Fun Home, o Carta al padre

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La obra de arte contemporánea es consciente de los múltiples links que establece con otros tipos de textualidad artística. Fun Home. Una familia tragicómica (Mondadori, 2008), de Alison Bechdel, es el cómic más literario que he leído. Obviamente existen excelentes adaptaciones gráficas de obras literarias, como las que de Kafka ha firmado Peter Kuper (ver, por ejemplo, La metamorfosis, Astiberri, 2007); no me refiero a eso. Me refiero a la elaboradísima imbricación de la obra en la red de obras maestras de la literatura universal: la novela gráfica de Bechdel dialoga sin timidez con Proust, Joyce u Homero, entre otros grandes maestros de la palabra. Lo hace mediante la cita literal (en el cómic se incluyen pasajes dibujados, como fotografías de páginas de libros reales, con extensos párrafos de las obras en cuestión) y, sobre todo, mediante la construcción de un sobresentido continuo. En otras palabras, la intertextualidad afecta tanto a las lecturas de los personajes como a la acción y la personalidad de éstos, que se identifican psicológica o vivencialmente con los personajes literarios, de modo que el clásico se reactualiza al tiempo que Fun Home se ilumina con una luz especial.

Esa retroalimentación se nutre de otros tipos de texto que también aparecen en la novela gráfica, como cartas, diarios, anotaciones en fotografías o la mención de libros relacionados con la homosexualidad, que son leídos como obras particularmente dirigidas a un único lector. A Alison Bechdel, porque el cómic es autobiográfico. El uso de materiales escritos propios de la esfera de la intimidad no es casual: el diálogo entre éstos y las obras maestras de la literatura universal es también una forma de comunicación entre lo íntimo y lo público, entre lo individual y lo comunitario. La ambición de todo artista que trabaja con materiales personales es ésa: superar la frontera de interés que separa lo propio de lo universal. Para traspasar ese límite, Bechdel se sirve tanto de la literatura como de la estructura narrativa de la investigación. El sospechoso y el caso son lo mismo: su propio padre. Alison asume que para que la figura paterna tenga interés para el lector anónimo, ajeno y lejano, debe tratar a su progenitor como a un desconocido. Como a alguien de quien en verdad no sabe nada. Por eso su libro es una investigación casi policial –por no decir forense– que se alimenta tanto de la memoria como de los documentos que objetivan parcialmente al paciente de la disección. El padre es un enigma que sólo podrá resolverse tras la lectura del recuerdo que sobre él guarda la narradora (incluidos los muchos libros que le recomendó, pues era profesor de literatura) y tras el examen de ciertos textos que dejó tras su muerte –posible, ambiguo suicidio.

La historia del hogar claustrofóbico y de la posterior huida que significa la universidad recuerda a Blankets (Astiberri, 2004), la obra maestra de Craig Thompson; pero si bien ésta es probablemente superior en la realización artística, o al menos queridamente más artesanal en su plasmación del dibujo y de la tinta, no hay duda de que Fun Home la supera en la elaboración literaria de la complejidad de una historia familiar. De hecho, Bechdel sacrifica lo que Thompson entroniza. La filigrana formal, la perfección del continente. En uno de los muchos momentos autorreferenciales, Bechdel escribe: “tal vez mi estética fría y distante consiga transmitir el clima glacial de nuestra familia mucho mejor que cualquier comparación literaria”. Efectivamente, los tropos literarios son utilizados de forma continuada, pero nada tiene una presencia tan continua en la obra como ese dibujo a dos tintas, que comunica la frialdad de las relaciones humanas en esa casa frigorífica. El joven Craig Thompson, según nos cuenta en su cómic autobiográfico, se refugió desde muy joven en su virtuosismo, en su técnica, de modo que es coherente que sus viñetas jueguen con el realismo o el expresionismo, que se deformen y se curven, en blanco y negro, mostrando un gusto exquisito por el sombreado y por la composición.

Las viñetas de Bechdel, en cambio, son siempre rectangulares. El estilo de representación es único: un realismo sobrio y personal. La razón es de una coherencia extrema: la figura del padre se caracteriza por su obsesión con el adorno y la restauración. La casa donde viven es un teatro perfecto y barroco, donde el exceso de ornamento oculta la miseria moral de un personaje homosexual que jamás ha salido del armario. Contra el barroco paterno, Bechdel erige un minimalismo personal. Contra el decorado del padre, Alison construye una obra que apuesta por la desnudez, por la autenticidad.

Por eso es tan importante la página 214, donde Alison Bechdel se autorrepresenta en la cama con su pareja de la universidad. El texto elabora el mito de Odiseo; las imágenes nos muestran a las dos mujeres en la cama. En las viñetas inferiores, más pequeñas, hay un plano de Alison frente a la vagina de su compañera, con los ojos abiertos, y otro con los ojos cerrados. Su visión de la sexualidad es muchísimo menos ingenua que la de Thompson, que no en vano hizo una novela (gráfica) de formación, donde la ortodoxia religiosa de los padres y el aislamiento rural eran prácticamente los dos únicos elementos de complejidad ideológica, en un contexto donde primaba la expresión emocional y el escapismo infantil, en conflicto con la naturaleza. Bechdel, en cambio, aborda la cuestión de la identidad sexual (familiar, política) desde una posición más rica, más teórica, y, por tanto, menos maniquea. Esa complejidad conceptual, esa dificultad manifiesta de alcanzar algún tipo de verdad sobre quién fue realmente su padre, se plasma en la propia arquitectura de la novela. Si Blankets está construida siguiendo el supuesto orden cronológico de la biografía, Fun Home en cambio se erige con una espiral. Mediante núcleos temáticos, con constantes saltos hacia adelante y hacia atrás, en la más conspicua tradición detectivesca, el relato se despliega con la misma complejidad con que se despliega la vida. Hay algo de conradiano en esa arquitectura, como si el padre fuera un centro inaccesible, alrededor del cual el lenguaje (y la imagen) sólo pudieran dar vueltas, ensayar el acercamiento.

Hoy es imposible soslayar el cómic. Su penetración en la esfera del arte narrativo de alta exigencia se había dado ya en los años ochenta con los trabajos en el contrapunto y el símbolo de Alan Moore, o con la ambición por enfrentarse al testimonio del desastre europeo mediante el lenguaje de la fábula llevado a cabo por Spiegelman. Con el ilustre precedente de éste, en lo que va de siglo otro ámbito ha sido invadido por la historieta: el de la autobiografía y la intimidad. Paracuellos (Glénat, 2000-2003), de Carlos Giménez, Persépolis (Norma, 2007), de Marjane Satrapi, o los mencionados Blankets y Fun Home, en lo que a cómic respecta, y Fui hija de supervivientes del Holocausto (Mondadori, 2007), de Bernice Eisenstein, María y yo (Astiberri, 2008), de Miguel Gallardo, como ejemplos de álbumes ilustrados, testimonian que el yo se ha convertido –también– en protagonista del arte secuencial. La subjetivación absoluta del discurso sobre lo real se ha convertido en el signo de nuestro tiempo. Dentro de él, la tensión entre los productos testimoniales sin elaboración formal y los que tienen ambición artística constituye la reactualización del viejo debate entre la cultura popular y la alta cultura. No hay duda de que todos los cómics que se han tratado en este artículo pertenecen –si existe– a la segunda esfera. ~

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