Fuerza pública

Tu violencia ilegítima (que no es lo mismo que tus exigencias legítimas) será enfrentada con violencia legítima (que no es lo mismo que la represión).
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Según las Estadísticas históricas del INEGI, 1968 fue un año próspero. El PIB real creció 8.1%. En la ciudad de México, el salario mínimo subió 13% y la inflación (medida por el costo de la vida obrera) seis veces menos: 1.9%. Las pequeñas cuentas de ahorro ganaban el 4.5%, los pagarés financieros 10%. México vivía en paz, y se preparaba para celebrarlo como anfitrión de los Juegos Olímpicos. Parecía que avanzábamos con un desarrollo estable, civilizado y reconocido internacionalmente.

Lo que estaba mal era la vida pública. Pero en la mentalidad progresista de entonces, la "superestructura" no tenía importancia. Menos aún la democracia "burguesa". Que Daniel Cosío Villegas enfatizara la razón pública (hacer pública de verdad la vida pública, debatir de verdad y con verdad) demostraba que estaba en la luna, y no entendía lo fundamental: la lucha de clases y la creciente explotación obrera que, en cualquier momento, estallaría.

Los que estaban en la luna, naturalmente, eran los que se negaban a ver la realidad. El problema de México en 1968 no era laboral, ni económico, sino político; y lo que estalló fue un movimiento estudiantil, provocado por los abusos de la policía y el "principio de autoridad" que impuso el presidente Gustavo Díaz Ordaz. Tener poder era tener razón.

El "principio de autoridad" hizo escalar un incidente municipal (cuya solución era obvia: castigar a los policías abusivos) hasta la cima del poder absoluto: la silla presidencial. La brutalidad de unos policías fue legitimada por la brutalidad del Señor Presidente. A la exigencia de diálogo público respondió con bayonetas. Hubo muertos, torturados, desaparecidos. No era ése el país donde creíamos vivir.

El trauma dejó una consecuencia retrógrada: confundir fuerza pública y represión. Son dos cosas distintas. Igualarlas legitima la represión como mal necesario para evitar el caos y la guerra civil. Legitima la ilegalidad, los abusos y el desorden cuando provienen de las autoridades: se puede actuar fuera de la ley, si es dentro del Estado.

El crimen viene del poder, no de la impotencia. Atribuir el crimen a la necesidad económica es un insulto a los pobres. El crimen organizado es imposible sin el poder político organizado: sin la vista gorda, cooperación o jefatura de las autoridades. Necesita al Estado hasta el punto de organizarlo, donde no existe. No como Estado de derecho, naturalmente, sino como Estado de chueco. En ese Estado vivimos desde que el presidente Calles construyó el sistema: una tercera vía, al margen de la ley y de la violencia.

Los campesinos de Atenco tenían derecho a rechazar la construcción de un aeropuerto en sus tierras, y más aún la expropiación a un precio que era un robo. Pero no tenían derecho a manifestarse armados con machetes. En un Estado de derecho, la fuerza pública los hubiera desarmado y desalojado sin sangre, detenciones arbitrarias, torturas ni violaciones.

Se dirá que es difícil tener una fuerza pública tan decente, pero no es imposible. Se ha logrado en otros países, y no hay alternativa en un Estado de derecho. Tolerar el abuso de los manifestantes, comprarlos con enjuagues o reprimirlos son opciones inaceptables.

En los tiempos del PRI, la tolerancia duraba poco (prolongarla era mostrar debilidad), los enjuagues eran la sabiduría misma y la represión un recurso extremo (criticado en voz baja como ineptitud, dentro del sistema). No se desarrolló una fuerza pública eficaz y decente, porque no hacía falta; y porque la policía abusiva era parte del sistema: el crimen organizado desde el poder, bajo una sumisión absoluta al Señor Presidente. Esta disciplina daba seguridad en las calles, con raras excepciones, provocadas por desafíos intolerables: traficantes que hacían negocios por su cuenta y aparecían muertos en el Gran Canal, un periodista atrevido que cae de un cuarto piso.

Para la incipiente democracia, la prueba de Atenco subrayó la falta de una fuerza pública respetable. Los gobernadores priistas del estado de México no la necesitaban. Pero el secretario de Gobernación panista y el jefe perredista del Gobierno del Distrito Federal optaron por la tolerancia prolongada. No querían ensuciarse con la represión, y no veían otra salida. Mañosamente, trataban de lavarse las manos para que el oprobio de ser el Díaz Ordaz de la democracia cayera en el otro.

Han pasado diez años, tiempo más que suficiente para reclutar, entrenar y desarrollar una fuerza pública respetable, pero no se ha hecho. Es urgente empezar. Ningún Estado de derecho puede tolerar una insurrección justificada. Si recurres a la fuerza, primero te desarmo y luego atiendo tus exigencias. Tu violencia ilegítima (que no es lo mismo que tus exigencias legítimas) será enfrentada con violencia legítima (que no es lo mismo que la represión).

Hay que empezar por brigadas de especialistas en desbloqueos. Hay que respetar los dos derechos ciudadanos en conflicto: el de manifestarse públicamente y el de libre tránsito. Pero no hay que respetar un derecho que no existe: el de molestar a otros ciudadanos como presión a las autoridades. Este abuso debe ser respondido de inmediato con un destacamento de fortachones completamente desarmados para sacar en vilo a los que no se vayan. Deben actuar acompañados de periodistas y otros testigos sociales que filmen los abusos de ambas partes para castigarlos.

Alguna vez Renato Leduc propuso crear un carril para manifestantes. El nuevo edificio del Senado prepara algo así: un espacio adecuado para plantones. Hacen falta lugares muy visibles para llamar la atención pública sin obstruir el paso.
 

(Reforma, 26 de agosto 2012)

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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