Los jóvenes piensan por sí mismos y actúan por sí mismos. Así debe ser, pero quizá les convenga no escucharse sólo a sí mismos. Por eso hace unos días les sugerí (a través de su medio natural, el Twitter) que trabajaran en la fundación de un nuevo partido político. No fue una ocurrencia: es una idea con sustento histórico y lógica política.
En México ha habido movimientos estudiantiles desde tiempos de la Colonia. Muy pocos trascendieron a su momento. Hacia 1885, los estudiantes se opusieron al oneroso pago de la deuda inglesa.
A principios del siglo XX, los jóvenes anarquistas denunciaron la muerte de la Constitución, y en 1911 los liberales aclamaron a Madero. Quizá el primer movimiento de relevancia fue el vasconcelista.
Lo integraban los jóvenes indignados que en 1929 conquistaron la autonomía universitaria. Su objetivo era derrotar en las urnas a los generales sonorenses y llevar al poder a un caudillo cultural, el educador y filósofo José Vasconcelos. Al ver la efervescencia estudiantil, Manuel Gómez Morin (quien rebasaba apenas los treinta años de edad) advirtió a Vasconcelos sobre el riesgo de sacrificar una generación en el altar de su propio liderazgo personalista (su "dictadura apostólica", le llamó). Era preferible crear una organización política permanente. Tras la previsible derrota, el movimiento se esfumó como una burbuja. La mayoría de sus miembros abandonaron el ideal democrático y abrazaron el comunismo, el fascismo o la burocracia gris y corrupta. La frustración llevó a algunos al alcoholismo y aun al suicidio. Habían perdido la oportunidad de vertebrar una institución propia, que perdurara.
El siguiente gran movimiento estudiantil fue, por supuesto, el de 1968. Participé en él como alumno de la Facultad de Ingeniería de la UNAM. En el cenit del poderoso sistema político mexicano, bajo un presidente autoritario y paranoico, manifestarse en las calles podía costar la vida. Y muchos compañeros nuestros pagaron con sus vidas esas libertades que ahora son normales. El movimiento fue un precursor de la democracia mexicana pero el destino de muchos líderes fue triste y en algunos casos trágico. La historia habría sido distinta si hubiéramos escuchado las voces que simpatizaban con nosotros pero que, pidiéndonos reflexión y sensatez, nos sugerían formas cívicas para hacer que perdurara nuestro movimiento. La alternativa de formar un partido político era viable, a mediano plazo. En 1971, al salir de la cárcel, Heberto Castillo trabajó infructuosamente en ese sentido. De haber secundado su proyecto, los jóvenes que no creían en la vía violenta habrían contado con un partido de izquierda independiente mucho antes de la fundación del PRD.
Las circunstancias actuales son muy distintas. A diferencia de 1929 y 1968, México es ya –con todos sus grandes defectos– una democracia, y los jóvenes deben ser los primeros garantes de que el orden democrático se consolide en un clima político de civilidad y tolerancia. En 1929 gobernaban los militares y en 1968 mandaba Díaz Ordaz. Hoy hay una presidencia acotada. Existen tres sólidos partidos políticos y los jóvenes del movimiento actual podrán legítimamente inclinarse por el candidato de su preferencia (muchos, según han manifestado, lo harán por López Obrador). Pero creo que las experiencias de 1929 y 1968 arrojan lecciones dignas de meditarse: si quieren que su movimiento no se esfume tienen que tomar en serio la participación política, y esta participación debe ser invariablemente autónoma.
Si no es ahora, ¿cuándo? El país atraviesa por la mayor crisis desde la Revolución. Los partidos pequeños son vergonzosas franquicias familiares o meros cotos de poder, y los grandes han decepcionado a la ciudadanía: ven más por sí mismos que por sus supuestos representados. Hace falta uno nuevo: limpio, visionario, moderno.
Cierto, crear un nuevo partido bajo la legislación actual está cuesta arriba. Para comenzar, la organización debería notificar su propósito al IFE en enero de 2013. Enseguida tendrían que llevarse a cabo asambleas en 20 entidades o en 200 distritos electorales, con la asistencia de por lo menos 3 mil o 300 afiliados, respectivamente, que aprobarían la declaración de principios, el programa de acción y los estatutos del nuevo partido. Un funcionario designado por el IFE certificaría la realización de una primera asamblea nacional. En enero de 2017, la organización debería presentar su solicitud de registro como partido político nacional, y con ella un número total de afiliados verificable no menor al 0.26% del padrón y con un año de antigüedad. De haber cumplido con los requisitos, el registro tendría efecto el 1o. de agosto siguiente, once meses antes de la próxima elección a la presidencia.
Todo lo cual suena muy difícil pero no imposible, sobre todo en la era de Twitter y Facebook. Y el tiempo vuela: el 2018 está a la vuelta de la esquina.
El movimiento actual está muy lejos de la dimensión, la articulación y la profundidad de los de 1929 o 1968. Su rechazo al PRI es comprensible (conocen su historia) y sus demandas de transparencia son razonables (si bien deberían hacerlas extensivas a otros medios electrónicos o impresos). Pero los males del país son infinitamente más vastos y complejos, y requieren que los jóvenes los aborden con un análisis serio que vaya más allá de la retórica.
Las revoluciones, las dictaduras y las crisis son grandes escuelas de madurez. En ellas los jóvenes se despiertan adultos porque sienten que el futuro –su futuro, nada menos– se les escapa de las manos. Pero no basta protestar, marchar y pintar pancartas. Y es contraproducente e indigno exhibir intolerancia, agresividad y odio: ser joven no es garantía de superioridad moral. Por todo ello (y porque ser estudiante es, por definición, una condición transitoria) creo que la única forma de trascender es crear organizaciones permanentes.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.