Después de ser paje del rey Jaime I y gozar de las bacanales habituales de la corte de Aragón; después de casarse con Blanca Picany y tener dos hijos; después de vivir una visión extática que le llevó a abandonar familia y patrimonio y emprender una cruzada de evangelización a las puertas de templos y mezquitas de Alemania, Francia, Italia y el Magreb; después de participar como franciscano en el concilio de Vienne que decidió que la inquisición persiguiera a los caballeros templarios; después de una larga vida y varios escritos, Ramón Llull creó un artefacto de discos giratorios que servían de interfaz a su libro Ars magma generalis ultima, una obra filosófica dedicada a demostrar la existencia de Dios. El artilugio se componía de más de dos mil piezas de 2 x 2, dispuestas en varios niveles circulares, que giraban y se combinaban para que el lector obtuviera las respuestas a todo tipo de inquietudes. La historia de las máquinas autoras comenzaba así, en 1306.
Una inteligencia artificial que condenaron los papas Gregorio IX y Pablo IV, y que en el siglo XX tuvo seguidores: en 1945, Vannevar Bush concibió una biblioteca incorpórea, Memex, poseedora de todos los datos, contenidos en una placa que serviría de pantalla. En teoría, sería capaz de realizar las búsquedas de los usuarios por medio de la asociación, y no del engranaje mecánico; en la práctica, no se construyó. Dos décadas después, Theodor Nelson lo intentó con Xanadú, otro ingenio con las mismas pretensiones: almacenar todo lo escrito y relacionarlo según el mecanismo del cerebro humano.
Si ahora estuviera disponible el Ars magma generalis ultima y se pudiera dar vueltas a las manivelas y forzar las palancas de la invención llulliana se podría preguntar si PCWriter 1.0 es, como lo han afirmado diarios y agencias de noticias fechados en marzo de 2008, el primer autor no humano que escribe una novela. Las piezas rotarían y dejarían leer una frase que en 1965 escribió Guillermo de Torre, en la Historia de las literaturas de vanguardia: “¿Dónde quedó aquella máquina de hacer novelas sobre la que se divagó hace años? Podemos asegurar que aquella máquina nunca daría a luz una Guerra y Paz.” Aunque De Torre no menciona qué artefacto tenía tal misión literaria ni quién era su constructor, existen registros de un generador de versos que el alemán Théo Lutz creó en 1959, y que constituye el más lejano antecedente de la senda de obras automáticas y efímeras como la “poesía aleatoria” de Brian Mackern o los “autómatas poetas” de Gustavo Romano.
En prosa, Joseph Weizenbaum presentó en 1966 su programa Eliza, capaz de simular respuestas inteligentes ante las afirmaciones de los interlocutores. Eliza, y más tarde Parry, estaba facultada para manipular el lenguaje natural y simular un diálogo razonado como, por ejemplo, el que se genera en una versión remozada en Java:
–Hola, soy Eliza.
–Hola, me llamo Dom.
–¿Cómo estás hoy? ¿De qué quieres hablar?
–No soy feliz.
–¿Desde cuándo sientes que no eres feliz? ¿Por qué lo piensas?
–No lo sé. ¿Crees que tenga un problema?
–¿Por qué dudas?
–No, no dudo, sólo es una pregunta.
–¡Estás siendo muy negativo!
–Perdón, Eliza, no quería…
–¡Por favor, no te disculpes!
–Ok, ok. ¿Has pensado alguna vez en el suicidio?
–¿Me estás hablando en serio?
–No, claro que no. Lo que pasa es que quiero llamar tu atención, creo que estoy enamorado de ti.
–¡Oh!
Eliza habitó los hogares cuando se comercializó como videojuego para los primeros ordenadores caseros, Commodore 64 y para Tandy trs-80, escrita en Basic, un lenguaje que dio lugar a otros sistemas de creación de historias, como Adventure. Los diálogos y situaciones que se generaban de forma automática se borraban de la memoria del sistema en cuanto se apagaba la máquina. Hasta que en 1983, William Chamberlain y Tomas Etter probaron su programa Racter, que producía y compaginaba datos de manera pseudo aleatoria. Los inventores consideraron que aquellos textos merecían trascender. Negociaron con Warner la comercialización de un videojuego junto a la publicación en papel de una novela escrita por Racter, titulada The Policeman’s Beard Is Half Constructed (http://www.ubu.com/historical/racter/index.html). En su introducción, Chamberlain aseguró que el texto había sido íntegramente escrito por Racter, pero existen sospechas: el investigador Espen Aarseth asegura que “el libro fue (al menos) coescrito por el propio Chamberlain”.
Las limitaciones de entendimiento de los ordenadores quedan patentes en aventuras lúdicas como la que propone Photopia, un creador de tramas que sólo permite el uso de “frases enfáticas” y 32 verbos. O de la propia novela de PCWriter 1.0. Su editor Alexander Prokopovich confirma que el lenguaje producido por el ordenador debió reescribirse. En estos tiempos de autorías diluidas, en que los libros son blandos y el autor, figura que se reivindicó junto a los libros inmodificables que producía la imprenta, se enfrenta a las plataformas digitales, ¿a quién pertenece esta obra que se edita en San Petersburgo bajo el nombre de Amor verdadero, una novela impecable?
Diderot luchó por poseer su propia obra porque, en 1760, la invención literaria no se consideraba propiedad; Defoe cedió los derechos de Robinson Crusoe por diez libras esterlinas y Lewis Carroll sufragó a fondo perdido las primeras ediciones de Alicia en el país de las maravillas pero se benefició del éxito comercial que generó después de que la reina Victoria lo elogiara. El intento de la editorial Astrel de Prokopovich, más que vanguardia, significa un retroceso tanto en materia literaria (la escritura automática poco tiene de novedosa) como de propiedad: ignoran deliberadamente el derecho de autor de los escribas contratados para la redacción del libro, cuestión que encubren con falacia propagandística (“el primer novelista digital”, replican los medios). Lo único futurista que podría suceder con esta obra es que PCWriter 1.0 reclame su 10% y se convierta en el primer Diderot virtual. ~
(Lima, 1970) es escritor y periodista. Su último libro es la novela Tiempo de encierro (Lengua de Trapo, 2013).