La posmodernidad era esto

Si la modernidad dio paso al progreso técnico, científico y social, y a la confianza en el futuro, la posmodernidad ha inaugurado el tiempo de la reacción individual.
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Recientemente, El País publicaba una entrevista al periodista Robert Whitaker, que en los últimos años ha alcanzado cierto reconocimiento por protagonizar una cruzada contra la psiquiatría y la industria farmacológica. La tesis de los libros de Whitaker es que la esquizofrenia o la depresión no tienen un origen biológico y su tratamiento con medicina solo responde al interés económico de las farmacéuticas y al complejo de inferioridad de los psiquiatras, que únicamente prescribiendo drogas parecen sentirse en pie de igualdad con los médicos de otras especialidades. Así, la explicación conspiranoica, que siempre ve un oscuro poder empresarial moviendo los hilos del orden mundial, y la explicación freudiana del facultativo acomplejado se dan la mano para producir toda una teoría contra la psiquiatría moderna.

Whitaker dice que sus libros no dan consejos médicos porque él no es médico. Sin embargo, asegura que son los fármacos los que crean los pacientes, y no al revés. Sucede, por ejemplo, con la depresión o la ansiedad, y también con trastornos como el déficit de atención y la hiperactividad, “que antes de los noventa no existía”. Como si no hubiera enfermedad antes del diagnóstico, como si el mal no existiera mientras no fuera nombrado, que es una cosa muy supersticiosa o muy de Wittgenstein: los límites del lenguaje son los límites de mi mundo.

La medicina ha avanzado a pasos de gigante en el último siglo y este progreso se ha sentido con especial intensidad en la psiquiatría. El desarrollo de la farmacología ha permitido a millones de pacientes hacer una vida prácticamente normal, cuando muy poco antes habrían sido condenados a un eterno encierro. La medicina ha desterrado a los manicomios, el electroshock, las terapias de choque y la lobotomía. Supongo que a Whitaker le parece mal.

Si la modernidad dio paso al progreso técnico, científico y social, y a la confianza en el futuro, la posmodernidad ha inaugurado el tiempo de la reacción individual. Alcanzado un cierto estadio de bienestar y seguridad, uno puede ya preocuparse por lo accesorio. En el fondo, se trata de seguir jugando más allá de la infancia y de continuar la proyección del ego mucho más lejos de la adolescencia. Así, construimos conspiraciones secretas, avisamos contra los transgénicos, prevenimos frente a las vacunas, nos preocupamos por los chemtrails y urdimos “revoluciones divertidas”, que diría Ramón González Férriz.

El individualismo se ha convertido en el rasgo distintivo de nuestro tiempo. La obsesión por la diferenciación se adivina en todas las esferas de la vida. En el arte, el posmodernismo ha llevado la innovación del modernismo a una ofuscación que deviene en el vacío: lo nuevo se vuelve inmediata e inevitablemente caduco, como un coche que pierde la mitad de su valor tras cruzar la puerta del concesionario. En lo cultural, nos esforzamos por dividirnos en gustos literarios, musicales, televisivos, cinematográficos, estéticos cada vez más segmentados, en un proceso constante de afirmación de la identidad. La identidad lo es todo, también en su dimensión colectiva, por eso no es extraño que retoñen de nuevo los regionalismos: el auge de la patria chica no es sino otro estadio de la diferenciación esmerada.

Claro, la posmodernidad, necesariamente, tenía que llegar a la política. Buena parte de la llamada crisis de la socialdemocracia tiene que ver con la dificultad creciente que encuentran los partidos tradicionales para satisfacer las demandas de grupos de trabajadores cada vez más heterogéneos. Por eso, la nueva política, como escribía Víctor Lapuente esta mañana, ha dejado de centrarse en las cuestiones en torno a las que existe un consenso social para dar la batalla desde la trinchera cultural: “El nuevo político abandera todo lo que puede unir a los suyos no a pesar de, sino precisamente porque los separa de los demás”. Se trata de llevar la diferencia al extremo, en el pelo, en las ropas, en los bebés, en los nombres de las calles. O, como decía Octavio Paz: “La rebelión convertida en procedimiento, la crítica en retórica, la transgresión en ceremonia”.

Afirma Lipovetsky que “el marasmo posmoderno es el resultado de la hipertrofia de una cultura cuyo objetivo es la negación de cualquier orden estable”. La composición de nuestro parlamento, el baile de colores y formas que desfilan estos días por la cafetería del Congreso y las dificultades aritméticas que encontramos para conformar mayorías sólidas que hagan viable la investidura parecen venir a darle la razón. La posmodernidad era esto, y hay que reconocer que es tremendamente divertida. Eso sí: háganme el favor de vacunar a sus hijos.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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