Protesto, una vez más, contra el hecho de que la gente se muera en México atropellada o chocada y a que a nadie le importe un bledo (porque aunque queden muertos y bien muertos son muertos sin plusvalía política, sin valor agregado y, para decirlo descarnadamente, sin chiste alguno).
El secretario de salud Chertorivski reveló la semana pasada que nuestro país ocupa el séptimo lugar en el vergonzoso palmarés mundial de los muertos por accidente automovilístico: 16 mil al año. Es una cifra espeluznante. Significa que hay un muerto cada media hora. A su alrededor, 10 personas quedan lesionadas en el mismo lapso de tiempo. Un millón de lesionados al año, 40 mil de los cuales resultan con formas permanentes de discapacitación. Los accidentes son la primera causa de muerte entre menores de 20 años. Muchos de los muertos cotidianos son menores de 14, y los que quedan huérfanos cada año son incontables…
Los costos del arraigado “uso y costumbre” de utilizar los automotores para aniquilar compatriotas llegan a 150 mil millones de pesos al año. No es poco. De hecho es muchísimo: el 1.7 del PIB. Si los mexicanos aprendiésemos a conducir como personas civilizadas, el ahorro consecuente podría financiar seis universidades del tamaño de la UNAM.
Pero no: la atávica adicción a la violencia del mexicano parece encontrar un ámbito ideal para ponerse creativo en las calles y carreteras. Entre nosotros el concepto de conducir un automotor incluye lo que en otros países se halla confinado a los circos, a los deportes extremos y a las películas de ciencia ficción. Y nuestra idea del “accidente” es tan generosa que un matón sobre ruedas apenas si es castigado. Si un señor toma una pistola y mata gente es “crimen”, pero si lo hace con vehículo es “accidente”. ¿Por qué? Porque una pistola es más chiquita que un auto, o menos accesible. (Lo de la premeditación, la alevosía y la ventaja no me parece atenuante: la persona que maneja peligrosamente, o borracha o drogada, o texteando, premeditó manejar así, oprimió el acelerador con alevosía, y vaya si se lo echó encima a otros con ventaja.)
Carlos Puig narró (“Licencia para morir”) que fue a tramitar su licencia para conducir a una oficina del Gobierno del Distrito Federal. Era eficiente, y amables los burócratas, pero nadie le hizo un examen de manejo ni menos aún uno médico. La licencia para conducir, concluye lacónicamente, no sirve para casi nada.
¿Qué hacer? El gobierno emite “recomendaciones” que se reducen a una: hay que manejar acatando los reglamentos. Sí, claro. Mañana. La recomendación deslumbra por su obviedad, y también por su estéril estupidez. Podría ser un gesto de indiferencia si no incluyese una claudicación criminal: es como recomendarle a un cocodrilo que se haga vegetariano. De poco le sirve a los 80 mil muertos por accidentes que hubo en este sexenio, 30 por ciento de los cuales fueron peatones inermes.
Por otro lado, supeditar la entrega de una licencia para conducir a la realización de exámenes, pruebas de manejo, falta de antecedentes penales, exámenes médicos, servirá apenas para crear nuevas instancias de corrupción. El solicitante podrá no ver las letras que están en la pared durante el examen de la vista, pero el examinador siempre verá el billete. Triste país el nuestro, en el que todo esfuerzo por civilizar acaba en nuevo ramo de extorsión.
¿Y si las aseguradoras interviniesen en el otorgamiento de licencias? A fin de cuentas son una instancia interesada en terminar con esta cotidiana matanza silenciosa. Como en otros países, podrían aumentar sus primas en relación a las multas y los accidentes en que se involucre un conductor, y podrían, también, premiar con descuentos a quienes tengan un expediente impecable. O crear bases de datos que…
Es inútil. Las causas perdidas serán las únicas que valen la pena, pero no dejan de estar perdidas.
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.