La intervención de Washington para salvar al sistema financiero ha provocado preguntas sobre el futuro del capitalismo, desde un resurgimiento de Marx hasta complacencias como la del presidente Calderón en la Bolsa de Nueva York. La crisis es severa, pero no es el fin del capitalismo ni el advenimiento del comunismo. ¿Qué ocurrirá? Habrán de pasar cosas antes de saberlo: la elección presidencial de Estados Unidos, el futuro inmediato de Sudamérica, las políticas financieras de Europa y Asia, el estrés geopolítico…
Pero limitando la crisis a sus aspectos financieros y políticos en Estados Unidos, lo que estamos viendo es la unión de toda la clase política para erigir al Estado en “prestamista de última instancia”. Hay dificultades de interlocución provenientes de agendas políticas distintas, pero todos están de acuerdo en que no hay alternativa a la intervención financiera del Estado. Éste es el viejo tema que ha acompañado a las crisis capitalistas desde fines del siglo XVIII, hoyo negro de la civilización occidental fundada en la competencia económica.
Todas las crisis económicas severas han sido revertidas por intervención inmediata o mediata, directa o indirecta del Estado. Ninguna economía nacional se ha recuperado por sí sola en la historia. El surgimiento de los estados nacionales es indisoluble de la capacidad del soberano para endeudarse con cargo a las generaciones futuras. Ningún otro agente económico puede hacerlo. La salvación recurrente de las instituciones financieras es tarea pública; no hay condiciones humanas para el feliz crecimiento indefinido de las economías.
Las crisis son inherentes al crecimiento debido al fenómeno de sobrevaluación de activos. Ya que la realización del capital se basa en expectativas del crecimiento futuro, las expectativas mismas influyen el precio de los activos involucrados, inflándolos. Mientras estos activos permanezcan en la cresta de la ola, su precio seguirá inflándose, hasta que la realidad haga su chequeo. Así transcurre el crecimiento económico. No es como los árboles, que crecen proporcionales; son oleadas de crecimiento con un principio, un clímax y una caída: ciclos.
La institución “prestamista de última instancia” ha evolucionado con esta realidad. En Estados Unidos se llegó a aceptar que tal institución era redundante porque los mercados tendían a equilibrarse por sí mismos; no podía haber una quiebra masiva del sistema financiero, así que los políticos no encuentran ahora las palabras adecuadas para sus medidas, pero las encontrarán porque no tienen opción.
Ahora bien, ¿el prestamista de última instancia es una bendición? No, es apenas la solución menos mala. La idea marxista de que el crecimiento capitalista produce sus propias crisis es la base del socialismo. Sin las crisis cíclicas del siglo XIX, el socialismo científico no habría sido posible (Max Weber). La caída del Muro de Berlín entierra al comunismo, pero no suprime las causas que lo hicieron posible (Juan Pablo II).
El prestamista de última instancia alienta la ambición pero finalmente la protege de sus malas decisiones. A medida que los actores económicos adquieren conciencia de esta dinámica, algunos darán vuelo a la hilacha, previendo que una instancia superior los rescatará, llegado el caso. Todo esto es cosa de cálculo y escala de operación; no es cosa diabólica; es querer estar donde las cosas están pasando.
Si los países promulgaran un código que acotara la ambición de los actores particulares, surgirían voluntades que sacarían provecho del conformismo así establecido. Hasta donde alcanzamos a ver, este es el temperamento de la especie humana. No queremos el socialismo porque no deseamos una sociedad de prohibiciones, pero una sociedad económica libérrima también trae consecuencias muy negativas. Nos enfilamos hacia una sociedad del conocimiento, suponiendo que nos hará mejores, pero un mejor conocimiento puede aguzar nuestros instintos depredadores.
– Ramón Cota Meza