fue la Década Infame (1823-1833) la que logró, con éxito secular, identificar al liberalismo de 1812 con la francmasonería.
     En Cádiz Servando entró a una sociedad secreta, acontecimiento oculto en las Memorias, pero que confesó en las cárceles del Santo Oficio. Algo grave ocurrió entre la decimoquinta y la decimosexta declaración, del 13 al 16 de noviembre de 1817. Los inquisidores seguramente se cansaron de los detalles obsesivos en que Mier se retrasaba, explicando las ropas talares que llevaba al desembarcar en Soto la Marina o negando ser miembro e ideólogo de la expedición de Mina. Conminado a aligerar sus cadenas, el doctor hará en la 15 declaración la confesión de su iniciación paramasónica.
     Situándose en Cádiz, el doctor Mier da cuenta de “una sociedad de americanos establecida allí en febrero de 1811” cuya justificación de existir era la pérdida de casi todos los ejércitos españoles. Los josefinos solicitaban a los patriotas un compromiso o tregua para salvar a la península de la partición en cuatro virreinatos, planeada por Napoleón y repudiada, en la medida de sus pocas fuerzas, por José Bonaparte.
     “Todo esto hizo”, confiesa Mier, para

que los españoles de diferentes provincias formasen en Cádiz sociedades para socorrerse mutuamente y deliberar sobre la suerte de sus provincias. Naturalmente estaba saltando una de americanos, que estaban allí perseguidos porque protestaban altamente a las Cortes mismas que si España sucumbía a Napoleón, las Américas eran libres para disponer de sí mismas. Especialmente después que el Consulado de México para impedir que tuviesen los americanos igualdad de representación envió contra ellos el informe más sangriento, y con 170 mil duros que se enviaron para ganar votos y asalariar un Diarista […] Las cosas se agriaron en demasía. Cancelado que era el Diarista ganó la policía, y bastaba un informe suyo de oídas para llevar a los Americanos a la Cárcel sin ser oídos como el Presbítero La Llave, D. Ventura Obregón, y el cacique Ixtolinque que allí murió; con esto D. Carlos Alvear, americano de Buenos Aires casado con una señorita andaluza, teniente de carabineros reales que se había portado muy bien durante la guerra, fundó en su casa una sociedad de americanos diciendo que para ello había recibido papeles de Santa Fe, a fin de averiguar qué americano se había portado bien en favor de España, para recibirlos en España, sino, no. Dirá el Confesante que él fue enganchado para la sociedad a mediados de septiembre de 1811 por un español, natural de Vizcaya, comerciante en la Nueva Granada porque la sociedad era también de europeos, de cuyo nombre no se acuerda, el cual le dijo: las cosas de América y España están muy mal, es necesario irnos de aquí, porque esto se va a entregar a Napoleón, hay una sociedad donde está la flor de los americanos y tenemos un barco que irnos…

En 1811 era imposible no sólo conspirar, sino viajar, sin la protección de una sociedad secreta, que Mier defiende ante la Inquisición como un instrumento de lucha antinapoleónica y de contacto con los aliados ingleses. Al ser invitado a ingresar a la sociedad secreta, una persona anónima le recuerda a Mier que no tiene dinero y que Juan López Cancelada lo persigue.
     Así, entramos a la narración del preso de su iniciación:

Dicho esto lo condujo [el desconocido] en casa de Alvear, barrio de San Carlos cerca de la muralla a boca de noche. Entrando en la sala se metió para dentro el dicho español, y de ahí a un rato volvió y le dijo: por el deseo de recibir a usted no se han juntado no más de ocho o nueve socios (la verdad es que no había más en tal sociedad). V. no haga caso si le dicen que se deje sangrar, es fórmula, y ha de dispensar V. si al entrar le vendan los ojos, porque los socios no quieren ser reconocidos hasta V. sea recibido. Dicho esto lo llevó a una puerta, y dio cuatro golpes, oyó de dentro una voz que decía a la Puerta han llamado con un golpe racional, otro dijo vea quién es, entreabierta la puerta, y respondió el de la Puerta, es D. N. de T. que trae un pretendiente —Quién es el pretendiente. —D. Servando de Mier. —Qué estado. —Presbítero. —De qué tierra es. —De Monterrey en América. —Cúbranle los ojos y que entre.— Entonces le preguntó uno —Qué pretende V. Señor. —Entrar en esta sociedad. —Qué objeto le han dicho tiene esta Sociedad. —El de mirar por el bien de la América y de los americanos. —Puntalmente, pero para esto es necesario que usted prometa bajo su palabra de honor someterse a las leyes de esta Sociedad. —Sí haré como no sean contrarias a la religión y a la moral. Y advierte que esta misma respuesta oyó dar a tres eclesiásticos de la América, y sólo se acuerda de los nombres de Anchoriz y otro Monroy, y también a varios de los seculares. Siguió el Presidente —Para mayor confirmación es necesario que usted se deje sangrar a fin de afirmar con su sangre la firmeza. — Como el Confesante sabía que era fórmula, respondió que estaba pronto —y entonces el que lo conducía que luego vio que era el Maestro de Ceremonias dijo: General una vez que el Sr. se ha ofrecido a voluntad a esta Prueba, se puede omitir toda otra —Descúbranlo. Entonces vio a D. Carlos Alvear sentado y delante una mesa, teniendo a sus lados sentados a dos otros y por los lados otros en número de tres de cada lado. Poniéndose entonces Alvear en pie y teniendo en la mano una Espada le dijo: Señor: esta Sociedad se llama de Caballeros Racionales, porque nada es más racional que mirar por su patria y sus paisanos. Esta espada se la debería dar a V. por insignia para defender la patria, pero como V. es Sacerdote, la defenderá en la manera que le es permitido.
     La segunda obligación es socorrer a sus paisanos, especialmente a los socios con sus bienes, como éstos con los suyos lo harán con V. La tercera obligación por la circustancia en que nos hallamos, en que se nos podría levantar, que ésta es una conspiración, es guardar secreto sobre todo lo que pase en la Sociedad. Dicho esto mandó el Maestro de Ceremonias que me hiciera dar los tres pasos, que dio tres de cada lado; y volviéndome a la mesa, me dijo Alvear: estos pasos significan que cuantos de V. a favor de la América del Norte, dará a favor de la América del Sur y al revés. Las señales para conocerse son estas: pondrá V. la mano en la frente y luego bajará a la barba. Si alguno correspondiere, se pondrá junto a él y entre ambos deletrearán la palabra unión, acabada se abrazarán y dirán: unión y beneficencia, y lo mismo hicieron los demás. Con esto me senté y un abogado tuerto echó una arenga diciendo: que de estas sociedades habían en la América del Sur instituidas por lo crítico de las circunstancias, y que esta de Cádiz estaba subordinada a la de Santa Fe, como una purificación que exigía, según arriba queda dicho. Concluida la arenga se levantaron todos y se tomó un refresco sin ceremonia alguna de Sociedad…
     Esta sociedad no era ni contra la religión ni contra el rey […] los más eran militares y se fueron a pelear en los ejércitos de su majestad quedando extinta la sociedad a principios de septiembre de 1811. […] Tampoco era de Masones la sociedad, aunque como Alvear era Masón imitase algunas fórmulas y tal vez pensase en amalgamarse con ellos, pero encontró resistencia pues una noche propuso, que si algún socio quisiese entrar masón para saber lo que trataba en ellas contra América, se le podía permitir. La sociedad le respondió que cada uno lo viese en su conciencia. Habiéndole tocado al Confesante arengar tres veces a los nuevos por ausencia del Orador, les advirtió expresamente que no era sociedad de masones […] Si Alvear tuvo esa execrable intención, mudó después enteramente de plan, porque el declarante vio carta suya a la Sociedad que creía existente en Buenos Aires en 1812 para que recibiese a un tal D. José Pinto, natural de Pinto, por que aunque era masón no era Caballero Racional, y en fin los Francmasones están quietos y pacíficos en Buenos Aires y Alvear con todos sus caballeros racionales fue desterrado en 1816 del mismo Buenos Aires.

Servando ingresó, como varios de los conspiradores americanos de su circuito, a los Caballeros Racionales, una organización “paramasónica”. Sabemos lo suficiente de la Sociedad o Logia de Caballeros Racionales y de sus ilustres componentes: Carlos María de Alvear (1789-1852) y José de San Martín. El Dictionnaire de la franc-maçonnerie, de Daniel Liguo, tan cauto con las falsas atribuciones francmasónicas, afirma que la primera logia argentina fue fundada en la fragata Canning en 1812 y se llamó Lautaro.
     Una organización como los Caballeros Racionales, fundada un año atrás, correspondería a las llamadas “sociedades secretas políticas de forma masónica”, cuyo modelo fue la Sociedad de Sublimes Maestros Perfectos, creada entre 1811 y 1814 por Philippe-Michel Bounarroti (1761-1837), descendiente de Miguelángel y miembro de la Conspiración de los Iguales, masón histórico ligado a las logias francesas antinapoleónicas quien con su organización, republicana y radical, preparó el movimiento carbonario de los años veinte. Obligado a hacer la confesión más peligrosa de su proceso, Mier niega rotundamente —en la siguiente declaración— que semejante sociedad fuera masónica, aunque repitiese —de manera caricaturesca a simple vista— sus rituales de iniciación. Los Caballeros Racionales, dirigidos por algunos verdaderos masones, calcaban el secretismo francmasónico para conspirar por la independencia de América.
     La Sociedad de Caballeros Racionales fue dirigida por un masón, Alvear, quien a lo sumo invitaba a algunos a la francmasonería, con los cuales fundó la Logia Lautarina, extinta en 1816 en Buenos Aires, cuando el político argentino cayó en desgracia. En Londres, el doctor Mier dice haberse reunido en dos ocasiones con Alvear, quien llegó el 1 de octubre de 1811 y donde Servando se hallaba, según él, contradiciéndose, desde antes. El traslado de los Caballeros Racionales de Cádiz a Londres se debió a los bombardeos napoleónicos del puerto gaditano y a la urgencia de conspirar desde la amigable Inglaterra. Mier recuerda haber visto en Londres a San Martín en la casa donde vivían seis americanos. Y cuenta que por exceso de celo en la difusión del mensaje de los Caballeros Racionales, Servando fue juzgado de pie y expulsado en septiembre de 1812. No consta.
     Así terminó la estancia de Servando en Cádiz. Una comunidad secreta dio al dominico ese cobijo —señaladamente material, como lo prueba su posterior dependencia económica del marqués del Apartado— que le permitió convertirse en un conspirador internacional. Y en las ramas que crecían del árbol francmasón vio, como tantos hombres de su época, una contrasociedad alterna o provisoria a la catolicidad.
     Eusebio Bardají y Azara (1776-1842), secretario de las Cortes de Cádiz, le habría dado pasaporte en contra de la opinión de quienes volvieron a exigirle el breve de secularización, que ahora Servando decía haber perdido en la desbandada de Belchite. Pero el 1 de octubre de 1811, “con licencia de seis meses” concedida por el coronel José Torres —a quien servía directamente y para quien redactó la “Carta a la Regencia” y con la venia de un inspector general apellidado Menchaca—, Mier abandonó Cádiz para Jalmuz y de allí pasó a Londres, pretextando que “no volvió a España por haber caído su batallón prisionero, Cádiz bombardeada y todo enteramente perdido”. La licencia, a menos que haya sido un trámite pactado con los Caballeros Racionales, era para reintegrarse al Ejército de la Izquierda.
     El doctor Mier permanecerá en Londres hasta mayo de 1816, salvo los nueve meses que estuvo en París con Lucas Alamán (julio de 1814-abril de 1815). Entre 1811 y 1812, de octubre a octubre, Mier gozó de la tranquilidad londinense para escribir su Historia y allí encontró la amistad y la polémica con José María Blanco White, en su calidad de sectario de una comunidad secreta que lo devolvería a América, con Mina el mozo, en 1816. Al jurar como Caballero Racional, Servando Teresa de Mier empezaba a recuperar esa honra perdida en la Colegiata de Guadalupe el 12 de diciembre de 1794. El antiguo fraile volvía al centro de una composición. –

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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