Tragos y cine: recortes para una historia (2)

Una mirada detallada al maridaje entre la bebida y la pantalla grande
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La borrachera

Cuando un director quiere mostrar una borrachera individual enfrenta, al menos, tres opciones: 1) intoxicar al espectador, 2) distanciarlo, 3) encontrar un punto medio entre lo subjetivo y lo objetivo. (La borrachera colectiva, que va de los cautionary films del Código Hays a las grandes fiestas rebecas de los cincuenta a los documentales roqueros de los setenta a la tradición de la película universitaria de los ochenta a la inquietante Éste es mi reino de Carlos Reygadas, no cabe en este post.) Para intoxicar al espectador los directores han recurrido a todo tipo de trucos. Un clásico es la body-cam, esa cámara montada en un arnés que se ata al actor y que por tanto lo sigue en cada uno de sus movimientos. Martin Scorsese, gran subjetivador, inauguró su uso ebrio en esta escena de Calles peligrosas (1973), con Charlie hasta la madre sobre ‘Rubber biscuit’ de The Chips:

Hay trucos como la cámara subjetiva que se vuelve borrosa en el centro o que se esfuma en las orillas, el foco que se aleja de súbito, las cortinillas ondulantes, los objetivos distorsionados o que se multiplican por dos, por tres, por siete:

Pero ninguno tan popular para esta forma de expresionismo/impresionismo (“presionismo”) como la secuencia de montaje. Su antigüedad es venerable: ya en So this is Paris (1926) de Lubitsch hay un fiestón de aquéllos apresurado por un montaje febril. (Al principio de Prohibition II: A nation of scofflaws de Ken Burns, 2011, hay la reproducción de una montage sequence que muy probablemente es anterior a 1926 y se parece más al montaje beodo como lo conocemos ahora, pero no he podido saber a qué película pertenece.) Lo normal es que incluya sobreimposiciones de copas, anuncios de neón, rostros burlones, alucinaciones y alguna toma del ebrio protagonista. El más enajenado de todos debe ser el que Fritz Lang creó con la perversa ayuda de Salvador Dalí para Moontide (1942). Hay que acercarse a él con máxima precaución:

De los cuarenta son también el montaje de la eriza de Días sin huella (1945) de Billy Wilder y aquel de los delirios del buen borracho Martin Blair en El ángel negro (1946). Para los ochenta la drunk montage sequence ya era materia prima para la parodia. En los noventa Los Simpson, que a la hora de refreír lugares comunes no tenían par, propusieron al menos dos montajes del tipo: el del viaje de azúcar de Bart y Millhouse y el de la “borrachera más grande de la historia” (“the bender to end all benders”) de Krusty en The last temptation of Krust (T9E15); los Coen, en ese catálogo de set-pieces que es El apoderado de Hudsucker (1994),tienen una que incluye la voz acusadora del presidente Eisenhower… Y así.

Del otro lado del callejón están los directores que optan por la distancia. Suelen hacerlo con el fin de volver chistosos, ridículos, dolorosos, patéticos, entrañables o encantadores, a sus borrachos. Lionel Rogosin, en su “semi-documental” sobre la vida teporocha en la peor calle de Nueva York, On the Bowery (1957), parece no querer más que frialdad. Nadie se conmueva: esto es la vida. (“Alcoholism has never been captured with a more unflinching eye than in Rogosin’s semi-documentary”, he leído por ahí.) Las borracheras del Falstaff de Orson Welles en Campanas de medianoche (1965) podrían ser el ejemplo de la entrañabilidad: el gran briago humilde y altivo y sabio y alegre y triste y verbal. También es entrañable la borrachera de inexpertos del chaparro ET acompañado, telepáticamente, por su amigo Elliot. WC Fields como Egbert Sousè en The bank dick (1940), y con otros nombres en muchas otras películas, llega a ser divertido por intratable, por burlón y por su capacidad de beber sin límite y sin perder demasiado el estilo. Las pedas de Nick Charles y su esposa Nora, acompañados de la terrier Asta en la serie del Hombre Delgado (basada en Hammett: 1934-1947), son encantadoras por su sofisticación y su elegancia juguetona.

En el grupo de las vergüenzas ajenas, si no recuerdo mal, Juan Aguirre puede hacernos bajar la mirada durante la penosa briaga tequilera bajo la ventana de su ex en Desiertos mares (1995) de José Luis García Agraz, pero eso no es nada ante las casi insoportables escenas del robo en el bar de Días sin huella, de la destrucción del invernadero en Días de vino y rosas, del casino en Adiós a Las Vegas (1995), de la llegada a casa de Tony Soprano –vista desde una distancia literal de un piso–, tarde y tierno, con el corazón vuelto un pedazo de culpa y la culpa hecha un revoltijo de mierda, bajo dos miradas: la comprensiva de Carmela y la indecisa de Meadow en Boca (T1E10): “I didn’t hurt nobody…” Además, claro, del patetismo extremo, autodestructivo, de Mary (interpretada sobrenaturalmente por Lesley Manville) en más de una secuencia de Toda una vida (2010) de Mike Leigh, quien consigue filmar el descenso de su personaje with an unflinching eye. (Ver también la borrachera instantánea y larguísima de Calamity Jane que comienza con el asesinato de Wild Bill Hickok por el cobarde Jack McCall en Deadwood, T1E04. Ésa duele, duele muchísimo.)

Y a mitad del camino entre los dos puntos está ese regalo para el espectador: las secuencias en que participamos subjetivamente de la borrachera mientras vemos al borracho, desde cierta distancia, hundirse o elevarse en su embriaguez. Es lo mejor y lo más peligroso de ambos mundos. Tal vez los ejemplos más nítidos de esto pueda proveerlos el delírium tremens. Un director que conozca el morbo de su público querrá ponerle enfrente los monstruos que produce el sueño de la razón pero sabrá, al mismo tiempo, que no debe permitirle perderse en ese sueño. Este punto medio puede dar como resultado lo encantador y lo horroroso. La fauna danzante del elefante mirruñita Dumbo (que parece producida por un licuado de ron, LSD y mescalina) y la fauna aborrecible del delirio de Don Birnam en Días sin huella son, hasta ahora, los dos extremos de esa imaginación. Miren:

 

(Hay una muy temprana escena de delírium tremens en la versión de 1909 de Ten nights in a barroom, una película que sirvió como propaganda para el Temperance Movement que culminaría con la Prohibición. En ella, tristemente, no vemos los delirios, sólo el delirante:

La historia, que se había filmado también en 1897 y 1901, está basada en el ‘temperance volume’ Ten nights in a bar-room, and what I saw there de 1854 [pdf] e iba a rehacerse al menos un par de veces. La versión de 1931 puede verse aquí.)

 

La cruda

Verdad que no huelga repetir: la magnitud de la cruda depende del tamaño del error cometido en la borrachera (o sea, del borrachazo.) El error más pequeño, el insignificante error que se cura al otro día, es la propia borrachera. Su cruda es una incomodidad física y poco más. Ya que su interés suele ser limitado, los directores lo retratan poco, y lo hacen con un stock de imágenes: el crudo en cama o en sofá, con los ojos entrecerrados y la voz resbaladiza; a veces abren la escena con un gran madrazo de luz de sol, a veces incluyen un ángulo oblicuo o una imagen que entra en foco indecisamente. Éste es un ejemplo que vale mencionar: la cruda de Alicia Huberman en Tuyo es mi corazón (1946) de Hitchcock:

De ahí en adelante el borrachazo va complicándose y nace la hermana fea y triste y solitaria de la cruda física: la cruda moral. Está el error –quien no lo haya cometido que lance la primera cuba– de llamarle por teléfono a algún interés romántico, como Adam Franklin lo hace varias veces en su borrachera de Stella Artois y tequila blanco en Amigos con derechos (2011), y está el error de llamarle a una ex pareja, principalmente la que te rompió el corazón, como Rob Gordon en Alta fidelidad (2000), o ir a buscarla a gritos, como el protagonista de la ya mencionada Desiertos mares. Sub-errata que empeora la moral cruda: coger con esa pareja, como el que habla en aquel poema, ‘The day after’, de Luis Alberto de Cuenca:

 

Sin ti, sin ti, sin ti, con tu partida

devorándome el alma, las botellas

tiradas por el suelo y el tabaco

convirtiendo la alcoba en un infierno,

solo y sin afeitar, solo en la cama

que fue anoche tu reino, con las manos

vacías de tu cuerpo y con los ojos

heridos por la luz de tu recuerdo.

 

Las cosas se complican aún más cuando te embarazas de, o embarazas a, la persona que cogió contigo gracias a ese último martini que les embotó el cerebro. Exempli gratia: Ligeramente embarazada (2007) del difícil Judd Apatow. Emborracharte y acostarte con un amigo de toda la vida es también un error severo, sobre todo si la relación es homosexual y ninguno de los dos está dispuesto a reconocerse y aceptarse en ese encuentro. Interesados, revisar Y tu mamá también (2001).

Los errores se vuelven peligrosos –y la cruda más difícil de sobrellevar– cuando intervienen los golpes o las mentadas. Hay una escena genial en Perdóname todo (1995) con José José. El pobre alcohólico Ricardo ha infligido cualquier número de vejaciones borrachas, verbales y físicas, a su novia Teresa. Crudo de una cruda moral como un abismo, el tipo la cita en sus oficinas y le regala una joya enorme. La mujer duda pero, al final, acepta y perdona (“todo”). Pasa un instante de silencio incómodo. Entonces, para celebrar la reconciliación, Ricardo propone “un brindis”. Ella: ¡Pero son las once de la mañana! Hay crudas morales que sólo se quitan con más alcohol.

Manejar borracho (‘La promesa’, Los Simpson, T4E16, Adiós a Las Vegas, muchas más), tentar a la muerte madreándote a un mafioso en una peda (Tiro de gracia de Phil Joanou, 1990, o Los Soprano, T6E13), beberte una botella de champaña y, envalentonado, meterte a un teletransportador con una mosca, lo cual hará que tu cuerpo y el de ella se fusionen, te conviertas en una mosca humana repulsiva, tu novia te mande justificadamente al carajo y mueras, hecho una insecta piltrafa cual moderno Gregorio Samsa, en unas cuantas semanas (La mosca, 1986, de Cronenberg): nada de eso es tan serio como matar a un inocente en la ofuscación del alcohol.

La posibilidad de un asesinato de borrachera es el motivo principal de varias películas de cine negro, como la deprimente La muerte en un beso (1950) de Nicholas Ray, donde el protagonista Dixon Steele aguanta la cruda con más estoicismo que nosotros (él sabe que no ha cometido el asesinato, nosotros dudamos todo el tiempo), la mentada Moontide de Lang y The blackout alias Murder by proxy (1954), producida por la casa Hammer y dirigida por el nunca suficientemente ponderado Terence Fischer. En ella, el don nadie gringo Casey Marrow se encuentra en un bar de Londres cuando se le acerca una mujer hermosísima. Ésta le ofrece no sólo invitarle la borrachera sino darle 500 libras si acepta casarse con ella en un matrimonio por convenciencia. El hombre, que claramente no ha visto suficientes películas, dice sí y a la mañana siguiente, roto por la cruda, comprende que le han tendido una trampa: el padre de la mujer está muerto y ahora todas las evidencias lo señalan a él como el asesino. Él mismo empieza a creer que acaso cometió el crimen…

En 21 gramos (2003) de Alejandro González Iñárritu no sólo está la posibilidad: uno de sus protagonistas, el alcohólico Jack Jordan, realmente asesinó a tres personas en un borrachazo del tamaño de una vida tirada a la basura. La cruda moral lo fuerza a aislarse de su familia, a padecer religión, a estar a punto de matarse. Todo en esa película es azotado, empezando por las compungidas caras de Benicio del Toro, Sean Penn y Naomi Watts, a quien dan ganas de consolar invitándole unas gomichelas.

Decir estupideces en facebook, llamarle a quien no debes, quedar embarazada: en personas sensibles, la cruda moral puede ser el gran antídoto contra el alcohol. La cruda moral es una lucha contra la resignación. Es una culpa que no quiere extinguirse, que no te deja pensar, que te paraliza. La mañana o la semana o el mes siguiente, hay que ser fuerte para enviar el mensajito arrepentido o marcar y decir perdóname (“todo”). Sabemos que lo que escucharemos no va a gustarnos y que el ofendido, si sobrevivió, hundirá el dedo mojado de alcohol en la llaga. La cruda moral es un dolor infligido por nosotros contra nosotros mismos: un castigo que el cuerpo le impone a la voluntad. La cruda moral puede durar un día o varios o una vida completa: ahí están 21 gramos y la de veras sórdida Perdido en la memoria (1997) de Abel Ferrara. Matty, un violento y alcohólico actor de cine, despierta una mañana con una cruda física y la sensación de haber cometido un asesinato. Pasan los años y vive en la cruda moral no sólo de tener la sensación de haber matado a una mujer sino de no saber si fue una amante o una mesera, de no poder asir los hechos, de estar buscando expiación de un pecado nebuloso, indeciso, que lo tortura. Luego, en una mala noche, el monstruo revive ese pasado detestable y el espectador, asqueado como él, tiene que voltear la vista.

Entonces sí, por fin sacada la cruda del cuerpo a punta de vómito o sueño o café o memoria u olvido, o aún con su peso detestable sobre los hombros, podemos dar otra vuelta a la rueca del alcohol y decir lo que hemos querido decir desde el principio: Necesito un trago.

Posdata.Curiosamente, este largo texto no tuvo espacio para la que a mi ver es la gran película sobre el alcohol hecha hasta hoy. La dirigió Barney Gómez en 1995. Su título original es Pukahontas pero en español se llamó Ponchahontas

 

 

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El florecimiento del pulque fue durante el Porfiriato, cuando encontrar una pulquería en cada esquina de la ciudad de México era común. El principal abastecedor de esta bebida fue el estado de Hidalgo, dada su cercanía con la capital del país.

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Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)


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