Pocos críticos dedicaron tanto tiempo a reflexionar sobre su oficio como Marcel Reich-Ranicki (1920-2013), el judío polaco que tras sobrevivir al gueto de Varsovia regresó a Alemania –a la república federal– con una misión, la de imponerse como la conciencia renacida de las cenizas de la literatura alemana. Al defender a quienes llamó “los abogados de la literatura”,1 Reich-Ranicki no se ahorró la exhibición de todo el arsenal disparado por los “creadores” contra los críticos, desde el oprobio al que nos condenó Nietzsche –eunucos del harén de la literatura que siendo testigos de todas las formas del amor son ellos mismos incapaces, emasculados, de crear vida (es decir, arte)– hasta otras lindezas recogidas por el propio crítico en Sobre la crítica literaria (2014). En contraste con un Curtius, a Reich-Ranicki le bastó con recuperar su lengua y, con la excepción de la poesía polaca, a la cual lo ligaba su origen, le interesaron escasamente las letras extranjeras. Nadie más parecido al modelo del crítico como regente del canon nacional, ajeno al cosmopolitismo, que Reich-Ranicki, quien nos recuerda al joven Goethe quejándose de que los reseñistas están para sacarles la sangre a los escritores y que un crítico literario es un perro que debe morir; a Arthur Schnitzler diciendo que solo un crítico puede ser al mismo tiempo un cero a la izquierda y un petulante; a Walter Benjamin –que tuvo en Reich-Ranicki a uno de sus pocos impugnadores– reivindicando, regalo envenenado, al crítico como el único con derecho a destruir. También cita Reich-Ranicki a los defensores, en Alemania, del crítico literario, como el divino Lessing, Friedrich Schlegel o al imperturbable Tucholsky, quien advertía al público y a su editor que, como crítico, quería destruir lo mismo a la persona que a la obra.2 Descalificaciones a las que habría que agregar la burlona de Walser contra Reich-Ranicki en La muerte de un crítico: “si el Nazareno sufrió por los pecados de la humanidad, el crítico sufre por los pecados de los escritores”.3
La suprema venganza de Reich-Ranicki, la del paria regresando para ejercer de soberano a partir de 1957, fue admitida de mala gana o vista como una reparación poética hasta que Martin Walser (1927), un importante novelista no pocas veces sujeto de las críticas del polaco sobreviviente, decidió tomar su revancha y caricaturizó al crítico en una novela titulada, precisamente, La muerte de un crítico (Tod eines Kritikers, 2002).4 En esta aparece un trasunto burlesco de Reich-Ranicki, llamado André Ehrl-König, nada menos, quien es supuestamente asesinado por Hans Lach, un novelista vapuleado por el gran crítico. Los nombres escogidos por Walser son transparentes para el público conocedor: si el crítico es “el rey de los alisos”, el nombre del novelista alude al Hans Sachs de Los maestros cantores de Nuremberg, de Wagner: el asesino de los niños contra el poeta zapatero.
La víctima que se convierte en victimario encarna, según el maniqueísmo satírico de Walser, a la “verdadera” literatura refugiada en la aventura de la soledad y del lenguaje frente a la dictadura mediática ejercida por el crítico regente. Algo hay de mundo al revés en el encono de Walser –cuya novela es muy siglo XX y a ratos incomprensible para un lector hispanoamericano–, pues “el poder insoportable” del Reich-Ranicki satirizado no proviene solo de sus décadas como reseñista de cabecera del Frankfurter Allgemeine, sino de El cuarteto literario, su exitoso programa de televisión, al estilo del que tuvo Bernard Pivot en Francia. Ya quisiéramos algunos ser víctimas de un poder mediático encarnado por un Reich-Ranicki y aunque este se queja (como ocurre en tantas otras partes, según aclara oportunamente Echevarría en el epílogo español de Sobre la crítica literaria) de que la crítica literaria en Alemania es muy mala, la polémica Reich-Ranicki/Walser únicamente pudo ocurrir en una sociedad hiperliteraria donde la televisión es, o era, uno de los espacios más visibles de la crítica literaria.
Pero La muerte de un crítico no solo fue la bravata de un buen novelista contra el imperio de un crítico llamado habitualmente “el papa de la literatura alemana” sino que motivó que Walser fuese acusado de antisemitismo, una lectura bien factible de la novela incluso para quien, como es mi caso, desconoce la vida literaria alemana pero no ignora la evolución del novelista nacido en Wasserburg. Walser forma parte de una generación, la de Günter Grass, para la cual la caída del Tercer Reich, a cuyo auxilio fueron llamados casi niños, fue su fatal rito de paso adolescente. Siendo un activista de izquierda en los años sesenta, indignado por la incapacidad de la sociedad alemana de asumir su culpa colectiva, jasperiana, ante el Holocausto, Walser fustigó a una televisión –como ocurrió durante los juicios de 1965 a los verdugos sobrevivientes de Auschwitz– interesada en mediatizar esos crímenes y a esos criminales como episodios dantescos ajenos al alemán de la calle.
Veinte años después, Walser había cambiado, ocurrida la llamada “disputa de los historiadores” de los ochenta, sobre la especificidad del nazismo como crimen propiamente alemán. Aquella polémica fue iniciada por el nada tonto Ernst Nolte y su, empero, muy tonto reduccionismo, al convertir el hitlerismo en solo una reacción histérica contra el bolchevismo, lo cual no tiene pies ni cabeza para cualquier historiador serio de la historia europea y la cultura alemana. En esa ocasión, Reich-Ranicki perdió a uno de sus colegas más queridos, Joachim Fest, biógrafo de Hitler que aprobó a Nolte, como el mismo crítico lo cuenta en sus memorias: era “el fin de la veda” que prohibía tácitamente hablar de que en Alemania persistía un “problema judío”.5 En ese terreno, el valeroso Reich-Ranicki salió a pelear una vez más.
Walser, sin ser jamás un negacionista, se presentó entre aquellos letrados ansiosos de que Alemania pasara la página, como lo demostró en su ambiguo y capcioso discurso agradeciendo en 1998 el Premio de la Paz de los libreros de Frankfurt. En aquella ocasión, Reich-Ranicki –que había escrito sobre varios de los libros de Walser y no siempre de manera negativa, como ante Declaraciones de amor, su colección de retratos críticos– le reprochó no mencionar los campos en su discurso, dándole la razón al hartazgo que Walser comparte con varios críticos judíos del Holocausto, por su utilización como eterna “cachiporra” moral.6
En sí misma, la novela de Walser dice poco sobre la crítica literaria, acaso reponiendo la acusación del crítico como ladrón de la inmortalidad que cree merecerse un escritor. Pero el disgusto que Hans Lach siente por Ehrl-König, antes de supuestamente asesinarlo en un coctel, no es distinto al de cualquier autor criticado. Es más, en Sobre la crítica, el propio Reich-Ranicki, al hablar de cuando él mismo ha sido criticado, admite de buena gana haberse comportado como un autor más, es decir, leído con injusticia y con superficialidad. Pero La muerte de un crítico va más lejos: no solo es un legítimo retrato del escritor como outsider, como no lo es ni lo ha sido nunca el célebre (en su tierra) Walser, sino una bravata contra la masificación de la cultura, un comercialismo donde “los escritores se prostituyen con la opinión pública como antes lo hacían con Dios”,7 que puede, subrayo puede, verse como un ataque antisemita si se asocia, como el novelista lo permite, a Reich-Ranicki, este nuevo judío agiotista de capital literario, quien al final no ha sido asesinado sino escondido por su amante en aras de mayor publicidad, detalle previsible para quien conozca la vida pública del crítico oriundo de Polonia, casado toda la vida con la mujer con quien sobrevivió al gueto y a la vez notorio por sus aventuras. Inculpando a un inocente, Ehrl-König ha tramado su desaparición temporal para enaltecerse aún más como dueño y señor de la cultura alemana.
Menos que Walser mismo, a quien Reich-Ranicki le ofreció, poco antes de morir, la reconciliación, es Coppellotti, el propagandista italiano del escritor, quien mete en problemas al novelista, sugiriendo en sus epílogos tanto a La muerte de un crítico como a I viaggi di Messmer (2003), un libro de aforismos y varia invención, que Walser o sus personajes (Lach y su doble Mani Mani) pertenecen al mundo de los oscuros, de los renegados y de los anarcas –diría Jünger– mientras que el cosmopolitismo de Reich-Ranicki lo emparenta, a este “hijo de Abraham”, con todo y su teología monoteísta, a la galaxia mediática de Berlusconi, nada menos.8 No aseguraría yo que Walser sea un antisemita, pero es notorio que los antisemitas lo quisieran en sus filas. El odio de Coppellotti al mercado y su multiculturalismo, al avatar actual del “mundo moderno” que despreciaba Julius Evola, lo convierte en discursero de lo que en la actualidad pasa, naturalmente que camuflado, por antisemitismo. Y en cuanto a Walser (que habría querido ser su homónimo de apellido suizo, Robert, quien en su modestia microscópica sería el antídoto contra el star system literario que un Reich-Ranicki habría promovido), no he encontrado motivos suficientes para considerarlo un gran escritor, habiendo leído algunas de sus traducciones al español, narraciones sobre la previsible meritocracia desatada por el milagro alemán. Una de sus últimas novelas es tierna y feliz pues se refiere al viejo Goethe enamorado, en el fracaso, de Ulrike von Levetzow y sus diecinueve años (Un hombre enamorado, 2011) pero, admitámoslo, escribir ese libro es una tarea facilona para un autor de experiencia.
¿Logró matar Martin Walser, en vida, a Reich-Ranicki? ¿Ridiculizó su reputación? ¿Salvó a la literatura de su abogado mediático? Es dudoso que lo haya logrado. Su pleito es, me temo, otra consecuencia de la culpa alemana indigerible para una, dos generaciones, como lo profetizó en fecha temprana el viejo Dwight Macdonald, al igual que Karl Jaspers. Walser encontró en Reich-Ranicki al “último” judío, al adversario ineludible, al siniestro sobreviviente triunfador. En cuanto a Reich-Ranicki es justo decir que este crítico ante el Altísimo se creyó, si no inmortal, al menos infalible, y así lo dijo sin inmutarse a una periodista en 2000:
“El calificativo de papa de la crítica que se usa en Alemania refiriéndose a mí, al menos desde hace quince años, es un término absurdo, porque creo que la palabra papa implica la infalibilidad y un crítico no puede ser infalible. Los críticos malos son los que nunca se equivocan. Un buen crítico expone su parecer y al opinar se pone en manos de la opinión pública. Un mal crítico no dice ni sí ni no, no se arriesga. Un crítico bueno dice ‘sí’ o ‘no’, y con ello puede equivocarse.” Ante esa respuesta la periodista insistió: “¿Cuántas veces se ha equivocado? ¿Ha tenido un gran error?” A lo cual el pontificio Marcel Reich-Ranicki aseveró: “Para contestarle con exactitud, nunca.”9 ~
1 Marcel Reich-Ranicki, Los abogados de la literatura, traducción de José Luis Gil Aristu, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2006, 1120 pp.
2 Reich-Ranicki, Sobre la crítica literaria, epílogo de Ignacio Echevarría, traducción de Juan de Sola, Barcelona, Elba, 2014, 144 pp.
3 La muerte de un crítico no está disponible en español. Yo leí la versión al italiano, Morte di un critico, traducción y epílogo de Francesco Coppellotti, Milán, SugarCo, 2004, p. 37.
4 Ibídem.
5 Reich-Ranicki, Mi vida, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2000, pp. 503-514.
6 Thomas A. Kovach Martin Walser, The burden of the past. Martin Walser on modern German identity, Rochester, Camden House, 2008, p. 83.
7 Walser, Morte di un critico, p. 30.
8 Martin Walser, I viaggi di Messmer, traducción y nota de Francesco Coppellotti, Milán, SugarCo, 2004, p. 145.
9 Rosa Mora, “Marcel Reich-Ranicki. ‘Los críticos literarios malos son los que nunca se equivocan’” en Babelia, suplemento de El País, Madrid, 2 de diciembre de 2000, p. 12.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile