Función social del monstruo

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Godzilla fue un monstruo terapéutico: desde la ficción ayudó al pueblo japonés a asumir el trauma de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Fue una metáfora brutal de la devastación y una forma distinta de convivir con el paisaje desolado de las ciudades en ruinas. Aquel horrible saurio representaba la bomba misma, y el realismo de su puesta en escena le otorgaba las características de una elegía fantasmagórica. Realizada en 1954, la película es un fresco espectacular de la destrucción masiva y son innumerables las escenas de cadáveres desperdigados por las calles y los servicios públicos y sanitarios colapsados por una situación que desborda lo imaginable. Godzilla recrea el horror vivido y permite revisitar la pesadilla de una realidad que, de otra manera, nadie podría soportar.
     Los temas terroríficos cobran auge en momentos de gran inestabilidad y tensión social. Los monstruos vienen a servir de válvulas de escape y permiten asimilar los contenidos ominosos de la realidad con esa extraña y siempre exitosa mezcla de entretenimiento y horror. No en balde los temibles años treinta norteamericanos cosecharon una nutrida filmografía fantástica repleta de monstruos: Frankenstein de James Whale, Freaks y Drácula de Tod Browning, entre otros.
     En Drácula confluyen las tradiciones vampíricas de Occidente y los excesos de la violencia bélica de la Rumanía del siglo xv, pero sobre todo la extraña relación de fascinación, amor y odio que Bram Stocker, su autor, sostuvo por muchos años con su jefe Henry Irving, el talentoso actor del teatro Lyceum, lugar donde el escritor trabajó toda su vida. Stocker se inspiró en su jefe —Irving despertaba en él una mezcla de idolatría y miedo— para delinear el perfil del vampiro y otorgarle ese encanto diabólico y sensual que lo caracteriza. Al crear a Drácula, Stocker trasladó un imaginario amenazante y confuso a un escenario de teatralización e identificación del miedo. Hizo del mal un icono reconocible y fue capaz de componer un auténtico mito moderno a partir de un cóctel donde su atormentada vida personal tiene un peso indiscutible.
     En Latinoamérica, el cine brasilero de los años sesenta tuvo un monstruo local: Zé do Caixão. Su creador, José Mojica Marins —autor de culto para los aficionados al cine fantástico—, creó un abominable ser con los recursos propios de la tradición brasilera: religión católica, brujería y magia afroamericanas en dosis suficientes. Zé do Caixão (José del Ataúd) es un empresario de pompas fúnebres que reparte su tiempo entre el trabajo mortuorio, la búsqueda de una mujer de belleza perfecta y horribles asesinatos sin motivo. En 1964 fue el estreno de la primera cinta, titulada À Meia Noite Levarei a sua Alma, que contó con buena aceptación del público y la reacción de una crítica absolutamente desconcertada. Coincidencialmente, 1964 fue el mismo año de la llegada al poder del mariscal Humberto de Alencar Castelo Branco luego del golpe de Estado que sacó de la presidencia a Joao Goulart. Comenzaba para Brasil una década signada por las persecuciones, los presos políticos y el cierre de los partidos. Zé do Caixão nació y vivió en el imaginario de muchos brasileros mientras la realidad política y social del país se repartía entre la pérdida de las libertades y el horror de una dictadura institucionalizada.
     ¿Fue Zé do Caixão un símbolo de la dura realidad del Brasil de aquella época? ¿Puede la ficción fantástica aglutinar en la figura de un monstruo la destrucción y el deterioro de una nación? ¿Consiguió Bram Stocker exorcizar, a través de Drácula, la insana relación con su jefe? Sin duda todo monstruo es un recurso para atemperar el horror que la realidad nos impone. ¿Qué es Frankenstein sino un temprano alerta acerca del uso irracional de la tecnología? Incluso el lenguaje puede hacerse monstruoso a través de la ironía para arrojar sus dardos contra una sociedad hipócrita. Lo hizo Jonathan Swift cuando propuso comerse a los niños de Irlanda para solucionar los problemas de sobrepoblación, y lo siguió Thomas de Quincey con aquella desopilante hipótesis del asesinato artístico: “El diseño, señores, la disposición del grupo, la luz y la sombra, la poesía, el sentimiento se consideran hoy indispensables en intentos de esta naturaleza.”
     Suelo imaginar un ser abominable y fantástico que resuma el deterioro y la fractura social que vivimos en Venezuela. Un monstruo criollo que filtre y sintetice nuestros miedos. En nuestra tradición hay pocos monstruos (de ficción), aunque abundan fantasmas, ánimas y aparecidos que integran nuestro repertorio de leyendas. La ficción fantástica tiene la virtud de canalizar subterráneamente contenidos sociales, políticos, bélicos, etcétera, y los resimboliza en una figura monstruosa donde todo converge. Es decir, el monstruo puede llegar a cumplir un “fin didáctico”, pues absorbe el caos y la confusión reinantes y recoloca sus elementos bajo una óptica más transparente y visible: el monstruo nos enseña a convivir con el miedo.
     Un veloz ejercicio de creación de un monstruo a nuestra medida quizás arrojaría a un Jano bifronte y caribeño —no precisamente sabio— o un Dr. Jeckyll y Mr. Hyde que deambula a medianoche por la avenida Bolívar. Sin embargo, yo me inclinaría por un monstruo bromista y peligroso, torpe en su andar rengo, con un toque siniestro y candoroso, una bestia rechazada por su fealdad, a veces entrañable y al mismo tiempo agresiva. Una especie de jorobado de nuestra señora de Notre-Dame que tenga por domicilio el campanario apolillado de la Santa Capilla. –

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