Los veranos de mi adolescencia caben en una cancha de tenis. Seis metros por doce de adolescencia. Siete por quince. Cien metros por cien. No tengo claro ese dato. La pista podía ser inmensa, inabarcable y, al golpe siguiente, con la volea inverosímil alcanzada, volverse pequeña, capaz de ser recorrida en tres zancadas. Yo quería ganar el Grand Slam. Perfeccionar el juego de red, dominar el revés a dos manos, mecanizar los movimientos del saque. Pasé muchas horas encerrado entre el cemento rojo y verde. Y habría pasado todas las horas del verano. Esas horas interminables, poderosas, calientes. Esos días sin estudio ni ocupaciones. En aquella urbanización junto a la playa, a la que nos trasladábamos los veranos, desde vísperas de San Juan hasta los últimos días de agosto, había cuarenta y cinco adosados y una pista de tenis. Gran parte de la aventura que urdimos Mario y yo al poco de conocernos tuvo un fin muy concreto: hacernos con el control de esa única pista, poder ocuparla a diario el mayor número posible de horas. El tenis como centro del verano. Durante esos dos meses no era un deporte ni un mero juego: el tenis era nuestro destino.