Mi problema con las religiones no es que estén detrás de tantas guerras y de tanta intolerancia, mi problema con las religiones es el recelo general que le tienen al cerdo. Muéstrenme un dios que coma tocino y me vuelvo fundamentalista.
Egipcios y celtas ya miraban con malos ojos el gusto fangoso y la hediondez del noble animalito, apenas reivindicado en el Nuevo Testamento en medio de una alucinación típica de Pedro, ese campechano cuya vida cambió desde el día en que dios le dio permiso para matar y comer todos los animales que hubiera a su alrededor. Sí, a veces nuestra civilización avanza.
Pero a esto del cerdo, como a tantas cosas, los chinos llegaron primero.
Curioso que un país dedicado a piratear todas las marcas de Occidente sea el mismo que inventó la brújula, la imprenta y el papel para luego verlos pirateados por Europa, sin embargo hay algo en la sabiduría gastronómica china que el resto del mundo jamás podrá copiar. Nosotros le decimos felicidad, ellos le dicen guao bao, viene en un pan mantecoso y su predicador es David Chang.
Chang nació en Estados Unidos, aunque su familia hizo parte de la migración coreana que llegó a ese país desde que en 1965 se aboliera una ley bastante xenófoba con los asiáticos –el 11 de septiembre y los turbantes de hoy eran el Pearl Harbor y los ojos achinados de entonces–. De pequeño jugó golf, aprehendió la rica tradición coreana en la cocina de su casa, se licenció en estudios religiosos y a los veintitantos se fue a Japón para enseñar inglés. No calculó la poca disposición de los japoneses para aprender de él, así que aprovechó el viaje, buscó trabajo entre los fogones de un restaurante tokiota de fideos y ahí supo que a Nueva York, la ciudad cosmopolita y todo eso, le faltaba algo.
Cruzó el Pacífico como lo hizo una generación anterior de coreanos cristianos con ganas de ir a la tierra prometida y, como venir de una familia de inmigrantes significa nacer con el viaje de los tuyos a cuestas, no tardó en imaginar la reconquista de Estados Unidos. Chang sabe de religiones y para reivindicar al cerdo ante los dioses abrió un restaurante llamado Momofuku Ssäm Bar, cuyo menú viene a ser una tómbola donde Taiwán, China, Vietnam, Corea y la comida chatarra estadounidense se revuelcan cual puercos felices en el fango.
L. y yo estamos en el East Village y mientras caminamos por la Segunda Avenida le aprieto la mano. En estas cosas L. sabe mi emoción, me mira con complicidad y a una cuadra de la esquina con la Calle 13 le explico que en un rato nuestras vidas no serán las mismas.
Hoy no te escapas de comer cerdo.
Ya sé, ya sé.
A pesar de ser uno de los lugares más famosos de Nueva York y de estar en ese barrio desnaturalizado por la gentrificación de la ciudad, en Ssäm Bar no aceptan reservaciones a menos que vengas en grupos de seis o más y, como no hay exigencias de menús degustación, es posible comer bien por veinte dólares. Estamos hablando de un chef con estrellas Michelin, con presencia en la lista de los mejores restaurantes del mundo y tal, pero aquí la garantía es que si esperas un poco, entras. Y no tienes por qué romperte el bolsillo.
Tanto decir que la felicidad es una larga búsqueda, tantos libros de autoayuda, y esos tres cocineros con pintas de carcelarios hipsters sacan a velocidad industrial la joya de la corona que todos vienen a probar. Y uno que la da por sentado.
Los entendidos le llaman guao bao, una especie de antecesor tailandés de la hamburguesa, pero en inglés el término es pork bun, es decir, bollo de cerdo. Tiene dos elementos básicos: el bollo, un pan bastante normal cocinado al vapor en lugar de al horno, y la panceta o tocino, que es a los glotones lo que las capas del suelo a los geólogos. Piel, grasa y carne con vetas de grasa en perfecto orden. El buen tocino se saca del abdomen del cerdito y cuando a la mesa llega el único pork bun, lo mínimo que haces es honrar a ese animal que no desarrolló mucho los músculos para que tu primer bocado fuera perfecto.
Te voy a robar un pedacito.
No, mejor pidamos otro.
Chang baña sus trozos de tocino en salsa hoisin, los asa a alta temperatura primero para sellar y luego baja el fuego para que la grasa se derrita lentamente y penetre en la carne, sirve el pedazo entre ese pan tibio con textura gomosa y olor a alegría, añade cebollín, pepino y al plato. Deténganse aquí.
¿Se imaginan a qué puede saber eso?
Como el pan apenas va doblado y queda abierto, algo de grasa y salsa se escurre entre las manos. Es tu decisión tener buenos modales y dejar el líquido caer, o tener sentido común y pasarte la lengua a tiempo. Pocas veces te puedes sentir orgulloso de ser un cerdo y la redundancia de engordar comiéndote un trozo de barriga del animal siempre asociado a la obesidad es un exceso que cualquiera debería permitirse de vez en cuando. Ser cerdo es bueno, aunque las religiones y los nutricionistas –que a veces parecen religiosos– digan lo contrario.
L., por ejemplo, le tiene miedo a esos cortes porque a menudo le caen mal, pero hoy sonríe e insiste en felicitarse porque quiere más. Al salir le repito que nada será igual, que en el futuro despertaremos agitados en el medio de la madrugada a ver si soñamos con lo mismo.
Soñé que iba a Momofuku…
…y no había pork buns. Lo sé, yo también soñé eso.
¿Seguro que fue una pesadilla?
Un mal sueño, sí. Te lo prometo.
Si Nietzsche hubiera comido aquí la frase sería otra: “Solo creería en un dios que comiera pork buns.”
Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.