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Agradezco a Gerardo Esquivel sus generosos comentarios sobre Empresarios oprimidos (“Vindicación de la microempresa”, Letras Libres 132) que me dan la oportunidad de precisar mis críticas a las grandes empresas y la educación superior. Por ahora, me limitaré al primer punto.

Se tiene la impresión de que las grandes empresas son las más productivas y el modelo deseable para todas las demás. Su mayor capacidad de producción, su tecnología, la velocidad que alcanzan algunos de sus procesos, sus imponentes edificios, su presencia destacada en las ceremonias, la prensa y la televisión son visibles y dominan el panorama. Todo lo cual oculta que sus inversiones no son tan productivas como las inversiones de las microempresas.

Las grandes empresas producen menos que las pequeñas en proporción a lo que invierten (valor agregado / activos totales). Esta afirmación no es gratuita: es un hecho irrefutable, documentado en las tablas de los censos económicos que presentan la producción por rangos de tamaño de los establecimientos (número de personas ocupadas). Los números censales concuerdan con los datos de la Bolsa de Valores y la revista Expansión (sobre las 500 mayores empresas). También con muchas otras estadísticas que reuní en El progreso improductivo (Random de Bolsillo, 2009, pp. 422 a 440).

Este hecho irrefutable no es un hecho pequeño. Debería tener consecuencias en la política económica. Si todos los proyectos de inversión del país se jerarquizaran según su productividad, es obvio que el ahorro interno y externo para la inversión debería canalizarse a donde produce más, no a donde produce menos. Pero se concentra donde produce menos: en los grandes proyectos nacionales y trasnacionales, privados y públicos.

No es creíble, ni deseable, que un Estado omnisciente y omnipotente sea capaz de medir la productividad de las inversiones en cada proyecto para decidir cuáles sí y cuáles no deben realizarse. Tampoco es creíble, aunque sería deseable, que un mercado perfecto asigne las inversiones automáticamente de manera óptima: que lleve capitales en primer lugar a las inversiones más rentables, luego a las que son un poco menos rentables y por último (si todavía queda dinero) a las de menor rendimiento.

La política de inversiones privadas puede coincidir o no con lo deseable en términos de política social. Pero lo práctico es que cada empresa tome sus decisiones, jerarquice sus inversiones, arriesgue su capital y coseche el éxito o el fracaso, dentro del marco legal. Si una gran empresa invierte en capacidad productiva que no llega a usarse por errores de planeación, o produce menos de lo esperado, o se vuelve obsoleta rápidamente porque aparecen nuevas regulaciones o nueva tecnología, es su problema. Si una gran empresa ofrece celulares (que favorecen la productividad de los pequeños productores dispersos) o servicios hoteleros de lujo (que favorecen la buena vida) es su decisión.

Lo criticable no es la libertad, sino que, ejerciéndola, las grandes empresas hayan tardado tanto en ver la oportunidad de hacer negocios favoreciendo la productividad en la base de la pirámide social. Lo criticable es que el Estado supuestamente interesado en el desarrollo desde abajo todavía no acabe de ver la oportunidad, y hasta la sofoque inventando trámites y más trámites; que salga al rescate de la gran banca, pero persiga a las pequeñas cajas de ahorro. Lo criticable es que el negocio de los microcréditos no haya sido visto por la gran banca.

Hace medio siglo, Nicholas Kaldor (que estuvo en México, contratado por la Secretaría de Hacienda) observó que el mayor desarrollo de los Estados Unidos frente a la América Latina “no puede explicarse simplemente por diferencias en los sistemas fiscales”. Allá hubo empresarios que hicieron su fortuna “proporcionando bienes al alcance de la mayoría”. “No se sabe en cambio de ningún millonario latinoamericano que haya hecho su fortuna en empresas de cinco y diez” centavos (Ensayos sobre desarrollo económico, Centro de Estudios Monetarios Latinoamericanos, 1963).

Afortunadamente, empieza a haber empresarios mexicanos que construyen la canalización institucional necesaria para que el capital fluya a los microproyectos, donde produce más. La extraordinaria prosperidad de la Financiera Compartamos y la Financiera Independencia confirma que la oportunidad está ahí, y que ni la banca ni el Estado habían tenido ojos para verla. Cualquier lector de Expansión sabe que todavía hoy destaca la oferta para la población de mayores ingresos. Detalle curioso: hay una revista especializada en relojes de lujo.

La imaginación puesta al servicio de la buena vida no es criticable en sí misma. Lo criticable es la falta de imaginación al servicio de la productividad microempresarial. Esa falta de imaginación, tanto del Estado como del mercado, está relacionada con el estancamiento de la economía mexicana. Tanto el Estado como el mercado han dado preferencia a los proyectos grandiosos, pero menos productivos. Por eso la economía requiere inversiones cada vez mayores para impulsar un crecimiento cada vez menos suficiente.

El despilfarro de capital en lo que produce menos se refleja en las cuentas nacionales. El coeficiente capital / producto ha empeorado sexenio tras sexenio. En 1940, bastaba una inversión del 7.6% del PIB para lograr un crecimiento de 6.2% del PIB. Todavía en 1955, México destacaba favorablemente en este aspecto frente a 30 países (Jan Tinbergen, The design of development, tabla 3). Esto se arruinó con las inversiones locas de los presidentes Echeverría y López Portillo, pero no mejoró cuando el presidente Salinas trató de recuperar el “desarrollo estabilizador”. De 1988 a 1994 (su sexenio), la inversión extranjera aumentó 528% y la inversión fija bruta 54%, pero el PIB no aumentó más que 18% (3% anual, no 6% como se esperaba) y el empleo formal 4% (un millón de empleos en seis años, no cada año). Las inversiones fueron más grandiosas que nunca, pero poco productivas.

El capital que viene de los países ricos trae una tecnología y formas de operar diseñadas para un mundo en el que sobra capital (es barato y hasta se exporta), pero falta personal (es caro y hasta se importa). No es criticable que venga y reproduzca su modus operandi en un país donde la situación es la contraria. Lo criticable es suponer que de ahí va a venir el crecimiento y el empleo para toda la economía. Lo criticable es no ver la oportunidad de negocios, utilidades, crecimiento y empleo que hay en las microempresas a un costo de inversión sumamente bajo. ~

 

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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