Un crimen perfecto

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Uno de los sueños más antiguos de la humanidad es el de una máquina social perfecta que seleccionará infaliblemente lo bueno frente a lo malo eliminando lo nocivo y preservando sólo lo saludable. Esa ansiada ciudad se encuentra siempre en un pasado imaginario o en un fantástico futuro. “Que no tenemos aquí ciudad permanente”, escribió San Pablo a los hebreos, “sino que andamos buscando la ciudad por venir.” La filosofía y la religión han intentado una y otra vez definir esta ciudad “por venir”; en muchas ocasiones hemos creído que sus murallas estaban casi a nuestro alcance, apenas más allá del horizonte, y desde el comienzo de los tiempos nuestras historias han tratado de decirnos cómo es. “Espero con ansia un día en el que el hombre avance impulsado por algo más digno y elevado que su estómago”, escribió Jack London en 1905, “un tiempo en el que exista un incentivo mejor para la acción que el incentivo actual que es el estómago. Mantengo mi fe en la integridad y excelencia del ser humano. Creo que la nobleza de espíritu y el desinterés vencerán a la vulgar glotonería de hoy.” Lector temprano del Manifiesto comunista, miembro del Partido Socialista (que abandonó más tarde “debido a su falta de combatividad y su pérdida de interés por la lucha de clases”) London soñó largamente con esa perfecta maquinaria social. Quizás porque comprendió que su sueño era imposible, apenas cumplidos los cuarenta años, en la noche del 21 de noviembre de 1916, en la lujosa mansión californiana que había adquirido con sus cuantiosos derechos de autor, Jack London decidió suicidarse. Pensando precipitar el fin, ingirió dosis letales de dos sustancias diferentes. El efecto fue el contrario: la una anulaba los efectos de la otra y London agonizó durante más de veinticuatro horas.

Entre sus escritos inacabados se encontró una novela y unas pocas notas para un posible final. Tenía un título espléndido: Asesinatos, S.L., y trataba de una máquina social tan perfectamente diseñada contra los enemigos de la sociedad que sólo puede ser detenida destruyendo a su creador. El inventor es un tal Iván Dragomiloff, creador de una sociedad secreta que, por un cierto precio, asesina por encargo. Sin embargo, las víctimas potenciales no pueden ser personas a las que simplemente tenga aversión el cliente. Una vez que se ha propuesto un nombre, Dragomiloff lleva a cabo una investigación sobre la conducta y la personalidad del elegido. Sólo si, según su criterio, el asesinato “está justificado desde el punto de vista social” dará la orden de actuar. Un enemigo de la sociedad sólo es enemigo si así lo juzga Dragomiloff.

La empresa es una maquinaria totalmente eficiente. Una vez que ha propuesto un asesinato y ha pagado el precio, el cliente debe esperar a que los subordinados de Dragomiloff ofrezcan pruebas definitivas de la falta de ética de la víctima. Ésta puede ser un jefe de policía brutal, un empresario implacable, un banquero codicioso, una señora de la aristocracia: en todos los casos debe quedar demostrado, más allá de toda duda, que esa persona perjudica a la sociedad. Si la prueba no es suficiente, o si la víctima muere accidentalmente, se devuelve el dinero al cliente, tras deducir un diez por ciento destinado a cubrir los gastos de administración. Pero una vez que Dragomiloff ha decidido que la víctima merece la muerte, ya no hay vuelta atrás. “Una vez que se ha dado una orden”, explica, “es como si se hubiera cumplido. No podemos funcionar de otra manera. Tenemos nuestras normas, ¿sabe?”

Y entonces ocurre algo. Con el propósito de desmantelar la organización, un joven emprendedor presenta una solicitud excepcional. Se reúne con Dragomiloff y paga el precio por el asesinato de un importante personaje público de quien no da el nombre. Sólo cuando aquél ha aceptado la petición (bajo la condición, naturalmente, de que se demuestre que el personaje es culpable), el joven revela el nombre de la víctima que no es otra que el mismo Dragomiloff, quien acepta la solicitud de su propio asesinato. Ha creado una maquinaria social tan eficiente que su objetivo, la eliminación por encargo de personajes indeseables, está incluso por encima de la vida de su creador.

La narración de Jack London, escrita hace más de un siglo, suena hoy curiosamente contemporánea. No porque sugiera que pueda crearse una organización para eliminar a aquellos que consideramos perjudiciales para la sociedad sino por la idea de que una maquinaria social puede ser tan perfecta en su fanatismo que sólo puede ser destruida si se destruye también a su creador. A riesgo de llevar la comparación demasiado lejos, creo que la organización de Dragomiloff ha logrado una reencarnación moderna. Creo que, hoy en día, hemos permitido la construcción de gran número de maquinarias formidables que, como la de London, son multinacionales y anónimas, pero cuyo propósito no es purificar la sociedad por medio del asesinato (sin duda un objetivo censurable) sino conseguir para un puñado de individuos el mayor beneficio económico posible, sin reparar en el perjuicio que causan a la sociedad, y protegidas por una pantalla de incontables accionistas anónimos. Sin importarles las consecuencias, estas maquinarias invaden todos los campos de la actividad humana y buscan en cualquier lugar el beneficio económico: aún a costa de la vida humana. De la vida de todos, ya que, a fin de cuentas, ni siquiera los más ricos ni los más poderosos sobrevivirán a la explotación de nuestro planeta. Los eventos de estos últimos meses confirman la atroz moraleja.

El médico holandés Bernard de Mandeville, que ejerció en Inglaterra a comienzos del siglo XVIII, publicó en 1714 un ensayo que tituló La fábula de las abejas, o Vicios privados, beneficios públicos, en el cual sostenía que el sistema de asistencia mutua, que permite a la sociedad funcionar como una colmena, se alimenta de la pasión de los consumidores por adquirir aquello que no necesitan. Una sociedad virtuosa en que sólo se satisficieran las exigencias básicas, carecería de industria y de cultura y, por lo tanto, se derrumbaría por falta de empleos.

La sociedad de consumidores que triunfó dos siglos después, tomó los sarcásticos argumentos de Mandeville al pie de la letra. Al halagar a los sentidos, al valorizar la posesión por encima de la necesidad, cambió totalmente la noción de valor que, de acuerdo con los códigos de la publicidad comercial, se convirtió, no en la medida de las cualidades de un objeto ni del servicio que prestaba, sino en la mera percepción de ese valor, basada en hasta qué punto y con qué marca se promocionaban ese objeto o ese servicio. En el mundo de los consumidores, el esse est percepi de Berkeley tiene un significado diferente al que quiso darle el buen obispo. La percepción está en la raíz del ser, pero las cosas adquieren un valor determinado, no porque sean necesarias, sino porque se las percibe como necesarias. El deseo se convierte así, no en el origen, sino en el producto final del consumo.

La literatura (que cree aún en valores más sólidos y antiguos) nos cuenta que existe un mundo mejor y más feliz apenas más allá de nuestro alcance, en otro tiempo y lugar, en la fabulosa Edad de Oro que don Quijote añoraba, o en el porvenir descrito por la ciencia-ficción. En el film de Stanley Kubrick 2001, una odisea del espacio, el mundo al que tratamos de llegar se encuentra en Júpiter. Para alcanzar ese objetivo, la humanidad ha construido una nave espacial controlada por un superordenador, Hal 9000. Ha sido programado para dirigir la nave a su destino, con instrucciones precisas de eliminar cualquier obstáculo que pueda encontrar en su camino. Hal, una máquina dotada de inteligencia artificial, es capaz de hablar y reaccionar como un ser humano y hasta puede simular emociones. Sin embargo, a diferencia de los seres humanos, se supone que es incapaz de cometer un error.

Al cabo de cierto tiempo, Hal anuncia que algo marcha mal en el sistema de comunicaciones de la nave. Uno de los tripulantes, Bowman, sale para reparar la avería; en la Tierra, los controladores, perplejos, deducen que el ordenador debe de haberse equivocado. Bowman y otro miembro de la tripulación deciden desconectarlo para evitar más problemas, pero, a pesar de sus precauciones, Hal descubre su plan, elimina al compañero de Bowman y corta el suministro oxígeno a cuatro miembros de la tripulación. Bowman, el único que puede ahora oponerse al ordenador, se da cuenta de que el “error” de Hal era deliberado. Programado para hacer que la nave llegara a su destino “a toda costa”, Hal había llegado a la conclusión de que el mayor obstáculo para el cumplimiento de la misión era la falibilidad de la inteligencia humana y, dado que los programadores no habían incluido en su mente la prohibición de matar, había decidido eliminar la fuente de todo posible error: los seres humanos.

Como la organización de London, Hal es una máquina a prueba de fallos, construida para alcanzar la meta deseada “a toda costa”. La estructura mercantil que hemos creado como motor de nuestra sociedad es tan perfecta como esas construcciones imaginarias, e igualmente letal. Le hemos dado la orden de alcanzar un objetivo –producir un beneficio financiero a toda costa– y hemos olvidado grabar en su memoria esta advertencia: “excepto a costa de nuestra vida”. Para la enorme maquinaria económica que controla todos los aspectos de nuestras sociedades, como para un Dragomiloff capaz de juzgarlo todo o un Hal técnicamente perfecto, nosotros somos los enemigos. La situación que vivimos hoy es la prueba. Ésa parece ser la identidad que merecemos.

La literatura puede ofrecernos fábulas ejemplares y preguntas cada vez más vastas y perspicaces. Pero ninguna literatura, ni siquiera la mejor ni la más cabal, puede salvarnos de nuestra propia locura. Novelas, poemas, argumentos cinematográficos, no pueden protegernos del sufrimiento o del “error” deliberado, de las catástrofes naturales o artificiales debidas a nuestra propia codicia suicida. Lo único que puede hacer la literatura es, a veces, milagrosamente, contarnos esa locura y esa codicia, y recordarnos que debemos mantenernos alerta frente a unas tecnologías financieras y comerciales cada vez más perfectas y autosuficientes. La literatura puede ofrecer consuelo frente al sufrimiento y palabras para dar nombre a nuestras experiencias, puede decirnos quiénes somos, puede enseñarnos a imaginar un futuro en el que, sin exigir un convencional final feliz, podamos permanecer vivos, juntos, sobre esta tierra maltratada. Eso debe bastarnos. ~

 

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